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Authors: Hanif Kureishi

Tags: #Humor, Relato

El buda de los suburbios (45 page)

Sabía que Charlie no iba a aceptar que me fuera de Nueva York, y tardé dos días en reunir el valor suficiente para abordar la cuestión. Cuando se lo dije, se echó a reír, como si le estuviera mintiendo y en realidad quisiera dinero o algo así. Pero luego se apresuró a pedirme que trabajara para él a jornada completa.

—Llevo ya tiempo pensando en pedírtelo —me explicó—. Combinaremos negocios y placer. Hablaré con el Pez sobre tu sueldo. Será lucrativo, no te apures. Serás un pececillo gordo morenito. De acuerdo, ¿pequeñín?

—Pues no, grandullón. Me voy a Londres.

—¿Pero qué estás diciendo? Dices que te vas a Londres cuando estoy a punto de empezar una gira por todo el mundo: Los Angeles, Sidney, Toronto… Te quiero a mi lado.

—Pero es que yo quiero encontrar trabajo en Londres.

Charlie se enfadó.

—Eso de marcharse cuando las cosas empezaban a animarse me parece una estupidez. Te tengo por un buen amigo, un buen ayudante. Sabes cómo conseguir que las cosas funcionen.

—Por favor, Charlie, dame el dinero que me hace falta para marcharme. Te estoy pidiendo que me ayudes. Solamente quiero eso.

—Conque es eso lo que quieres, ¿eh?

Se paseaba arriba y abajo y hablaba como un catedrático que dirige un seminario a estudiantes que no ha visto en su vida.

—Inglaterra está caduca. Ya nadie cree en nada. Aquí, en cambio, hay dinero y éxito, y la gente está motivada, hace cosas. Inglaterra es un lugar precioso para vivir si eres rico, pero, si no, es un asqueroso lodazal de prejuicios, tensiones sociales y todo lo que te puedas imaginar. Ya nada funciona y la gente no trabaja…

—Charlie…

—Por eso no tengo la mínima intención de dejarte marchar. ¿Para qué marcharte cuando podrías triunfar aquí? ¿Para qué? En América puedes conseguir cuanto te propongas. Así que, ¿qué quieres? ¡Venga, dime qué quieres!

—Charlie, lo único que te estoy pidiendo…

—¡Ya te oigo cómo pides! ¡Cómo suplicas! Pero alguien tiene que salvarte.

Y eso fue todo. Se sentó y ya no dijo palabra. Al día siguiente, cuando decidí no hablarle como desquite, Charlie acabó cediendo:

—Está bien, está bien, si tan importante es para ti, te compraré un billete a Londres ida y vuelta, pero tienes que prometerme que volverás.

Se lo prometí. El meneó la cabeza y me dijo:

—No te va a gustar, te lo digo yo.

18

Y así fue como, gracias al dinero de Charlie, pude regresar a Londres en avión con un gramo de coca como regalo de despedida y su advertencia en mente. Me alegraba estar de vuelta, porque empezaba a echar de menos a mis padres y a Eva. A pesar de que había hablado con ellos por teléfono varias veces, tenía ganas de verles las caras de nuevo. Tenía ganas de discutir con papá. Eva me había dado a entender que iban a ocurrir grandes cosas. «¿Qué cosas?», le pregunté varias veces. «No te lo puedo decir a no ser que estés aquí», me dijo, por picarme la curiosidad. No tenía ni la menor idea de qué podía ser.

Durante el viaje de regreso tuve dolor de muelas, así que pedí hora al dentista tan pronto como puse los pies en Inglaterra. Me paseé por Chelsea, contento de estar de nuevo en Londres, y sentí un tremendo alivio al poder volver a posar la mirada en algo antiguo. Cheyne Walk estaba precioso, con aquellas casitas llenas de flores y sus placas azules en la fachada. Era estupendo, siempre que uno no tuviera que oír las voces de sus inquilinos.

