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Authors: Hanif Kureishi

Tags: #Humor, Relato

El buda de los suburbios (21 page)

Quizá fue precisamente con la esperanza de librarlo de ese chaparrón por lo que Eva puso en venta la preciosa casita blanca decorada por Ted tan pronto como estuvo terminada. Había decidido llevarse a papá. Buscaría un piso en Londres. Los días del extrarradio se habían acabado: eran un punto de partida. Quizá Eva pensaba que un cambio de aires le quitaría a mamá de la cabeza, pero bastó que los tres estuviéramos en High Street metidos en el coche de Eva para que papá arrancara en sollozos desde su asiento trasero.

—¿Qué te pasa? —le pregunté—. ¿Te ha ocurrido algo?

—Era ella —repuso—. Me ha parecido ver a tu madre entrar en una tienda. Estaba sola y no quiero que esté sola.

Papá no hablaba con mamá por teléfono y tampoco la veía, porque consideraba que a la larga iba a ser lo mejor. Aun así, llevaba fotografías de ella metidas en todos los bolsillos de la chaqueta, se caían de los libros en el momento más inoportuno y entristecían a Eva. Cada vez que quería preguntarme por mamá, papá y yo teníamos que meternos en otra habitación, lejos de ella, como si fuéramos a hablar de algo vergonzoso.

En eso de dejar la casa y mudarnos a Londres, Eva iba también en pos de Charlie, que rara vez estaba ya con ella. Para él estaba claro también que el antiguo vecindario era un punto de partida, el principio de una nueva vida. Después de eso, marcharse o pudrirse. A Charlie le gustaba dormir un día aquí y otro allá, sin las ataduras de las pertenencias y sin vivir en un sitio fijo, acostándose con quien le apetecía. A veces, hasta ensayaba y componía canciones. No vivía en un frenesí desesperado, sino emocionado ante una vida tan intensa. A veces, me levantaba por las mañanas y me lo encontraba en la cocina atracándose con un hambre feroz, como si no supiera de dónde iba a salir el siguiente bocado, como si cada día fuera una aventura que podía terminar quién sabe dónde. Y luego se marchaba.

Papá y Eva iban a todos los conciertos de Charlie, ya fueran en escuelas de arte, pubs o pequeños festivales en campos fangosos, y Eva se pasaba el rato contorsionándose y vitoreando cerveza en mano. Papá, en cambio, se mantenía en un segundo plano, parpadeando continuamente, fastidiado por el alboroto, el gentío y el loco baile de San Vito sobre cuerpos inertes de jóvenes en estado comatoso sumergidos en charcos de cerveza. Le entristecía el desencanto que veía, las ropas apestosas, las alucinaciones que terminaban en pesadillas, los quinceañeros que desaparecían a bordo de ambulancias, ese hacer el amor sin amor a diestro y siniestro y las tristes huidas lejos de la familia que terminaban en ocupaciones de casas sórdidas de Herne Hill. Habría preferido quedarse en casa y dar consejo a alguno de sus discípulos —a la entusiasta Fruitbat, quizá, o a su eternamente sonriente compañero, Chogyam-Jones, que iba vestido con una especie de alfombra china— porque sus halagos le resultaban cada vez más necesarios. Con todo, papá acompañaba a Eva siempre que le necesitaba. No cabía duda de que disfrutaba de la vida mucho más que antes, así que cuando Eva anunció por fin que nos mudábamos a Londres admitió que era lo mejor.

