El buda de los suburbios (16 page)

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Authors: Hanif Kureishi

Tags: #Humor, Relato

Me asomé por la trampilla de Charlie. Su habitación había cambiado mucho desde la última vez. Sus libros de poesía, dibujos y botas de vaquero estaban tirados por el suelo de cualquier manera, y los armarios y cajones estaban abiertos, como si estuviera haciendo las maletas. Estaba transformándolo y cambiándolo todo. Para empezar ya no era hippie, lo que debió de ser un gran alivio para el Pez (y no sólo desde el punto de vista profesional, porque significaba que ya tenía carta blanca para poner los discos de soul de Charlie —Otis Reading y demás—: el único tipo de música que le gustaba). El Pez estaba repantigado en una butaca negra de acero y se reía mientras Charlie hablaba y hablaba, yendo de aquí para allá, alborotándose y atusándose el pelo continuamente. De vez en cuando, Charlie se agachaba para recoger un par de tejanos viejos y deshilachados, o una camisa con estampado de flores rosas y cuello enorme, o un disco de Barclay James Harvest y los tiraba al jardín por el tragaluz.

—Es ridículo que a la gente la elijan para un trabajo —decía Charlie—. Todo eso tendría que ser arbitrario. Habría que abordar a la gente en plena calle y decirles que van a ser editores de
The Times
durante un mes, o jueces, o jefes de policía, o encargados de lavabos. Tiene que ser aleatorio por fuerza. No puede haber relación alguna entre el empleo y la persona empleada, salvo, claro está, su total ineptitud para el puesto. ¿No estás de acuerdo?

—¿Sin excepciones? —preguntó el Pez, con apatía.

—No. Hay gente a la que habría que excluir de los puestos de importancia. Esa gente que corre para coger el autobús y se mete la mano en el bolsillo para que no se les caigan las monedas. Y también esos que se ponen bronceadores para tomar el sol y luego les quedan los brazos con manchas blancas. A esa gente habría que aislarla, encerrarla en campos especiales, a modo de castigo.

Y entonces, a pesar de que yo creía que no me había visto, Charlie me dijo:

—Bajaré dentro de un momento.

Me lo dijo como si yo le acabara de anunciar que tenía el taxi esperando en la puerta. Debía de poner cara de ofendido, porque se molestó en añadir:

—¡Eh, pequeñín! Ven aquí. Al parecer, vamos a ser amigos y, por lo que tengo entendido, a partir de ahora vamos a vernos muy a menudo.

Así que terminé de trepar por la escalera, salí por la trampilla y me acerqué a él. Charlie se inclinó hacia mí y me rodeó con sus brazos. Me abrazó con cariño, pero era uno de sus típicos gestos, del mismo modo que siempre andaba diciendo a la gente que la amaba y utilizaba la misma entonación para todo el mundo. Me vinieron ganas de acabar con toda aquella mierda. Alargué la mano por detrás y le agarré un buen pedazo de trasero. Era un trasero generoso y, además, macizo, como a mí me gustan. Cuando, tal como me lo había imaginado, dio un respingo sobresaltado, le metí la mano entre las piernas y le di un buen estrujón al nabo. Charlie se echó a reír y, antes de retroceder de un salto, me propinó un empujón que me mandó a la otra punta de la habitación, derecho contra la batería.

Y ahí me quedé, casi llorando y fingiendo que no me había hecho daño, mientras Charlie seguía yendo de aquí para allá, tirando ropa floreada a la calle y discutiendo sobre la posibilidad de crear un nuevo cuerpo de policía encargado de arrestar y encarcelar a los guitarristas de rock que se arrodillan cuando tocan. Unos minutos más tarde, en el piso de abajo, Eva estaba sentada a mi lado en el sofá y me humedecía la frente sin dejar de susurrar: «Mira que llegáis a ser tontorrones, más que tontorrones.» Charlie permanecía sentado frente a mí con expresión avergonzada y Dios, a su lado, estaba a punto de perder los estribos.

Eva no llevaba zapatos y papá se había quitado chaqueta y corbata. Habían planeado aquel encuentro en la cumbre con sumo cuidado y ahora el Zen de todo el asunto se había ido a hacer puñetas porque, justamente cuando papá iba a abrir la boca, la nariz me había empezado a sangrar por culpa del golpe que me acababa de dar contra la batería.

