El bokor (6 page)

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Authors: Caesar Alazai

Tags: #Terror, #Drama, #Religión

Capítulo III

Unos golpes en la puerta despertaron al padre Kennedy que soñaba, como era habitual, con su estancia en aquella isla que le había cambiado la vida radicalmente. En su sueño, mama Candau preparaba un guiso aromático que le despertaba los sentidos, la vieja de cabellos blancos le hablaba de los ingredientes que tenía aquella cocina caribeña, leche de coco, plátano a medio madurar y el infaltable pescado. Solo utilizaba las cabezas en esa oportunidad y revolvía insistentemente la mezcla lechosa a la que agregaba yerbas que Adam no conocía. Jean siempre era el primero en sentarse a la mesa con sus dientes amarillentos y sus eternas historias sobre los habitantes de la isla, luego, Nomoko corría por la casa, con el torso desnudo donde era fácil contarle las costillas si se le veía de frente o ver su espinazo si era la espalda lo que mostraba. La delgadez del jovenzuelo rondaba el raquitismo. Pero lo que siempre llamaba la atención al ver a Nomoko era su ojo cubierto por aquella tela blanca. Desde el primer día que lo vio al llegar a la isla, su imagen se le había quedado grabada en las retinas. No tenía el ojo muerto como había creído la primera vez, una tela blanca se lo cubría haciéndole imposible ver con ese ojo, lo que hacía que mirara de medio lado siempre mostrando el mismo perfil.

Adam soñaba constantemente con los primeros días de su llegada a Haití, como se fue envolviendo en el estilo de vida de una isla que apenas si lograba sobrevivir a la deforestación. Los haitianos habían aniquilado los árboles para utilizarlos como combustible de sus cocinas de leña y ahora la naturaleza les cobraba el precio con constantes inundaciones, tierra estéril y ausencia casi total de alimento. La situación era tan caótica que los habitantes compraban galletas de barro para saciar el hambre. El lodo era revuelto con manteca vegetal y sal y se ingería para engañar al estómago cuando protestaba insistentemente.

Jean era de los pocos habitantes que gozaba de una alfabetización respetable, Haití sufría la fuga de cerebros y casi la totalidad de los que lograban estudiar terminaban marchándose a los Estados Unidos o República Dominicana en busca de un mejor porvenir. Con Jean se podía hablar de los clásicos y aunque no era un experto en el tema, al menos el contacto con la civilización no se perdía del todo. Jean era la fuente inagotable de historias autóctonas y el receptáculo preciso para las enseñanzas de Adam. Los años que pasó en la isla fueron los peores para el sacerdote y a la vez los mejores de aquel hombre que tenía poco más edad pero que lucía avejentarse aceleradamente. Quizá el rostro de Adam también mostraba ya los frutos de la alimentación deficitaria, el sol inclemente y las enfermedades que ganaban la partida.

Pasada tan sólo una semana de su llegada a Haití, Adam pescó una enfermedad transmitida por un mosquito, ardió en fiebre por más de una semana y fue cuando empezaron aquellas pesadillas sin fin. Mama Candau afirmaba que estaba siendo víctima del conjuro de un babalao que no se sentía a gusto con las prédicas del sacerdote en contra de la adoración de imágenes y los sacrificios de animales. Los servicios médicos escaseaban en la isla, pero la iglesia se encargó de enviarle a un médico de campaña que las fuerzas de las Naciones Unidas habían llevado en una insuficiente ayuda humanitaria. Jean sin embargo, se desapareció por toda la semana de desvaríos del sacerdote, odiaba tener que oírlo diciendo sinsentidos que rondaban la locura. Nomoko era quien se encargaba de cambiar las cataplasmas que le preparaba la mama y de limpiarle el sudor pegajoso que insistentemente le salía por todos lo poros. La vida de Adam peligraba, pero su espíritu era fuerte y el sentir que tenía una misión que cumplir en aquella tierra, lo hacía luchar por su vida. Luego de estar como en coma por unos días, una mañana despertó fresco, sin aquella fiebre calcinante. Al despertar encontró a su lado a Nomoko mirándolo muy fijo con su ojo color marrón. Al verlo, le sonrió con su boca desdentada y le posó la mano en la frente para sentir su temperatura.

—Ha vuelto —dijo con alegría.

—No sabía que me había marchado.

—Ha estado usted muy mal monsieur Kennedy.

—No me siento precisamente bien.

—Han pasado muchos días desde que comió, debe tener hambre.

—Solo sed, ¿puedes darme un poco de agua?

—Enseguida se la traigo —dijo solícito.

Minutos después regresaba al lado de mama Candau.

—Se ha salvado usted de esta —dijo la vieja acercándose para sentir la frente del sacerdote.

—La muerte tendrá que esperar, aún hay mucho por hacer en esta isla.

—Siempre habrá mucho por hacer en este lugar, pero al menos, vivirá para intentar ayudar.

—¿Qué me ha pasado?