Cuando la enfermera me indicó que me sentara en el sillón, saludé al dentista con un ademán de la cabeza y, entonces, él le preguntó con acento sudafricano:

—¿Sabe si habla inglés?

—Un poquitín —repuse.

Callejeé por el centro de Londres y vi que estaban transformando la ciudad de arriba abajo: lo nuevo había ido sustituyendo a lo viejo y medio desmoronado, y lo nuevo era espantoso. Era como si se hubiera perdido el don de crear belleza. Y hasta la gente se me antojaba fea. Los londinenses parecían odiarse los unos a los otros.

Fui a tomar una copa con Terry, que estaba preparando nuevos episodios para la serie de su sargento Monty. Entre piquetes, manifestaciones y el apoyo que necesitaban varias huelgas, apenas le quedaba tiempo para verme. De lo único que hablamos fue de la situación del país.

—No sé si te habrás dado cuenta, Karim, pero Inglaterra está acabada. Se está hundiendo. La oposición ha conseguido atarla de pies y manos. Anoche, el gobierno perdió en la votación. Van a convocarse elecciones. Ese atajo de cobardes irá directo al matadero. Así que o ganamos nosotros, o nos enfrentaremos al triunfo de la derecha.

Terry tenía la manía de anunciar crisis cada dos por tres, pero por otra parte no se podía negar que aquel país dividido e indignado estaba sumido en un verdadero caos: había huelgas, manifestaciones, reivindicaciones salariales.

—Tenemos que hacernos con el control de la situación —insistía Terry—. La gente quiere mano dura y un cambio de orientación.

Terry estaba convencido de que iba a estallar una revolución y eso era lo único que le importaba por el momento.

Al día siguiente, hablé con los productores del serial para el que me habían propuesto y con los responsables del reparto. Tuve que ir a verles al despacho que habían alquilado en el Soho para toda la semana, pero no me apetecía hablar con ellos, aunque hubiera volado desde Estados Unidos para hacerlo. Ya fuera gracias a su arte o a sus artimañas, lo cierto es que Pyke siempre se había salido con la suya y nada burdo había pisado su escenario. Su vida entera dependía de la calidad de su trabajo. Por eso me bastaron cinco minutos para darme cuenta de que aquellas personas con jerséis esponjosos eran unos arrogantes de tres al cuarto que se las daban de genios. Hablaban como si estuvieran preparando algo de Sófocles, pero me pidieron que me paseara por el despacho y que improvisara, con un par de actores de medio pelo que ya habían firmado el contrato, una escena de prueba que transcurría en una tienda de pescado frito y patatas fritas en la que no sé quién discutía por un pedazo de bacalao y alguien acababa con el brazo escaldado por culpa del aceite hirviendo. Era una gente de lo más sosa y aburrida y, de aceptar el trabajo, tendría que pasarme meses y meses con ellos.

Pero me dejaron marchar por fin y pude regresar al apartamento del Pez, un lugar impersonal pero cómodo en el que vivía de prestado y que recordaba ligeramente una habitación de hotel. Y precisamente estaba ahí sentado, pensando si no sería lo mejor hacer las maletas y marcharme a Nueva York definitivamente para trabajar para Charlie, cuando sonó el teléfono. Era mi agente.

—Buenas noticias. Acaban de llamar para decirme que el papel es tuyo.

—Estupendo —dije.

—Fantástico —puntualizó.

Pero tardé dos días en asimilar el verdadero significado de aquella oferta. ¿De qué se trataba exactamente? Me acababan de dar un papel para un nuevo serial televisivo que iba a montar un embrollo con temas de la más rabiosa actualidad; es decir, con abortos y ataques racistas, la clase de cosas que la gente sufría en carne propia pero nunca veía por televisión. De aceptar la oferta, iba a encarnar a un estudiante rebelde, hijo de un indio propietario de una tienda. Esas cosas las miraban millones y millones de personas. Iba a ganar montones de dinero. Me reconocerían en todo el país. Mi vida entera cambiaría de la noche a la mañana.

