El buda de los suburbios (19 page)

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Authors: Hanif Kureishi

Tags: #Humor, Relato

—Mamá —le dije por fin—. Me estás mirando a mí, a tu hijo mayor, Karim. Y, en cambio, ese retrato, y te ha salido un buen retrato, no demasiado peludo, es el retrato de papá, ¿no te das cuenta? Esa narizota, esa papada… Esas bolsas bajo los ojos son las ojeras de papá… no las mías. Mamá, esa cara no se me parece en nada.

—Bueno, cariño, padres e hijos, con el tiempo, llegan a parecerse, ¿o no? —Y me dirigió una mirada cargada de intención—. Al fin y al cabo, los dos me habéis abandonado.

—Yo no te he abandonado —me defendí—. Me vas a tener aquí siempre que me necesites. Lo que pasa es que estoy estudiando, eso es todo.

—Sí, ya sé lo que estás estudiando.

Era increíble que mi familia comentara siempre con tanto sarcasmo todo cuanto hacía.

—Estoy sola. Nadie me quiere —dijo.

—¡Claro que te quieren!

—No, nadie se preocupa por mí. Nadie mueve un dedo para ayudarme.

—Mamá, yo te quiero —le dije—. Aunque a veces no lo demuestre.

—No —repuso, ofendida.

Me despedí con un beso, la abracé y traté de escaparme de aquella casa sin despedirme. Bajé la escalera sin hacer ruido y había conseguido ya escabullirme fuera y estaba a punto de dejar atrás el jardín cuando, de pronto, Ted salió disparado de algún rincón de la casa y me agarró. Debía de estar allí esperando, al acecho.

—Dile a tu padre que todos apreciamos lo que ha hecho. ¡A mí me ha ayudado infinitamente!

—De acuerdo, se lo diré —le dije, tratando de librarme de él.

—No se te vaya a olvidar.

—No, no, descuida.

Casi regresé corriendo al sur de Londres, a casa de Jamila. Me preparé una infusión de menta y me senté a la mesa del salón sin hablar. Tenía la cabeza hecha un lío. Traté de concentrarme en Jamila y pensar en otra cosa. Jamila estaba sentada delante de su escritorio, como de costumbre, y una de esas vulgares lámparas de lectura le iluminaba el rostro. Un jarrón enorme con flores silvestres de color violeta y eucalipto coronaba un montón de libros de la biblioteca. Cuando uno piensa en la gente a la que más quiere normalmente suele elegir momentos como éste —tardes, semanas enteras quizá—, momentos en los que aparecen en su máximo esplendor, cuando juventud, sabiduría, belleza y serenidad se funden en una combinación perfecta. Y mientras Jamila estaba allí sentada, tarareando y leyendo, absorta, y Changez la acariciaba con los ojos, echado en su cama y rodeado de «especiales» cubiertos de polvo, o revistas de criquet y paquetes de galletas por la mitad, supe que aquél era el momento de máxima plenitud de Jamila. Yo también podría haber permanecido allí sentado, como el admirador que observa a su actriz favorita, como el amante que observa a su amada, contento de no tener que pensar en mamá y en lo que podíamos hacer por ella. ¿Puede hacerse realmente algo por la gente?

Changez dejó que me terminara mi menta, mi angustia se disipó un tanto. Entonces me miró.

—¿Ya? —me preguntó.

—¿Ya qué?

Changez se levantó a duras penas de la cama plegable, como quien intenta echar a andar con cinco balones de fútbol bajo los brazos.

—Ven. —Y me llevó a la cocina diminuta.

—Escúchame bien, Karim —me dijo, con un hilillo de voz—. Esta tarde voy a tener que salir.

—¿Ah, sí?

—Sí.

Trató de darse importancia con unas muecas. Hiciera lo que hiciese siempre me divertía, y conseguir que se enfadara era uno de los pocos placeres garantizados de mi vida.

—Pues sal —le dije—. Nadie te lo impide, ¿no?