Papá arrancó con su discursito como si fuera un hombre de Estado que se está dirigiendo a las Naciones Unidas y habló con gran seriedad de cómo había llegado a amar a Eva con el tiempo y todo eso. Pero enseguida se apartó del terrenal aburrimiento de lo concreto para columpiarse en conceptos más etéreos.

—Nos aferramos al pasado —dijo—, a lo antiguo, porque tenemos miedo. Y yo tenía miedo de herir a Eva, de herir a Margaret y hasta de herirme a mí mismo. —Aquello me estaba sacando de quicio—. Nuestras vidas se estancan, se vuelven rancias. Nos da miedo todo lo nuevo, todo cuanto podría ayudarnos a crecer, a cambiar.

Todo aquello me estaba dejando los músculos flojos e inútiles, y quería echar a correr calle arriba para volver a sentirme vivo.

—Pero eso es la muerte en vida, no la vida; es…

Había soportado más que suficiente. Le interrumpí:

—¿Te das cuenta de lo aburrido que llega a ser todo esto?

Había silencio en la habitación, y preocupación. A la mierda.

—Todo eso no son más que memeces sin sentido, papá. Palabrería vana, eso es. —Todos me miraban—. ¿Cómo podrá la gente hablar porque sí, por escuchar su propia voz, sin pensar en los demás?

—Por favor —me suplicó Eva—, no seas tan maleducado y deja que tu padre termine lo que ha empezado.

—Adelante —dijo Charlie.

Entonces papá, y debió de costarle un gran esfuerzo decir tan poco después de aguantar una humillación como la mía, anunció:

—He decidido que quiero vivir con Eva.

Todas las caras se volvieron hacia mí y me miraron con lástima.

—¿Y nosotros, qué? —solté.

—Bueno, económicamente no os va a faltar nada y nos veréis siempre que quieras. Además, tú les quieres, a Eva y a Charlie. Piénsalo, vas a ganar una nueva familia.

—¿Y mamá? ¿También va a ganar una nueva familia?

Papá se levantó y se puso la chaqueta.

—Me voy a hablar con ella ahora mismo.

Y, mientras nos quedábamos allí sentados, papá se fue a casa a poner fin a nuestra vida juntos. No sé. Dije que tenía que ir a mear, pero lo que hice en realidad fue salir corriendo de aquella casa y echar a andar por las calles pensando qué mierda iba a hacer yo y tratando de imaginarme lo que papá le estaría diciendo a mamá y cómo se lo iba a tomar. Al final me metí en una cabina telefónica y llamé a cobro revertido a tía Jean, que estaba tan borracha y ofensiva como siempre. Así que me limité a decirle lo que quería decir y colgué:

—A lo mejor tienes que venir para acá, tía Jean. Dios… digo, papá, acaba de decidir que va a vivir con Eva.

7

La vida discurre tediosamente, nada ocurre durante meses hasta que un día de pronto todo, quiero decir todo, se va a la mierda y se pone patas arriba. Cuando llegué a casa, mamá y papá estaban juntos en su cuarto y el pobre Allie estaba fuera aporreando la puerta como un niño de cinco años. Le agarré y traté de que subiera conmigo, por si aquel trauma le marcaba de por vida, pero me dio una patada en los huevos.

Casi inmediatamente llegó la ambulancia de infartos: tía Jean y tío Ted. Mientras tío Ted se quedaba esperando en el coche, Jean entró a la carga en el dormitorio y me apartó de un empujón cuando traté de preservar la intimidad de mis padres. No dejaba de gritarme órdenes.