Cuando estuve seguro de que me habían dado el papel y hube aceptado, decidí hacer una visita a papá y Eva y darles la noticia. Tardé una hora entera en decidir qué ponerme y estudié mi aspecto desde varios ángulos diferentes y en cuatro aspectos distintos antes, durante y después de haberme vestido buscando un estilo desenfadado, pero no descuidado. No quería presentarme con el aspecto de un empleado de banca, pero tampoco quería dejar traslucir lo que quedaba todavía de mi depresión y malos ratos. Me decidí por un jersey negro de cachemira, pantalones de pana gris —pero de pana gruesa, de lujo, de esa que tiene buena caída y no hace arrugas— y mocasines negros norteamericanos.

Enfrente de la casa de papá y Eva vi a dos personas salir de un taxi. Una era un chico joven, con los pelos de punta, que cargaba con varias bolsas negras de material fotográfico y un foco enorme; le acompañaba una mujer de mediana edad, de porte elegante, que llevaba una gabardina beige de aspecto caro. Para crispación de la mujer, el fotógrafo se puso a gesticular como un loco al ver que subía los peldaños que conducían al portal de Eva y llamaba al timbre.

—¿Eres el manager de Charlie Hero?

—No, su hermano.

Eva nos abrió la puerta. Por un momento pareció desconcertada al vernos llegar a los tres a la vez. Además, tampoco me reconoció a primera vista: debía de haber cambiado, aunque no sabía muy bien en qué. Me sentía mayor, de eso sí me daba cuenta. Eva me indicó que esperara un momento en el vestíbulo, así que ahí me quedé, repasando el correo mientras pensaba que había cometido un error al marcharme de Estados Unidos. Rechazaría la oferta para el serial y me marcharía. Después de saludar a los otros dos visitantes y de ofrecerles asiento, Eva vino a reunirse conmigo con los brazos abiertos, me abrazó y me besó.

—Me alegro de volver a verte, Eva. No tienes ni idea de lo mucho que te he echado de menos —dije.

—¿Por qué hablas así? —se sorprendió—. ¿Acaso has olvidado cómo hay que hablar con la familia?

—No sé, es que me encuentro un poco raro, Eva.

—No te preocupes, cielo; te comprendo perfectamente.

—Lo sé. Por eso he vuelto.

—Tu padre se pondrá contento cuando te vea —dijo—. Te ha echado mucho de menos, mucho más de lo que tú podrías echar de menos a cualquiera de nosotros. Es que le destroza el corazón que estés tan lejos, ¿sabes? Yo ya le digo que Charlie cuida de ti.

—¿Y eso le tranquiliza?

—No. ¿Se ha vuelto heroinómano?

—¿Cómo puedes preguntar esas cosas, Eva?

—Dímelo a la cara.

—No —repuse—. Eva, ¿qué pasa? ¿Quiénes eran esos tipos tan ridículos?

—Ya te lo contaré —dijo bajando el tono de voz—. Vienen a hacerme una entrevista por lo del piso para la revista
Furnishings
. Quiero vender la casa y mudarme a otro sitio y vienen a hacerme algunas fotografías y a hablar conmigo. ¿Por qué has tenido que venir hoy precisamente?

—¿Qué día te habría ido mejor?

—¡Venga, basta ya! —me advirtió—. Eres nuestro hijo pródigo, así que no vayas a estropearlo.

Eva me condujo a la habitación en la que solía dormir en el suelo. El fotógrafo estaba preparando su equipo. Cuando papá se levantó para abrazarme, me dejó pasmado.

—Hola, hijo —me saludó.

Llevaba una especie de collarín blanco muy grueso alrededor del cuello que se le incrustaba en la barbilla.

—Es que el cuello me duele horrores —me explicó con una mueca—. Este collarín me alivia el peso de la cabeza que me oprime la columna vertebral.