—Shhh. Voy a ver a mi amiga Shinko —me dijo, en tono confidencial—. Me va a llevar a la Torre de Londres. Y, además, he leído sobre un montón de posturas nuevas,
yaar
. Muy extravagantes todas, con la mujer de rodillas y el hombre detrás… Así que tendrás que quedarte aquí y distraer a Jamila.

—¿Distraer a Jamila? —Me eché a reír—. Burbuja, a ella le da igual si estás aquí o no. Le importa un comino dónde te metas.

—¿Qué?

—¿Por qué iba a importarle, Changez?

—Vale, vale —dijo, a la defensiva, retrocediendo un poquitín—. Muy bien.

Pero yo seguí aguijoneándole.

—Y hablando de posturas, Changez, últimamente Anwar no me deja en paz con sus preguntas sobre tu estado de salud. —El miedo y el desaliento asomaron a su cara al instante. Era un espectáculo que no tenía precio. No era precisamente su tema de conversación favorito—. Tienes cara de estar cagado de miedo, Changez —le dije.

—¡Ese cabrón de mi suegro me va a estropear la erección para todo el día! —se quejó—. Será mejor que me largue.

Pero yo le agarré del muñón y continué.

—¡Estoy hasta las narices de que venga a lloriquearme por tu culpa! Tendrías que hacer algo.

—¡Ese hijo de puta! ¿Quién se cree que soy? ¿Su criado? Yo no soy un tendero. Los negocios no van conmigo,
yaar
; no, no me van. Yo soy más bien del tipo intelectual, no como esos inmigrantes sin educación que vienen aquí para pasarse día y noche trabajando como esclavos hechos un pingajo. Dile que no lo olvide.

—Descuida, se lo diré. Pero, te lo advierto, tiene la intención de escribir una carta a tu padre y a tu hermano para contarles lo cerdo gordinflón y perezoso que estás hecho, Changez. Y lo sé de buena tinta porque ya me ha nombrado mecanógrafo encargado del asunto.

Changez me agarró del brazo. La alarma tensó sus rasgos.

—¡Por el amor de Dios, no! Róbale la carta si puedes, por favor.

—Haré lo que pueda, Changez, porque te quiero como a un hermano.

—Yo también, yo también —me dijo, con afecto.

Hacía calor y estaba tendido boca arriba en la cama, completamente desnudo, con Jamila a mi lado. Había abierto de par en par todas las ventanas del piso y el aire estaba cargado de gases de tubos de escape y del alboroto de la gente sin empleo que discutía en la calle. Jamila me había pedido que la tocara, así que la frotaba entre las piernas con vaselina siguiendo sus instrucciones: «Más fuerte» y «Esfuérzate más, por favor» o «Está bien, pero estás haciendo el amor y no lavándote los dientes».

—¿De verdad no te importa Changez en absoluto? —le pregunté haciéndole cosquillas en la oreja con la nariz.

Creo que le sorprendió que se me hubiera ocurrido una pregunta como aquélla.

—Es encantador, Changez; eso es verdad… cómo ronronea de satisfacción mientras lee y ese caminar patoso por el piso preguntándome constantemente si quiero
keema
. Pero me he casado con él por obligación. No me gusta que esté aquí. No veo por qué tendría que importarme.

—Pero ¿y si te dijera que te quiere, Jammie?

Jamila se sentó en la cama y me miró.

—Karim —dijo con voz apasionada, tendiendo los brazos hacia mí—, el mundo está abarrotado de gente que necesita comprensión y cuidados, gente oprimida, como los nuestros en este país racista, que tienen que hacer frente a la violencia todos los días. Son ellos los que me inspiran lástima, no mi marido. De hecho ese hombre a veces me saca de quicio. Comefuego, ¡ese hombre apenas está vivo! ¡Es patético!

Pero mientras sembraba su vientre y su pecho de esos pequeños besos que sabía que le encantaban y le mordisqueaba por todas partes, procurando que se relajara, Jamila seguía con Changez metido en la cabeza.

—Changez es fundamentalmente un parásito y un hombre sexualmente frustrado. Eso es lo que se me ocurre las pocas veces que pienso en él.

—¿Sexualmente frustrado? ¡Pero si se acaba de ir a ver a su puta habitual! Se llama Shinko.