Cuarenta minutos más tarde, mamá estaba lista para marcharse. Tía Jean se había encargado de hacerle las maletas mientras yo me ocupaba de las de Allie. Daban por sentado que me iba a marchar a Chislehurst con ellos, pero les dije que ya iría más tarde en bicicleta. Tenía mis propios planes y sabía que no me iba a acercar a ellos ni en broma. ¿Había algo peor que irse a vivir a Chislehurst? Aunque sólo hubiera sido por dos días, no habría podido soportar la visión de tía Jean a primera hora de la mañana, sin maquillar, con la cara más inexpresiva que un huevo, mientras desayunaba ciruelas pasas, arenques y cigarrillos y me hacía beber té Typhoo. Además, sabía que no iba a dejar de meterse con papá. Ya entonces Allie gritaba entre sollozos al marcharse con mamá y Jean:

—¡Anda y que te den por el culo, budista de mierda!

Y así fue como los tres se marcharon casi sin despedirse, con las caras hechas un mar de lágrimas, y miedo, y pena, y rabia y gritos.

—¿Adónde vais? ¿Por qué dejáis esta casa? ¡Quedaos! —les gritó papá.

Pero tía Jean le dijo que cerrara su puñetera boca.

La casa se quedó en silencio, como si estuviera vacía. Entonces papá, que se había sentado en las escaleras con la cabeza entre las manos, se puso en acción. Metió zapatos, corbatas y libros de cualquier manera en todas las bolsas de plástico que pudo encontrar hasta que se detuvo en seco, pues se dio cuenta de lo poco digno que era saquear la casa para luego abandonarla.

—Déjalo —me dijo—. No nos llevaremos nada, ¿de acuerdo?

La idea me gustó. Me pareció aristocrático eso de marcharse con las manos vacías, como si estuviéramos por encima de los objetos.

Por fin, papá se decidió a llamar a Eva y le dijo que no había moros en la costa y Eva se presentó en casa, entró con paso vacilante, más afectuosa y amable que nunca, y acompañó a papá hasta el coche. Me preguntó qué iba a hacer yo y tuve que decirle que quería irme con ella. Pero Eva no se echó atrás, como yo esperaba. Se limitó a decir:

—Muy bien, ve a recoger tus cosas. Venirte con nosotros va a ser estupendo. Nos lo vamos a pasar en grande, ¿a que sí?

De modo que cogí una veintena de discos, diez paquetes de té,
Trópico de Cáncer
,
En el camino
y las obras de Tennessee Williams, y me fui a vivir con Eva. Y con Charlie.

Aquella noche Eva me preparó un cuartito muy limpio para invitados. Antes de acostarme, fui a un cuarto de baño enorme que había junto al dormitorio de Eva y que nunca había visto. La bañera estaba en el centro, con su grifería antigua de latón. Había velas en todos sus bordes y, al lado, un viejo cubo de aluminio. Las estanterías de roble estaban abarrotadas de hileras y más hileras de lápices de labios y coloretes, desmaquilladores para ojos, cremas limpiadoras, hidratantes, lacas para el pelo, jabones cremosos para cutis suave, para pieles sensibles y pieles normales; jabones de envoltorios exóticos y preciosas cajas; había guisantes de olor en un tarro de mermelada y una huevera, y pétalos de rosa en platitos Wedgwood; y frascos de perfume, y algodón, y acondicionadores, y cintas para el pelo, y pasadores y champú. Era desconcertante: tantos cuidados para el cuerpo me repelían, y sin embargo representaban un mundo de sensualidad, de olores y sensaciones táctiles, de placeres y emociones que me excitó como una caricia inesperada mientras me desnudaba, encendía las velas y me metía en la bañera de aquella habitación de Eva.

Más tarde, aquella misma noche, Eva se presentó en mi habitación en quimono con una gran copa de champán y un libro. Le dije que parecía alegre y resplandeciente, lo que la hizo parecer más alegre y resplandeciente todavía. Me dije a mí mismo que los cumplidos eran herramientas muy útiles en el arte de la amistad, pero en su caso era la pura verdad.

—Gracias por decírmelo —me dijo—. Hace mucho tiempo que no soy feliz, pero creo que ahora voy a serlo.

—¿Qué es ese libro? —le pregunté.

—Voy a leer para ti, para enseñarte a apreciar el sonido de la buena prosa —me explicó— y porque, durante los próximos meses, vas a tener que leer para mí mientras me encargo de la cocina y de las tareas de la casa. Tienes buena voz y tu padre me ha dicho que le has comentado que quieres ser actor.

—Sí.