Mientras embalábamos los bártulos de la buhardilla, papá y yo hablamos del problema de Charlie. Charlie sabía perfectamente que su grupo no tenía nada de especial. Su única baza era aquel impresionante cantante-guitarrista, de pómulos delicados y pestañas de niña, al que le pedían que posara para las revistas de moda, pero no que actuara en el Albert Hall. El fracaso había convertido a Charlie en un arrogante. Había adquirido la costumbre de llevar un libro de poemas metido siempre en el bolsillo, que abría en el momento más inesperado como quien echa un traguito de lo sublime. Era de una afectación insufrible, digna de un estudiante de Oxford, sobre todo porque era capaz de hacerlo en plena conversación, como había demostrado hacía poco en ocasión de un concierto en una universidad: el presidente de la asociación le estaba hablando cuando, de pronto, la mano de Charlie hurgó en el bolsillo de su chaqueta, sacó el libro de marras, lo abrió y, mientras el pobre hombre le miraba sin dar crédito, Charlie se bebió una buena jarra del cálido sur.

Iba despistado, el chico. Pero Eva se había emperrado desde el principio en que era el genio personificado, una auténtica belleza y que Dios le había concedido talento hasta en la polla. Era un Orson Welles… como mínimo. Y, claro, estar al corriente ya de tan antiguo de su condición divina le había afectado hasta en lo más recóndito de su personalidad. Era orgulloso, desdeñoso, evasivo y generoso con según quién. Se empeñaba en dar a entender a los demás que, muy pronto, una poesía que dejaría al mundo deslumbrado saldría catapultada de su cabeza, como había ocurrido ya con otros chavales ingleses: Lennon, Jagger, Bowie. Al igual que André Gide, que de joven esperaba que la gente le admirara por los libros que tenía la intención de escribir en un futuro, a Charlie empezó a gustarle que se le valorara en diversos círculos por lo que prometía. Sin embargo, se ganaba ese aprecio a base de un encanto que a menudo se confundía con el talento. Creo que incluso habría podido seducirse a sí mismo.

Pero ¿en qué consistía ese encanto? ¿Cómo había conseguido tenerme seducido tanto tiempo? Habría hecho cualquier cosa por Charlie y, de hecho, en aquel momento estaba clasificando veinte años de su vida. Con todo, no era el único que tenía esa debilidad por él. Muchos habrían dicho que sí incluso antes de que les pidiera algo. ¿Cómo lo conseguía? Ya había tenido ocasión de estudiar diversas clases de encanto. Estaban los que eran arrebatadores, pero no tenían ni pizca de talento. Luego estaban los que tenían poder, pero carecían de otras virtudes. Aunque, por lo menos, el poder era obra de uno, no como los pómulos delicados. Luego estaban los que cautivaban con sus palabras y, por encima de ellos, había los que además lograban hacer reír. Otros te dejaban maravillado con su inteligencia y cultura, lo cual, además de ser toda una hazaña, era entretenido.

Charlie tenía una pizca de todo eso: era un jugador completo. Pero su punto fuerte era la habilidad que demostraba para hacer que te maravillaras contigo mismo. La atención que te prodigaba, cuando te la prodigaba, era total y absoluta. Sabía cómo mirarte como si fueras la única persona que le había interesado en la vida. Te preguntaba por tu vida y parecía saborear todas y cada una de las palabras de la conversación. Era un maestro en el arte de escuchar, y sabía hacerlo sin cinismos. El único problema que eso le acarreaba era que los neuróticos no le dejaban en paz. Nadie quería escucharles, pero Charlie, pongamos por caso, se había dignado a hacerlo una vez y ya no podían olvidarle. A lo mejor se habría acostado con ellos también. Eva procuraba quitárselos de encima diciendo que, si era urgente, podían dejarle un mensaje. Y Charlie aprovechaba para salir huyendo por la parte de atrás, mientras los otros se pasaban el día entero esperándole apostados en la entrada.

Después de haberlo visto en funcionamiento durante tanto tiempo, empecé a considerar el encanto de Charlie como un método infalible para entrar a robar en casas ajenas después de haber convencido a sus propietarios de que lo invitaran a uno a pasar. Era robar, de eso no cabía duda: había cosas de los demás que quería para sí. Las cogía y listo. Era una manera de actuar falsa y manipuladora, pero me tenía admirado. Solía tomar notas de su técnica, porque surtía efecto, especialmente con las chicas.

