No podía ni sostener un libro, de modo que miré el holo toda la tarde. Retransmitían el funeral del imán asesinado, que había tenido lugar el día antes, después de permanecer de cuerpo presente durante veinticuatro horas. Hajjar tenía razón, hubo algaradas. Las calles alrededor de la mezquita Shimaal estuvieron abarrotadas de cientos de miles de personas, noche y día. Algunos de ellos perdieron la calma y se quedaron fuera de la mezquita cantando y acuchillándose sus propios brazos y cueros cabelludos con navajas. La multitud empujaba en una dirección y luego en otra, y murió un gran número de gente, ya fuera por asfixia o pisoteada.
Se pronunciaron constantes y estridentes gritos clamando por que el asesino fuera conducido ante la justicia. Esperé para ver si Hajjar había dado mi nombre a los chicos de la prensa, pero el teniente fue incapaz de cumplir su amenaza. Ni siquiera tenía un arma del crimen para implicar a un sospechoso. Todo lo que tenía era una prueba extremadamente débil y circunstancial. Estaba a salvo de él, al menos durante un tiempo.
Cuando me cansé de ver el reportaje, lo apagué y presencié la representación de una ópera de mediados del siglo XVI de la hégira, La ejecución de Rushdie. No contribuyó a levantarme los ánimos.
Me llegó la inspiración justo cuando Kmuzu me trajo una bandeja de cuscús vegetal y pollo, y se disponía a alimentarme.
—Creo que ya lo tengo —dije—. Kmuzu, ¿me harías el favor de pedir a información el número de la oficina del forense y sostenerme el teléfono en la oreja?
—No faltaba más, yaa Sidi.
Consiguió el número y lo pronunció en el aparato. Me aguantó el teléfono para que pudiera hablar.
—Marhaba —dijo una voz al otro extremo; era uno de los ayudantes.
—Que Dios sea contigo. Soy Marîd Audran, el que ordenó la autopsia de Khalid Maxwell hace un par de días.
—Sí, señor Audran. Como no pasó por aquí, le enviamos los resultados por correo. ¿Puedo hacer algo más por usted?
—Sí. —Mi corazón empezó a latir apresuradamente—. Tengo el pulso un poco afectado por una pistola estática en el Budayén...
—Sí, ya lo hemos oído. Un joven fue asesinado en el mismo ataque.
—Exacto. De eso quería hablarle. ¿Se le practicó la autopsia al muchacho?
—Sí.
—Ahora escuche. Esto es muy importante. ¿Puede pedirle al doctor Besharati que compare el dibujo de la fractura de las células del corazón del muchacho con el de Khalid Maxwell? Creo que deben ser parecidos.
—Hmm. Eso es interesante. Pero, sabe, aunque así sea, no sacará nada de ello. No en el aspecto legal. No puede...
—Ya lo sé. Sólo quiero confirmar si mi sospecha es cierta. ¿Puede pedirle que lo compruebe cuanto antes? No exagero cuando le digo que es una cuestión de vida o muerte.
—Muy bien, señor Audran. Seguramente le llamará un poco más tarde.
—No tengo palabras para agradecérselo —dije con entusiasmo.
—Sí —dijo el asistente; y añadió, antes de colgar—: lo que usted diga.
Kmuzu se llevó el teléfono.
—Excelente razonamiento, yaa Sidi —dijo, casi sonriendo.
—Bueno, aún no hemos averiguado nada. Debemos esperar la llamada del doctor.
Eché una pequeña siestecita y me despertó la mano de Kmuzu sobre mi hombro.
—Tienes visita —me dijo.
Volví la cabeza, constatando que empezaba a recuperar el control de mis músculos. Oí pasos en el salón y luego mi joven amigo beduino, bin Turki, entró en el dormitorio. Se sentó en la cama junto a la silla.
—As—salaam alaykum, yaa caía —dijo seriamente.
Me alegré mucho de verlo.
—Waa alaykum as—salaam —dije sonriendo—. ¿Cuándo has vuelto?
