El buda de los suburbios (35 page)

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Authors: Hanif Kureishi

Tags: #Humor, Relato

Aprovechando que Marlene tenía hierba, nos liamos un porro después de cenar, y estábamos fumando cuando entró Percy, el hijo de Pyke, un chico de aspecto pálido y taciturno, de pelo rapado, que llevaba pendientes y una ropa asquerosa, demasiado torpe y desaliñado para ser otra cosa que un pimpollo de la burguesía liberal. Sintonicé las antenas Terry temblando de emoción.

—Por cierto —dijo Pyke, dirigiéndose al chico—, ¿sabes a quién tiene Karim por hermanastro? A Charlie Hero.

El chico pareció resucitar de repente. Empezó a menear el cuerpo y a hacer preguntas sin parar. Saltaba a la vista que era más vivaz que su padre.

—Hero es mi héroe. ¿Cómo es?

Le hice un retrato sucinto de Charlie. Pero no podía decepcionar a Terry. Aquélla era mi oportunidad.

—¿A qué escuela vas?

—A la Westminster y es una mierda.

—¿Ah, sí? Llena de los típicos pijillos de escuela privada, supongo.

—Llena de los típicos listillos de los cojones que tienen padres que trabajan en la BBC. Yo quería ir a una escuela normal, pero esos dos no me dejaron.

Y dicho esto se marchó del salón. Durante el resto de la noche tuvimos que oír la versión amortiguada del primer álbum de los Condemned, «The Bride of Christ», una y otra vez. Cuando Percy se hubo marchado, dirigí a Pyke y a Marlene una mirada cargada de intención, con la que pretendía decirles algo así como: «Habéis traicionado a la clase trabajadora», pero no parecieron darse por enterados. Estaban los dos ahí, sentados, fumando, con cara de estar muertos de aburrimiento, como si la cena hubiera durado una eternidad y ya nada fuera capaz de despertar su interés o, lo que es más importante, de excitarles.

De pronto, sin embargo, Pyke se puso de pie, se fue hasta el otro extremo de la habitación y, después de abrir las puertas que daban al jardín de par en par, se volvió y con un movimiento de cabeza hizo un gesto a Eleanor, que estaba hablando con Marlene. Eleanor, entonces, dejó la conversación al momento, se puso de pie de un salto y salió al jardín con un caminar ligero siguiendo los pasos de Pyke. Marlene y yo nos quedamos sentados. Como las puertas del jardín estaban abiertas, el salón se enfrió enseguida, pero el aire tenía un sabor dulzón, como si la tierra tuviera perfumado el aliento. ¿Qué debían de estar haciendo ahí fuera? Marlene se comportaba como si nada hubiera ocurrido. Después de servirse otra copa, vino a sentarse a mi lado. Me pasó el brazo por los hombros, cosa que yo hice lo posible por ignorar, aunque me daba cuenta de que estaba tenso mientras respondía a sus preguntas. Al verla tan pendiente de mí, empecé a pensar que debía de parecerle una persona maravillosa. Sin embargo, en primer lugar tenía algo que averiguar, algo que yo sabía podía aclararme.

—Marlene, ¿te importaría decirme una cosa que nadie se ha atrevido a contarme? ¿Podrías decirme qué le ocurrió al novio de Eleanor, Gene?

Marlene me miró con lástima, pero también con cierta incredulidad.

—¿Seguro que nadie te lo ha contado?

—Marlene, si de algo estoy seguro es de que nadie me ha dicho una palabra. ¡Pero si me estoy volviendo loco, te lo juro! Todo el mundo se comporta como si fuera un secreto de Estado y nadie dice nada. Me siento como un imbécil.