Con todo, nada de eso era inofensivo. No. Charlie pertenecía a la clase de seductor más cruel y letal. El exigía con amenazas no sólo sexo, sino amor, lealtad, amabilidad y estímulo, antes de marcharse. Con gusto habría puesto en práctica este arte, pero me faltaba un ingrediente fundamental: la voluntad de hierro de Charlie y su deseo arrollador por poseer todo cuanto le llamaba la atención. No os vayáis a confundir: tenía una ambición sin límites; pero sabía que eso no iba a llevarle a ninguna parte y se sentía frustrado. Era consciente de que el tiempo pasaba sin remedio y de que, a fin de cuentas, no era más que un miembro de un grupo cualquiera de rock'n'roll llamado Mustn't Grumble que sonaba como Hawkwind.

Charlie raramente veía a su padre cuando éste era un sufrido y triste personaje que vivía con su madre. Pero cuando Charlie estaba en casa de Eva se pasaba horas enteras con mi padre y le contaba la verdad. Juntos elucubraban sobre las posibilidades del talento de Charlie. Papá le hizo mapas del subconsciente; le aconsejó rutas y velocidades, la ropa que debía llevar para el viaje y cómo tenía que sentarse al volante cuando se adentrara en los terrenos inexplorados del interior. Y, durante días y días, espoleado por grandes expectativas, Charlie trabajó mucho para arrancar un pedazo de belleza a su alma…, en mi opinión (y para mi alivio) totalmente en vano. Sus canciones continuaban siendo una mierda.

Darme cuenta de eso requirió su tiempo, porque el cariño que sentía por Charlie me impedía mirarlo con objetividad, pero cuando descubrí su punto débil —ese deseo de pertenecer al club de los llamados Genios— supe que lo tenía en un puño. Si hubiera querido, me habría podido vengar de él, pero era un poder de tres al cuarto con el que sólo habría conseguido ganarme un amargo reproche para mi vida sin sentido.

A veces decía a Eva que quería ser fotógrafo, otras actor, o periodista, preferentemente corresponsal de guerra en el extranjero, en Camboya o Belfast. Sabía que odiaba la autoridad y que me dieran órdenes. Trabajar con Ted y Eva me había gustado, porque siempre me dejaban hacer más o menos lo que se me antojaba. Pero mi objetivo más apremiante era entrar en Mustn't Grumble como guitarra rítmica. Al fin y al cabo, no tocaba tan mal. Cuando se lo propuse a Charlie, casi se murió de risa.

—Pero tengo un trabajo que te cae al pelo —me dijo.

—¿Ah, sí? ¿Cuál?

—Empiezas el sábado —se limitó a contestar.

Y así fue como empecé a trabajar montando y desmontando escenarios para Mustn't Grumble. Todavía era un cero a la izquierda, pero ya estaba en la situación de atacar a Charlie cuando llegara el momento apropiado.

Y una noche, después de la actuación en una escuela de arte, se presentó ese momento apropiado mientras estaba cargando el equipo en la furgoneta. Había oído a papá y a Eva analizar su actuación como si se tratara del concierto de despedida de Miles Davis. Charlie pasó por mi lado con una chica colgada del brazo que llevaba las tetas fuera y, para hacerse el gracioso delante de ella, me dijo:

—Date prisa, Karim, cursilón afeminado, mariquita. Tráeme el ácido al camerino y no tardes.

—Pero ¿a qué viene tanta prisa? —repuse—. No vas a ninguna parte: ni como grupo, ni como persona.

Charlie me miró desconcertado, mientras se acariciaba y atusaba el pelo como de costumbre, sin saber si estaba bromeando o no.

—¿Qué quieres decir con eso?

Listo: lo tenía en un puño. Se iba a enterar.

—¿Qué quiero decir?

—Sí —repuso.