—Hace menos de una hora. Vine directamente desde el aeropuerto. ¿Qué te ha ocurrido? ¿Te pondrás bien?
—Alguien me disparó, pero esta vez Alá estaba de mi lado. Mi atacante tendrá que hacerlo mejor la próxima vez.
—Oremos por que no haya próxima vez, oh caíd —dijo bin Turki.
Yo separé las manos. Habría próxima vez, de eso estaba casi seguro. Si no Hajjar, sería otro.
—Ahora dime, ¿cómo te ha ido el viaje?
Bin Turki frunció los labios.
—Ha sido un éxito.
Sacó algo de su bolsillo y lo depositó sobre la manta, cerca de mi mano. Lo cogí en mis crispados dedos y me lo acerqué para verlo mejor. Era una insignia de plástico que decía Sargento al—Bishah. Ése era el nombre del bastardo de Najran que nos había golpeado a Friedlander Bey y a mí.
Lo había olvidado, pero sí, había ordenado un asesinato. Tranquilamente había condenado a un hombre a muerte y la placa con su nombre era todo lo que quedaba de él. ¿Cómo me sentía? Bueno, aguardé unos segundos, esperando que un horror glacial impregnara mis pensamientos. Pero no sucedió. A veces las muertes de otras personas son fáciles. No sentía más que indiferencia e impaciencia por reemprender mis asuntos.
—Bueno, amigo mío —dije—. Serás recompensado.
Bin Turki asintió; volvió a coger la placa.
—Hablamos de un empleo que me proporcionaría una renta regular. Me estoy acostumbrando a las sofisticadas costumbres de la ciudad. Creo que me quedaré aquí una temporada, antes de regresar con los Bani Salim.
—Será un placer que te quedes con nosotros. Deseo recompensar a tu clan por su hospitalidad y amabilidad sin límites cuando nos abandonaron en las Arenas. Pensaba en construirles un poblado, cerca de ese oasis...
—No, oh caíd. El caíd Hassanein nunca aceptaría semejante regalo. Algunos dejaron a los Bani Salim y construyeron casas de ladrillos y cemento, y los vemos una o dos veces al año cuando pasamos por sus pueblos. Sin embargo, la mayoría de la tribu se apega a las viejas costumbres. Ésa es la resolución del caíd Hassanein. Hemos oído hablar de los lujos de la electricidad y los hornos de gas, pero somos beduinos. No cambiaríamos los camellos por camiones, ni cambiaríamos nuestras tiendas de pelo de cabra por una casa que nos atara a un lugar.
—No había pensado que los Bani Salim vivieran todo el año en el poblado —dije—. Pero quizás a la tribu le gustaría disponer de cómodos alojamientos al final de su migración anual.
Bin Turki sonrió.
—Tienes buenas intenciones, pero el regalo que imaginas sería mortal para los Bani Salim.
—Como quieras, bin Turki.
Se levantó y me cogió la mano.
—Te dejaré descansar, oh caíd.
—Ve en paz, hijo mío.
—Allah yisallimak —dijo y salió de la habitación.
A las siete de la tarde sonó el teléfono. Kmuzu contestó.
—Es el doctor Besharati.
—Déjame ver si puedo sostener el teléfono. —Lo cogí y torpemente me lo acerqué a la oreja—: Marhaba, —¿Señor Audran? Sus sospechas eran ciertas. Los dibujos de la fractura cardíaca de Khalid Maxwell y del chico son idénticos. No me cabe la menor duda de que fueron asesinados con la misma pistola estática.
Me quedé pensativo con la mirada perdida un momento.
—Gracias, doctor Besharati —dije por fin.
—Claro que eso no demuestra que el mismo individuo haya empleado el arma en los dos casos.
—No, ya me doy cuenta de ello. Pero existen muchas probabilidades de que así sea. Ahora sé exactamente lo que tengo que hacer y cómo.
—Bueno —dijo el forense—, no sé a lo que se refiere, pero le deseo suerte. Que la paz sea con usted.