—¡No! ¿En serio? ¿De verdad?

—¡Pues claro!

—¡Cuéntame, cuéntame!

Y así fue como le conté lo del santo patrón de Changez, Harold Robbins, lo de Shinko y el problema de las posiciones. Y entonces nos entraron ganas de probar varias posiciones, al igual que Shinko y Changez debían de estar haciendo mientras nosotros hablábamos.

—Pero ¿qué me dices de ti, Karim? —me dijo luego, mientras nos abrazábamos—. Estás triste, ¿a que sí?

Estaba triste, es verdad. ¿Cómo no iba a estarlo cuando pensaba en mamá, echada en aquella cama un día tras otro, completamente hundida porque papá la había dejado por otra mujer? ¿Iba a recuperarse algún día? Mamá tenía grandes cualidades: encanto, gentileza y buenos modales, pero ¿habría alguien capaz de apreciarlas sin herirla?

—¿Y qué vas a hacer de tu vida, ahora que has dejado el colegio? —me preguntó Jammie de pronto.

—¿Qué? Pero si no lo he dejado. Lo que pasa es que no voy tan a menudo. Pero hablemos de otra cosa, porque esto me deprime. ¿Qué piensas hacer ahora?

—¿Yo? —Jammie se entusiasmó—. Pues aunque no lo parezca, todo menos perder el tiempo. Me estoy preparando a fondo. Todavía no sé para qué. Lo único que sé es que tengo la sensación de que hay que aprender una serie de cosas que un día me van a servir muchísimo para comprender el mundo.

Volvimos a hacer el amor y debíamos de estar cansados porque cuando me desperté habían pasado, por lo menos, dos horas. Temblaba de frío y Jamila dormía todavía profundamente con la mitad del cuerpo bajo la sábana. Como si caminara entre la niebla, me arrastré fuera de la cama y, al recoger la manta que estaba en el suelo, eché un vistazo al salón y, a pesar de la oscuridad, distinguí la silueta de Changez tumbado en su cama plegable que me estaba mirando. Su cara era inexpresiva; un tanto seria quizá, pero sobre todo ausente. Tenía todo el aspecto de llevar un buen rato tumbado boca abajo. Cerré la puerta del dormitorio, me vestí a todo correr y desperté a Jamila. A menudo me había preguntado cómo iba a reaccionar en una situación como ésa, pero fue todo muy sencillo. Me escabullí de aquella casa precipitadamente, sin mirar a mi amigo, y dejé a marido y mujer a solas con la sensación de haber traicionado a todo el mundo: a Changez, a mamá, a papá y a mí mismo.

8

—¡No das golpe! —se quejó papá—. Eres un holgazán. Te estás destrozando la vida por capricho, lo sabes, ¿no? ¡Me parte el corazón sólo verte!

—No me grites; no lo soporto.

—¡Pero es que tengo que hacerlo; tengo que metértelo en esa cabeza tan dura que tienes! ¿Cómo has podido suspender todos esos exámenes? ¿Cómo es posible que no hayas aprobado ni uno solo?

—Es fácil: basta con no presentarse y ya está.

—¿Y es eso lo que has hecho?

—Sí.

—Pero, Karim, ¿por qué? Después de fingir delante de mí que ibas a presentarte a todos esos malditos exámenes. Te has marchado de casa tan campante, gracias a la seguridad que te había infundido, y ahora entiendo por qué —se lamentó con amargura—. ¿Cómo has podido hacer una cosa así?

—Porque no estoy de humor para estudiar. Todo lo que está pasando me ha trastornado demasiado. Tú que dejas a mamá y todo eso. No es precisamente una tontería. Afecta a mi vida.

—¡No me culpes a mí si has destrozado tu vida! —dijo, pero los ojos se le llenaron de lágrimas—. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Tú no te metas, Eva —dijo, al verla entrar en el salón, ante aquel griterío—. ¡Este chico es un desastre y un caso perdido! ¿Y qué piensas hacer ahora?

—Quiero pensar.

—¡Pensar, menudo idiota! ¿Y cómo vas a pensar si no tienes cerebro?