—No debería usted enfrentarse a los babalaos.

—¿Está insinuando que fui víctima de un hechizo?

—La magia de esos hombres es poderosa, no debería usted subestimarla.

—La única magia que necesito es mi fe.

—Pues esa estuvo a punto de fallarle.

—¿Por qué dice eso? —dijo incorporándose para beber un poco del agua que Nomoko le servía.

—Ha estado usted delirando muy feo. Decía un montón de tonterías respecto de su fe.

—¿He blasfemado?

—No lo sé, su lengua me resulta muy extraña. ¿No recuerda nada?

—Nada por el momento, solo que me sentí mal una mañana y decidí acostarme.

—Lo ha hecho usted en un muy mal sitio. La capilla no es sitio para dormir.

—Ahora lo recuerdo, me recosté a un lado del altar, un sueño pesado me envolvió de pronto.

—Es el sueño del babalao.

—Supongo que más bien fue la debilidad y la fiebre.

—Usted diga lo que quiera, pero desde que la Mano de los Muertos lo tocó, se ha puesto usted muy malo.

—¿La Mano de los Muertos?

—El babalao que usted conoce como Doc.

—No le he visto aún.

—Pero el puede tocarlo sin estar con usted.

—¿Y cree que al tocarme me contagió de algo?

—Ese tipo es poderoso y sirve a babalaos aún más poderosos, haría bien usted en alejarse de ellos.

—Tan solo les he dicho lo que pienso de sus supercherías.

—Padre Kennedy, un día usted se irá y nos dejará peor de lo que estamos.

—¿Por qué dice eso?

—Porque es duro aprender a vivir sin esperanza, pero lo es más vivir esperanzado en un milagro que no se llegará a dar.

—Dios todo lo puede mama, dijo con los ojos somnolientos.

—Dios no habita en esta isla.

—Se equivoca.

—Si existiera un Dios en Haití ya se habría apiadado de nosotros.

—No conocemos sus planes, mama Candau.

—¿Planes? —dijo riendo estruendosamente, a lo que Nomoko se unió pronto. —No hay más plan de Dios para Haití que el exterminio absoluto. Somos la Sodoma de aquellos días y todos seremos arrasados por el fuego de la ira de Dios.

Nomoko se desapareció por unos minutos y luego apareció trayendo de la mano a Jean.

—Padre, me alegro de que se haya usted recuperado.

—Me han cuidado bien, —dijo sujetando la mano de mama Candau, fue hasta ese momento que se dio cuenta de que debía estar en los huesos, sus dedos lucían afilados y las venas se traslucían a través de una piel amarillenta.

—Es un milagro que esté vivo, tenía usted la mala fiebre.

—Mama Candau opina que lo que tenía era un hechizo del babalao.

—Igual fue el babalao el que le envió la fiebre por venganza a sus sermones.

—El babalao es poderoso —dijo Nomoko— lo he visto hacer que las personas enfermen sacrificando una gallina.

Mama Candau se dirigió al chico en un dialecto que el sacerdote no logro entender. Nomoko le respondía en la misma lengua y parecía estar asustado, luego rompió a llorar y se fue a esconder a un rincón donde solía esperar a que la ira se fuera de su abuela cuando había hecho algo incorrecto.

—¿Le ha dicho dónde se encuentra Doc?

—Por supuesto que no, eso lo sabe cualquiera en la isla.

—¿Dónde puedo hallarlo?

—Solo lo encontrará si él desea que usted lo encuentre.

—No debe seguir provocando a ese hombre —terció Jean— es peligroso.

—¿También tú crees en esas tonterías?

—Su falta de fe en sus artes lo puede llevar a la tumba, padre Kennedy.

—No más que una bala de cualquiera de los tratantes de blancas o vendedores de drogas que abundan en las calles.

—El babalao es diferente, es más peligroso —repitió Jean intentando persuadir a Adam de continuar su lucha contra la religión que consideraba perjudicial para su iglesia.

—No dejaré que un mosquito me aleje de la misión que tengo.

—El mosquito fue guiado por el babalao —dijo mama Candau— solo así se explica que lo halla atacado a usted y a nadie más.

—Quizá prefieren la sangre anémica de un blanco —dijo sonriendo.

—No es motivo de burla, padre Kennedy —dijo la mama marchándose ante la mirada de Jean que parecía reverenciarla.

—La mama tiene razón, padre, hará bien usted en cuidarse de ahora en más.

—Me cuidaré, mas no de la magia de ese hombre, me cuidaré de los mosquitos, serpientes y de los perros rabiosos.

—Doc es un hombre malo, no teme a Dios y sus conjuros son muy efectivos.

—¿Cómo es el tal Doc?

—Es un hombre negro, de pelo trenzado y barba rala y cobriza lo mismo que su pelo, lleva tatuado en su pecho una gran letra C, se la grabó con fuego. La cicatriz tiene un relieve, como si lo que llevara al cuello fuera un medallón hecho de su propia piel. Tendrá un par de años más que usted.