—Entonces, habrá que pensar en eso también.

Eva se sentó en el borde de la cama y empezó a leer en voz alta
El gigante egoísta
, con voces distintas para los diferentes personajes y una imitación del vicario relamido al final de aquella historia sentimental. No trató de hacer una gran actuación; sólo quería que supiera que con ella estaba a salvo, que la separación de mis padres no era lo peor que me había ocurrido en la vida y que tenía suficiente amor para todos nosotros. Se mostraba fuerte y segura de sí. Leyó durante un buen rato y yo estaba contento porque sabía que papá esperaba con impaciencia para tirársela otra vez aquella noche tan especial que, en realidad, era como su luna de miel. Se lo agradecí de todo corazón.

—Pero tú eres guapo —me dijo—, y a los guapos habría que darles todo cuanto les apetezca.

—¿Y los feos qué?

—Los feos… —Y sacó la lengua fuera—. Si son feos es sólo por su culpa. Hay que reprochárselo y no tenerles lástima.

Esa ocurrencia me hizo gracia, aunque también me recordó de dónde podía haber heredado Charlie tanta crueldad. Cuando Eva se hubo marchado y me quedé tumbado, por primera vez, bajo el mismo techo que Charlie, Eva y mi padre, pensé en la diferencia que existe entre la gente interesante y la gente agradable y en que no pueden ir siempre unidos. La gente interesante con la que uno quería estar tenía una manera de pensar insólita, con ellos las cosas se veían bajo una nueva luz y con ellos no existía ni el aburrimiento, ni la monotonía. Estaba impaciente por saber lo que Eva pensaba de todo, de Jamila —por ejemplo— y de su matrimonio con Changez. Quería conocer su opinión. Eva podía ser una snob, eso era evidente, pero cada vez que veía algo, escuchaba un fragmento de música o visitaba cualquier lugar, no me sentía satisfecho del todo hasta que Eva me lo descubría de nuevo bajo una perspectiva distinta. Lo abordaba todo desde ángulos inusitados y todo lo relacionaba. Luego estaba la gente agradable que no era interesante y cuya opinión a uno nunca le importaba. Como mamá, por ejemplo. Era gente buena, dócil, que merecía más amor. Y, sin embargo, eran las personas interesantes como Eva, con aquella faceta dura y atractiva, las que acababan llevándoselo todo, y con mi padre en la cama.

Cuando papá se fue a vivir con Eva, y Jamila y Changez se instalaron en su nuevo apartamento, de pronto tuve cinco sitios donde vivir: con mamá en casa de tía Jean; en nuestra casa vacía; con papá y Eva; con Anwar y Jeeta, o con Changez y Jamila. Dejé de ir a la escuela cuando Charlie la dejó, y Eva se encargó de matricularme en un colegio para que terminara los estudios. De pronto el colegio se me antojó lo mejor que me había ocurrido en mi vida.

Los profesores se confundían con los alumnos y todo el mundo tenía los mismos derechos —ja, ja—, aunque yo siempre me ponía en evidencia con mi manía de llamar a los profesores señor y a las profesoras señorita. Además, era la primera vez que había chicas en mi clase y me encontré con una pandilla de mujeres terribles. Para ellas, lo de la inocencia estaba requetemuerto. Se pasaban el día burlándose de mí, no sé por qué. Supongo que me consideraban un inmaduro. Al fin y al cabo, hacía relativamente poco que había dejado lo de repartir periódicos y no hacía más que oírlas comentar montones de cosas de las que no había oído hablar en mi vida: abortos, heroína, Sylvia Plath, prostitución… Eran chicas de clase media, pero habían roto amarras con sus familias. Siempre se estaban tocando las unas a las otras, se acostaban con los profesores y les pedían dinero para drogas. Se preocupaban muy poco de sí mismas y andaban siempre ingresando y saliendo de los hospitales por tratamientos de desintoxicación, sobredosis y abortos. Trataban de echarse una mano mutuamente y, a veces, hasta me la echaban a mí. Me consideraban un chico dulce, mono, guapo y todo eso y me gustaba. Me gustaba todo porque, por primera vez en mi vida, estaba solo y llevaba una vida errante.

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