Sabía que iba a terminar así y casi me había preparado para ello. Pero su desdén era como un tifón que barría mi sangre fría y mis ideas. Me sentí peor que nunca. Y luego a papá le dio por ignorarme. Ya no podía ir a dormir a casa de Jamila porque no me atrevía a mirar a Changez a la cara, de modo que tenía que ver a papá todos los días y soportar sus lamentaciones. No sé por qué se lo tomaba tan a pecho. ¿Por qué tenía que afectarle tanto? Se comportaba como si tuviéramos una vida en común. Yo venía a ser su media naranja, una especie de apéndice, y en lugar de complementarle le había salpicado de mierda.

Así que me llevé una sorpresa el día que fui a abrir la puerta de casa de Eva y me encontré allí a tío Ted de pie con la caja de herramientas en la mano, mono verde y una sonrisa que le iluminaba todo el rostro. Entró en el vestíbulo con paso decidido y sus ojos de experto recorrieron las paredes y techos. Eva salió y le saludó como quien recibe a un artista que acaba de regresar de un árido destierro; un Rimbaud de África. Estrechó su mano entre las suyas y se miraron fijamente a los ojos.

Papá le había contado a Eva lo genial que era Ted entre los constructores, cómo había cambiado, y que al negarse a trabajar estaba desperdiciando su talento. Aquello puso a Eva sobre aviso y se apresuró a organizar una cena fuera para los tres. Después de cenar, fueron a un club de jazz de King's Road —fue la primera vez que Ted vio paredes de color negro— y fue allí donde Eva propuso muy astutamente a papá:

—Creo que ya es hora de que nos vayamos a vivir a Londres, ¿no?

—Me gusta Beckenham, es tranquilo y nadie te toca las pelotas —repuso papá, pensando que con aquello quedaba zanjada la discusión, como cuando hablaba con mamá.

Pero la cosa no terminó ahí y, entre una y otra pieza de jazz, Eva hizo una oferta a Ted: ven y déjame la casa preciosa, Ted. Pondremos discos de swing y beberemos margaritas. Será como si no trabajaras. Ted cogió al vuelo la oportunidad de trabajar con Eva y papá; en parte por curiosidad —por ver lo que la libertad había hecho de papá y qué podía hacer de él— y en parte por recobrar el apetito por el trabajo. Pero todavía había que dar la noticia a tía Jean. Esa era la parte más difícil.

Tía Jean se encontró de pronto frente al dilema. Se trataba de un trabajo, de trabajo remunerado, semanas y semanas de trabajo por delante y, además, Ted tenía unas ganas locas de hacerlo. Estaba listo para ponerse manos a la obra; pero la contratante era una enemiga de Jean, una mujer terrible, mutilada y ladrona de hombres. Jean lo estuvo meditando un día entero mientras nosotros conteníamos la respiración. Por fin solucionó el problema y accedió a dejar trabajar a Ted bajo la condición de que nadie se lo dijera a mamá y siempre que Ted hiciera un informe completo a Jean después de cada jornada y le contara lo que estaba ocurriendo entre papá y Eva con pelos y señales. Aceptamos sus condiciones y hasta se nos ocurrieron algunas obscenidades que Ted podía contar a Jean.

Eva sabía perfectamente lo que quería: quería transformar la casa de arriba abajo, centímetro a centímetro, y estar rodeada de gente dinámica y habilidosa. Nos pusimos manos a la obra de inmediato. Con gran alivio, abandoné cualquier pretensión de hacerme el listillo y me convertí en un místico ayudante de peón. Yo me ocupaba de la carga, la descarga y la demolición; Eva era la parte pensante y Ted se encargaba de que todo se hiciera de acuerdo con sus instrucciones. Papá se mostraba muy quisquilloso y trataba de eludir el desorden de las reformas. Un día hasta nos echó una maldición árabe: «¡Que caigan sobre vosotros los constructores!» Ted le contestó con una réplica que encerraba un oscuro pensamiento que creyó que iba a encantar a papá: «Haroon: estoy besando la alegría al vuelo», dijo arremetiendo contra una pared con el martillo.

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