—Y con usted —dije colgando el teléfono.
Como estaba castigando a mis enemigos y recompensando a mis amigos, pensé en algo que pudiera hacer por el doctor Besharati. Sin duda se había ganado mi agradecimiento.
Esa noche me dormí pronto y a la mañana siguiente estaba lo bastante recuperado como para abandonar la cama y darme una ducha. Kmuzu quería que evitase cualquier tipo de ejercicio, pero no era posible. Era viernes, Sabbath, y debía acudir a un desfile del Jaish.
Comí un opíparo desayuno y me puse el uniforme gris que el caíd Reda me había dado. Los pantalones tenían buen corte, con una tira negra en cada pierna y se ajustaban a las botas altas y negras. La túnica llegaba hasta el cuello y tenía una insignia de teniente cosida. También había una gorra de plato con visera negra. Cuando estuve completamente vestido, me miré al espejo. Creo que el parecido del uniforme con la vestimenta nazi no era una coincidencia.
—¿Qué parezco, Kmuzu?
—No eres tú, yaa Sidi. Definitivamente no es tu estilo.
Sonreí y me quité la gorra.
—Bueno, Abu Adil fue muy amable al darme este uniforme. Lo menos que puedo hacer es llevarlo para él una vez.
—No entiendo por qué haces esto.
Me encogí de hombros.
—¿Por curiosidad, tal vez?
—Espero que el amo de la casa no te vea vestido así, yaa Sidi.
—Espero que no. Ahora trae el coche. El desfile será en el Boulevard il—Jameel, cerca de la mezquita Shimaal. Supongo que tendremos que dejar el coche donde podamos y caminar unas manzanas. La multitud aún ronda la mezquita.
Kmuzu asintió. Bajó a encender el sedán westfaliano. Lo seguí y decidí no llevar ni narcóticos ni moddies conmigo. No sabía exactamente en dónde me metía y me pareció una buena idea ir con la cabeza despejada.
Cuando llegamos al Boulevard me asombró comprobar lo grande que era el gentío. Kmuzu se desvió por calles y callejones secundarios, intentando acercarse al lugar de reunión del Jaish.
Al cabo de un rato, nos vimos obligados a rendirnos y hacer el resto del camino a pie. Nos abrimos paso a través de la masa de gente. Creo que el uniforme nos ayudaba un poco, pero avanzábamos muy despacio. Alcancé a ver una plataforma elevada con un estrado de orador donde colgaban banderas decoradas con los emblemas del Jaish. Me pareció ver a Abu Adil y a Kenneth allí, ambos de uniforme. El caíd Reda estaba charlando con otro oficial. No llevaba ninguno de sus moddies de Infierno Sintético. Me alegré, no quería tratar con un Abu Adil sufriente de los efectos de una falsa enfermedad terminal.
—Kmuzu —dije—, voy a intentar subir a la plataforma para hablar con el caíd Reda. Quiero que te sitúes detrás. Procura estar cerca. Puedo necesitarte en cualquier momento.
—Lo comprendo, yaa Sidi —dijo con semblante de preocupación—. Ten cuidado y no corras riesgos innecesarios.
—No lo haré.
Me abrí paso a través de la multitud hasta llegar a los rangos inferiores del Jaish, que estaba en formación por compañías sobre el terreno neutral del Boulevard. Desde allí me resultó más fácil llegar hasta el principio. A lo largo del camino recibía saludos por parte de mis compañeros de milicia.
Bordeé la plataforma y subí tres escalones. Reda Abu Adil aún no me había visto, de modo que fui hasta él para saludarlo. Su uniforme era mucho más elegante que el mío. Claro que sus botones eran de oro, mientras que los del resto eran de bronce. En el cuello en lugar de medias lunas de bronce, llevaba alfanjes de oro.
—¿Bueno, pero qué es esto? —dijo Abu Adil, devolviéndome el saludo. Parecía sorprendido—. No esperaba que acudieras.