—No es un secreto, lo que ocurre es que Eleanor no lo ha superado y todavía es muy doloroso para ella, ¿lo entiendes? Gene —dijo, acercándose más a mí— era un joven actor antillano. Tenía mucho talento, era sensible, delgado, amable y sensual, y tenía una cara preciosa. La poesía le gustaba muchísimo y en las fiestas solía recitar poemas en voz alta maravillosamente. Pero su auténtica especialidad era la música africana. Trabajó con Matthew una vez, hace ya mucho tiempo, y Matthew siempre dice que era el mejor mimo que ha visto jamás, pero que nunca le dieron la oportunidad que se merecía. Llegó incluso a dedicarse a vaciar orinales en seriales sobre hospitales. Siempre le daban papeles de delincuente o de taxista y nunca pudo interpretar a Chéjov, Ibsen o Shakespeare, y eso que se lo merecía. En realidad, era mejor que muchos; así que no es de extrañar que estuviera furioso. La policía se lo llevaba cada dos por tres y le sometía a interrogatorios tormentosos. Los taxis nunca le paraban. Le decían que no había mesa en restaurantes vacíos. Vivía en un mundo espantoso en la agradable y vieja Inglaterra. Hasta que un día no consiguió entrar en una gran compañía de teatro y no pudo soportarlo más. Perdió la cabeza y se tomó una sobredosis. Eleanor estaba trabajando y, al regresar a casa, se lo encontró ya muerto. Era tan joven entonces…

—Ya.

—Eso es todo.

Marlene y yo nos quedamos sentados sin movernos un rato. Yo pensaba en Gene y en lo que debía de haber pasado, en lo que le habían hecho y en lo que había permitido que le hicieran. De pronto me di cuenta de que Marlene me miraba fijamente.

—¿Me das un besito? —me propuso, al cabo de un rato, rozándome apenas la cara con una caricia.

Me aterroricé.

—¿Qué?

—Sólo un besito para empezar, para ver qué tal nos llevamos. ¿Te he escandalizado?

—Bueno, un poco… es que había entendido «hijito».

—Quizá más adelante, pero de momento.

Marlene acercó su cara a la mía. Tenía arrugas alrededor de los ojos: era la persona más vieja a la que había besado jamás. Cuando nos separamos bebí un sorbo de champán y Marlene subió los brazos en alto en un gesto teatral, como un atleta que celebra la victoria, y se quitó el vestido. Tenía un cuerpo esbelto y bronceado y, cuando lo toqué, me quedé sorprendido al advertir un calor insólito, como si la hubieran tostado ligeramente. Eso me excitó, y con la excitación vino esa pizca de afecto que necesitaba, aunque más que nada estaba asustado y me encantaba estar asustado.

La hierba me dejaba amodorrado y adormecía las sensaciones y la capacidad de reacción. No sé por qué, pero los porros de hierba me retrotrajeron a los suburbios, a la casa de Eva en Beckenham, a la noche en que llevaba pantalones acampanados de terciopelo y papá no sabía el camino; a la noche en que lo llevé al Three Tuns y Kevin Ayers estaba tocando, y todos esos amigos a los que adoraba estaban de pie junto a la barra después de haberse pasado horas y horas en sus dormitorios respectivos acicalándose para la noche, esperando ese gran momento en que un par de ojos conocedores iban a observar su atuendo con detenimiento. Luego estaba Charlie sentado en lo alto de la escalera impecablemente vestido, mirando, simplemente. Y enseguida aparecieron esos ejecutivos de publicidad que meditaban, mientras yo serpenteaba por el césped hasta encontrar a mi padre sentado en un banco del jardín y a Eva sentada encima de él con el pelo alborotado. Y entonces fui a ver a Charlie buscando consuelo. Ahora su disco sonaba y sonaba en el piso de arriba y Charlie era famoso y admirado y yo era actor en un espectáculo de Londres, y me codeaba con gente elegantísima y frecuentaba casas magníficas como aquélla, y ellos me aceptaban, nunca invitaban a nadie más y estaban impacientes por hacer el amor conmigo. Pero también estaba mi madre temblando de pena con el corazón destrozado por el engaño y el final de nuestra vida familiar y todo lo que empezaba de nuevo esa noche. Y Gene estaba muerto. Se sabía poemas de memoria y estaba resentido y no encontraba empleo… Me habría gustado haberle conocido y verle la cara. ¿Cómo iba yo a poder suplantarle ante los ojos de Eleanor?