—No creo que pueda ocultarse mucho con esas características.

—El babalao es ocultado por el demonio, padre Kennedy, solo lo ven quienes él desea que lo vean, puede pasar en medio de una multitud sin que nadie lo note y de repente aparecer ante todos como si se tratare de un ángel. Todos en el pueblo le tienen respeto, es por así decirlo, su pueblo.

—Creo que más que respeto le tienen temor.

—Es como el Dios nuestro que pide que los hombres tengan temor.

—No oses comparar al maldito brujo…

—El babalao es mucho más que un brujo, se dice que puede hacer volver a los muertos de donde descansan y hacerlos sus esclavos.

—¿Y cómo demonios haría eso?

—Cuando están enfermos, les da de beber algunas cosas que hacen que la muerte no sea el final para ellos, luego utiliza una mujer embarazada.

—¿Has visto tú a alguno de esos muertos?

—No padre, ni Dios lo quiera.

—Entonces no son más que habladurías de un pueblo sin educación.

—Aun así, no debería usted enfrentarlo. Cuando habla en las misas de las artes negras y liberarse de las cadenas de Satanás, está escupiendo a la cara de este hombre.

—No tienes de que preocuparte, por unos días estaré demasiado débil para pelear con Doc y con nadie más.

—Me alegro de que así sea.

—¿Te alegras de que este en este estado?

—Si eso le salva la vida y su alma…

—Deja de decir tonterías y pídele a la mama algo de comer, muero de hambre y de paso, dile a Nomoko que necesito que vaya a la residencia y me traiga algo de ropa, debo oler a cerdo.

Los golpes en la puerta eran insistentes, tanto que el padre Kennedy pensó que estaban a punto de abrirla a patadas. En dos pasos atravesó el pequeño cuarto y abrió sin preguntar. Al otro lado se hallaba el detective Bronson, un hombre negro con cara de pocos amigos y su compañero el detective Johnson, un pelirrojo con la cara cubierta de pecas. Ambos debían superar apenas los treinta años.

—¿Dr. Kennedy? —Preguntó Bronson.

—Así es.

—Soy el detective Bronson y este es mi compañero el detective Johnson.

—¿En qué puedo servirles, caballeros?

—Dr Kennedy…

—Padre Kennedy, no ejerzo mi profesional como psiquiatra.

—Como guste —dijo el detective— padre, tenemos algunas preguntas que hacerle.

—Pasen por favor.

Adam no pudo ignorar el gesto de desagrado de Bronson al ingresar a aquella pocilga en que se había convertido su apartamento.

—No he tenido tiempo de arreglar…

—No se preocupe, padre. No estamos aquí por una visita social.

—Ustedes dirán entonces.

—Estamos en un caso y pensamos que quizá usted pueda ayudarnos.

—¿Cómo psiquiatra?

—Esa sería una opción, aunque realmente lo buscamos como posible testigo.

—Creo no entender detective Bronson.

—Se lo explicaré, esta mañana se han descubierto dos cuerpos en la iglesia.

—¿En la iglesia dice? —dijo el padre sorprendido.

—Dos hombres han sido asesinados y sus cuerpos se hallaron colgando de una de las vigas de la iglesia.

—Eso es terrible.

—Es un espectáculo poco agradable —dijo Johnson y luego de una pausa:

—Padre, veo que tiene usted heridas en sus manos…

—Ayer tuve un enfrentamiento con dos hombres que quisieron asaltarme.

—Veo que le golpearon la cabeza.

—Así es —dijo pasándose los dedos por la herida.

—Quizá ese sea el motivo de las manchas de sangre que encontramos en las escaleras.

—¿Manchas de sangre? No lo creo, visité a… a unos feligreses y me limpiaron la herida, no he llegado aquí sangrando.

—Bien, ya tendremos oportunidad de hablar de esa sangre. ¿Conoce usted a dos hombres llamados Smith y Aiton?

—Son apellidos comunes en Nueva Orleans.

—Uno de color y otro blanco.

—Creo que debe ser más específico.

—Quizá si le muestro sus fotos —dijo sacando un sobre de su chaqueta.

—Adam Kennedy no necesitó mirarlos mucho —son los tipos que me asaltaron.

—¿Está usted seguro?

—Por supuesto que lo estoy, no olvidaría esos rostros.

—¿Atendió la policía ese incidente?

—Creo que eso ya lo saben, sino no estarían aquí. ¿No me dirán que estos hombres…?

—Así es padre, fueron colgados como reses para que se desangraran en el altar de la iglesia.

Adam buscó sentarse en el sillón para aclarar sus ideas.

—Padre Kennedy, luego de ser asaltado ¿fue usted a algún hospital?

—No, ya le he dicho que tenía una cita con unos feligreses.

—Y prefirió asistir antes que curarse ese golpe en la cabeza.

—No podía eludir la cita que tenía.

—Podría decirnos —terció Johnson. —¿Por qué no presentó cargos?

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