—No quería contrariarte, señor —dije sonriendo. Me dirigí a su ayudante—. ¿Qué tal Kenny?
Kenneth era coronel y estaba encantador con las botas altas.
—Te advertí que no me llamaras así —protestó.
—Sí, eso hiciste. —Le di la espalda—. Caíd Reda, sin duda el Jaish es una fuerza musulmana paramilitar. Recuerdo cuando era un grupo dedicado a limpiar la ciudad de extranjeros. Ahora llevamos orgullosos los símbolos de la fe. Estaba pensando: ¿es tu Kenneth uno de nosotros? Apostaría a que es cristiano o incluso judío.
Kenneth me cogió por el hombro y me dio un empellón.
—Declaro que no hay más Dios que Alá —recitó—, y Mahoma es su profeta.
Sonreí.
—¡Fantástico! Suena muy realista. ¡Olvídalo!
El rostro de Abu Adil se ensombreció.
—Vosotros dos, acabad con vuestra riña infantil. Tenemos cosas más importantes en las que pensar. Ésta es nuestra primera gran manifestación pública. Si todo sale bien, conseguiremos cientos de nuevos adeptos, doblaremos el tamaño del Jaish. Eso es lo que de verdad importa.
—Oh —dije—. Ya veo. ¿Y qué pasa con el pobre viejo de Abd ar—Razzaq? ¿O ahora no es más que un fiambre?
—¿Por qué has venido? —exigió Abu Adil—. Si es para burlarte de nosotros...
—No señor, en absoluto. Tenemos nuestras diferencias, pero estoy a favor de limpiar esta ciudad. He venido para reunirme con los tres pelotones que se supone que dirijo.
—Bien, bien —dijo Abu Adil despacio—. Espléndido.
—No confío en él —dijo Kenneth.
Abu Adil le contestó:
—Yo tampoco, amigo, pero eso no significa que no podamos comportarnos de un modo civilizado. Hoy nos está observando un montón de gente.
—Intenta controlar tu hostilidad un ratito, Kenneth —dije—. Estoy dispuesto a perdonar y a olvidar.
Se limitó a mirarme y a darse la vuelta.
Abu Adil me puso la mano en el hombro y señaló a una unidad de hombres reunidos al pie de la plataforma, a la derecha.
—Éstos son tus pelotones, teniente Audran. Forman el destacamento Al—Hashemi. Son algunos de nuestros mejores hombres. ¿Por qué no bajas y te reúnes con tus oficiales? Pronto empezaremos el desfile.
—Muy bien —dije.
Bajé de la plataforma y caminé hasta mi unidad. Me detuve y saludé a los tres sargentos del pelotón, luego desfilé entre las filas como si los estuviera inspeccionando. La mayoría de los hombres me parecieron en baja forma. No creo que el Jaish tuviera nada que hacer contra una verdadera fuerza militar. Pero el Jaish no pretendía entrar en batalla contra un ejército. Fue creado para atormentar a tenderos e intelectuales infieles.
Al cabo de un cuarto de hora, Abu Adil habló por el micrófono, ordenando que comenzara el desfile. Mi unidad se ocupaba de evitar las interferencias de los civiles. Algunas de las compañías especialmente adiestradas exhibieron sus habilidades, desfilando y haciendo juegos malabares con pedazos de madera en forma de rifles.
Esto se alargó durante una hora bajo el ardiente sol y empecé a temer que había cometido un grave error. Empezaba a sentirme débil e inseguro y deseaba de veras sentarme. Por fin, la última compañía del espectáculo se puso en posición de firmes y Abu Adil avanzó hasta la tribuna de oradores. Arengó al Jaish otra media hora, recreándose en el horror del asesinato del doctor Sadiq Abd ar—Razzaq e instándonos a jurar fidelidad a Alá y al Jaish, y a no descansar hasta que el brutal asesino hubiera sido capturado y ejecutado según los dictados de la ley islámica. Podía decir que el caíd Reda había excitado a todos los hombres uniformados en un frenesí apenas reprimido.