Cuando me incorporé tuve que hacer un verdadero esfuerzo para recordar dónde estaba. Me sentía como si alguien acabara de apagar las luces dentro de mi cabeza. Con todo, me pareció distinguir a una pareja al otro extremo del salón, bañada únicamente por la luz procedente del vestíbulo. Junto a la puerta reconocí a la chica irlandesa, que estaba ahí como si la hubieran invitado a observar a aquella pareja de desconocidos que se besaba y acariciaba. El hombre estaba empujando a la mujer hacia el sofá. Por alguna razón, ella se había quitado el traje negro y la camisa roja, y era una verdadera pena porque estaba preciosa vestida así.

Marlene y yo caímos rodando al suelo. Ya se la había metido, así que había tenido ocasión de notar sensaciones de lo más curiosas, como por ejemplo, aquellos músculos fuertísimos que tenía en la vagina y que utilizaba para estrujarme la polla con tanta profesionalidad como mis meñiques. Cuando quería impedir que me moviera dentro de ella no tenía más que recurrir a esos músculos y ya me tenía cautivo de por vida.

Cuando volví a alzar la mirada, la pareja ya se había separado y el cuerpo de Pyke avanzaba hacia mí con su erección, como un camión que avanza con la grúa preparada.

—Parece divertido —dijo.

—Sí, es…

Pero antes de que tuviera tiempo de terminar la frase, el director teatral más interesante y radical de Inglaterra me estaba metiendo la polla entre los labios. Aunque me daba perfecta cuenta del privilegio que suponía, no me gustó: me pareció una imposición. Podía habérmelo pedido como es debido. Por eso le di un buen apretón a la verga al estilo del sur de Londres —ni malicioso, ni demasiado fuerte como para arriesgarme a que me recortaran el papel en el espectáculo—, pero lo suficiente para hacerle dar un respingo. Cuando alcé los ojos para comprobar su reacción le vi murmurar con aprobación. Afortunadamente, Pyke acabó por alejarse de mi cara. Al parecer, algo importante estaba ocurriendo y atrajo su atención hacia otro lugar.

Eleanor se acercó a Pyke y se abalanzó sobre él con pasión frenética, como si en aquel momento Pyke fuera para ella lo más preciado, como si acabara de enterarse de que tenía un mensaje importantísimo que darle. Tomó la cabeza de Pyke entre sus manos como si fuera un jarrón delicadísimo y le besó atrayendo aquellos labios un tanto fruncidos hacia sí, del mismo modo en que aquella mañana, mientras comíamos pomelo en el salón de su piso, había atraído mi rostro hacia el suyo con aquel gesto instintivo. Pyke tenía la mano entre sus piernas y los dedos dentro de ella hasta los nudillos y, mientras los iba moviendo, ella le hablaba con una voz embriagadora. Agucé el oído para no perderme ni una palabra y, para mi tristeza, oí cómo Eleanor le susurraba lo mucho que deseaba hacer el amor con él, lo mucho que lo había deseado siempre, desde la primera vez que el había despertado su admiración y luego ella le había reconocido en el vestíbulo del teatro —¿Era el ICA? ¿O sería el Royal Court? ¿O quizá fuera el Open Space o el Almost Free o el Bush?—. En cualquier caso y a pesar de lo mucho que siempre lo había deseado, su renombre, talento y status la intimidaban demasiado como para acercársele. Por fin, sin embargo, había conseguido llegar a conocerle tal y como siempre había querido.

Aquello tenía a Marlene embelesada y no dejaba de dar vueltas a su alrededor para poder verlo mejor.

—Oh, sí, sí —decía—. ¡Es tan bonito, tan bonito! ¡Apenas puedo creerlo!

—¡Cállate! —soltó de pronto Pyke, con brusquedad.

—¡Pero es que es increíble! —insistió Marlene—. ¿No crees, Karim?