—Pues que para llegar a alguna parte hay que tener talento Charlie. Hay que tener algo aquí arriba. —Y me di unos golpecitos en la frente—. Y a la vista está que un farsante como tú no lo tiene. Eres guapo y todo lo demás, eso hay que reconocerlo; pero lo que haces no me maravilla, y yo necesito que las cosas me maravillen. Ya me conoces. Me tienen que dejar prácticamente sin aliento, y no me dejas sin aliento en absoluto. Nada de eso.

Charlie se me quedó mirando un momento, pensativo. La chica empezó a tirarle del brazo.

—No sé de qué me hablas —dijo por fin—. De todos modos, el grupo se separa y lo que tengas tú que decir al respecto me trae sin cuidado.

Charlie me volvió la espalda y se marchó. Al día siguiente volvió a esfumarse. Se acabaron los conciertos. Papá y yo terminamos de embalar todas sus cosas.

Ya en la cama, antes de dormir, fantaseé sobre Londres y lo que iba a hacer allí cuando la ciudad me perteneciera. Londres tenía un sonido propio, el de la gente que tocaba los bongos en Hyde Park, pero también el de los teclados de «Light My Fire» de los Doors. Había jóvenes que llevaban capas de terciopelo y vivían una vida libre y centenares de negros por todas partes, así que no iba a sentirme como un bicho raro; había librerías con montones de revistas impresas sin caracteres en mayúscula y sin el engorro burgués de los puntos; tiendas que vendían todos los discos que uno pudiera desear; fiestas con chicas y chicos a los que no conocías y que te llevaban arriba para acostarse contigo y todo tipo de drogas. Ya veis, no le pedía demasiado a la vida; hasta ahí llegaban mis aspiraciones. Cuando menos, mis metas eran claras y sabía lo que quería. Tenía veinte años y estaba dispuesto a todo.

Segunda parte

En la ciudad

9

El piso de West Kensington en realidad era sólo tres habitaciones espaciosas, muy elegantes en sus tiempos, de techos tan altos que a menudo me quedaba pasmado ante las dimensiones de las habitaciones, como si estuviera en una catedral abandonada. Con todo, los techos eran lo más interesante del piso. El lavabo estaba al fondo del vestíbulo y tenía el ventanuco roto, a través del cual las ráfagas de viento te azotaban el trasero. El piso había pertenecido a una mujer polaca que había vivido allí de niña, y que lo había alquilado a estudiantes durante los últimos quince años. A su muerte, Eva lo compró tal como se encontraba, con muebles incluidos. Las habitaciones estaban decoradas con molduras medio desconchadas y timbres de campanilla con mangos de hierro para llamar a los criados que solían ocupar el sótano, en el que entonces vivía el manager de Thin Lizzy, un hombre que, según las informaciones de Eva, tenía la desgracia de tener vello hasta en la espalda. De esas paredes tristonas y descoloridas colgaban espejos rotos y oscuros y cuadros enormes y ennegrecidos, que iban desapareciendo sistemáticamente, uno a uno, cada vez que salíamos, y eso que no había otros indicios de robo. Lo que más pasmado me tenía era que Eva ni siquiera se inmutara.

—Eh, creo que ha desaparecido otro cuadro —le dije un día.

—Ah, bueno, así tendremos más sitio para otras cosas —repuso.

Por fin reconoció que era Charlie quien los robaba para venderlos, y ya no se habló más del asunto.

—Por lo menos tiene iniciativa —le defendió—, ¿Acaso Jean Genet no fue también ladrón?

Unos tabiques subdividían aquellos grandes salones en habitacioncitas más pequeñas y una cocina a la que daba el baño. Era el típico piso de estudiante: un cuchitril inmundo y sórdido, con linóleo en el suelo y grandes flores secas blancas que se cimbreaban sobre la chimenea de mármol. El espacio que quedaba libre en las habitaciones estaba atestado de engorrosos muebles marrones desvencijados y, como ni siquiera había una cama para mí tenía que dormir en el sofá del salón. A veces Charlie, que tampoco tenía donde dormir, se acostaba en el suelo, a mi lado.

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