Recordé que, de niño, papá siempre me ganaba cuando echábamos una carrera por el parque hasta la piscina. Siempre que hacíamos peleas, me inmovilizaba en el suelo sentándoseme encima y me hacía prometer que siempre le obedecería. Ahora apenas se podía mover sin tambalearse. Me había convertido en el fuerte; pero ya no podía pelear con él —y eso que quería pelear con él— sin dejarle fuera de combate de un solo golpe. Era un desengaño muy triste.

Eva, en cambio, con su minifalda, medias negras y zapato plano tenía un aspecto fresco y dinámico. Llevaba un corte y un tinte de pelo con clase y olía maravillosamente. Ya no quedaba en ella ni rastro de la mujer del extrarradio: se había superado para convertirse en una señora de mediana edad estupenda, inteligente y elegante. Pues sí, siempre la había querido, y no siempre como madrastra precisamente. En realidad siempre me había apasionado y todavía ahora lo hacía.

Eva se llevó a la periodista de visita turística por el piso y me cogió de la mano para que fuera con ellas.

—Acompáñanos y mira lo que hemos hecho —me dijo—. Y procura maravillarte, señor Cínico.

Y me quedé maravillado. La casa parecía más grande que antes. Se habían suprimido varias despensas y cuartos trasteros y anexionado buena parte del pasillo, por lo que las habitaciones eran más espaciosas. Eva y Ted habían trabajado de lo lindo.

—Como puede ver, es muy femenino dentro de los cánones ingleses —explicó a la periodista mientras admirábamos las alfombras de color crema, las gardenias pintadas, las contraventanas de madera, los sillones típicos de casa de campo inglesa y las mesas de mimbre. En la cocina, había cestas con flores secas y esteras de coco en el suelo—. Resulta agradable sin necesidad de parecer sobrecargado —prosiguió—. Aunque no es precisamente mi estilo favorito.

—¿Ah, sí? —se interesó la periodista.

—Para mi gusto, encajaría mejor algo más japonés.

—Japonés, ¿eh?

—Pero quiero llegar a dominar estilos diferentes.

—Como un buen peluquero —comentó la periodista.

Eva no pudo contenerse y se le escapó una mirada fulminante, aunque se serenó enseguida. Me reí sin disimulo de buena gana.

El fotógrafo cambió los muebles de sitio y fotografió varios objetos, pero sólo en lugares en los que no habían sido puestos inicialmente. Además, retrató a Eva, pero sólo en las posturas que le resultaban más incómodas y que le daban un aspecto muy poco natural. Eva se pasaba los dedos por el pelo continuamente, sacaba el morro y abría los ojos de una manera tan exagerada que parecía que se le hubieran pegado los párpados. Y, mientras hacía todo esto, hablaba sin parar con la periodista sobre la transformación de aquel piso desde su estado de abandono originario hasta conseguir aquel ejemplo de aprovechamiento creativo del espacio. Lo explicaba como si se tratara de la construcción de Notre Dame. Con todo se guardó mucho de anunciarle que tenía la intención de poner el piso a la venta en cuanto se publicara el artículo, para poder así utilizarlo de trampolín y obtener mejores ofertas. Cuando la periodista le preguntó: «¿Y cuál es su filosofía de la vida?», Eva reaccionó como si fuera la clásica pregunta que uno espera que le hagan durante una conversación sobre interiorismo.

—Mi filosofía de la vida.

Eva miró a papá. Por regla general, una pregunta de aquel calibre habría sido la excusa perfecta para tenerlo una hora hablando sobre el taoísmo y su relación con el zen. Esa vez, en cambio, no dijo palabra. Es más, volvió la cabeza en otra dirección. Eva fue entonces a sentarse a su lado, en el brazo del sofá, y con un gesto afectuoso pero impersonal a la vez le acarició la mejilla. Fue una caricia tierna. Lo miraba con cariño. Siempre quería tenerle contento. «Todavía le quiere», pensé. Y me alegraba de que alguien cuidara de él. Pero de pronto se me ocurrió: «¿La querrá él?» No estaba tan seguro; tendría que observarles.

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