—Es increíble, sí —dije.

Aquello distrajo a Eleanor, porque me miró con ojos soñadores y luego se volvió hacia Pyke, le retiró los dedos de la vagina y me los metió en la boca.

—No vas a permitir que sólo yo lo pase bien. Por favor, ¿por qué no os tocáis? —le propuso a Pyke con tono suplicante.

Marlene asintió con entusiasmo ante una sugerencia tan constructiva.

—¿Vale? —insistió Eleanor.

Sin embargo, hablar con los dedos de Pyke en la boca me resultaba un tanto difícil.

—Vale, vale —dijo Marlene.

—Tranquilízate —le recomendó Pyke.

—Estoy muy tranquila —repuso Marlene, que además estaba borracha.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Pyke dirigiéndose a Eleanor—. ¡Ya está otra vez cachonda Marlene!

Marlene se dejó caer en el sofá, desnuda, con las piernas abiertas.

—¡Podemos hacer tantas cosas, esta noche…! —exclamó—. Tenemos horas y horas de placeres sin límites por delante. Podemos hacer lo que nos apetezca. En realidad, acabamos de empezar. Pero permitidme que os refresque las copas antes de ponernos manos a la obra. Karim, quisiera que me metieras unos cubitos de hielo en la vagina, ¿te importaría ir a la nevera a buscarlos?

14

Estaba en mi estado habitual: sin un céntimo. Y la situación llegó a ser tan desesperada que tuve que ponerme a trabajar. Nos encontrábamos en pleno período de descanso, que iba a prolongarse unas semanas y a permitir que Louise tratara de construir una obra coherente a partir de las improvisaciones y personajes que habíamos ido creando. El proceso de elaboración de cualquiera de los espectáculos de Pyke suponía meses y meses de trabajo. Habíamos empezado a principios de verano y ya estábamos en otoño. Aunque, de todos modos, Pyke se había marchado a Boston a dar clases.

—Trabajaremos en ello tanto como sea necesario —dijo—. Lo que cuenta es el proceso y no el resultado.

Durante este paréntesis de espera, en lugar de irme de vacaciones como Carol, Tracey o Richard, empecé a colaborar en la transformación del piso con mi trabajo de encargado de la carretilla, como solía llamarlo Eva. Un tanto a regañadientes, empecé a tener que cargar los escombros yo mismo. Era un trabajo muy duro y asqueroso, de modo que me quedé estupefacto la noche en que, de pronto, Eleanor me dijo que le gustaría que hiciéramos mi trabajo a medias.

—Por favor —me pidió—. Tengo que salir de esta casa. Si estoy aquí empiezo a pensar.

Como no quería que Eleanor pensara y me apetecía tenerla lo más cerca posible desde aquel episodio con Pyke (que nunca comentamos), fui a pedirle a Eva que contratara también a Eleanor.

—Pero tendrá que cobrar lo mismo que yo, eso por descontado. Al fin y al cabo, somos una cooperativa —le dije.

A esas alturas, Eva se había vuelto ya más perspicaz en todos los sentidos. Empezaba a estar tan organizada como un director administrativo y hasta caminaba más deprisa, se arreglaba más y se mostraba más tajante. Había listas para todo. Las veleidades místicas habían dejado de entorpecer el método a seguir a la hora de vaciar un piso, por ejemplo. Tener instinto estético no era lo mismo que no tener en cuenta el aspecto práctico. Eva hablaba siempre con franqueza y sin rodeos, cosa que asustaba a más de uno, especialmente a los fontaneros, para los que aquello era totalmente nuevo. Nunca habían tenido que vérselas con nadie que les soltara cosas como: ¿Podría hacer el favor de explicarme por qué ha convertido en un estropicio un trabajo tan sencillo como éste? ¿Quiere ser un chapucero toda su vida? ¿Su trabajo siempre es tan deficiente?» Por el mero hecho de ser la madre de Charlie se había ganado cierto prestigio. Habían aparecido ya dos entrevistas suyas en suplementos dominicales de la prensa.

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