El buda de los suburbios (36 page)

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Authors: Hanif Kureishi

Tags: #Humor, Relato

Ahora se mostraba desdeñosa conmigo.

—No puedo permitirme el lujo de contratar a Eleanor. Además, tú me dijiste que está loca —se justificó.

—Y tú también lo estás.

—Los actores son siempre una compañía muy amena, Karim, siempre están hablando con voces graciosas o haciendo imitaciones divertidas. Pero no tienen personalidad.

—Pues yo soy actor, Eva.

—Ay, sí, es verdad, eres actor. Pero yo no te considero como tal.

—¿Qué has dicho?

—No pongas esa cara tan seria, cielito. Lo único que quiero decirte es que no tienes por qué abalanzarte sobre la primera mujer que se te abre de piernas.

—¡Eva!

Desde
El libro de la selva de los negritos
había aprendido a defenderme, aunque enfrentarme a Eva me costaba un tremendo esfuerzo. Y, a pesar de que no quería poner a mi nueva mamá entre la espada y la pared, acabé por decirle:

—Eva, no pienso trabajar para ti si no contratas también a Eleanor.

—Está bien, si insistes, trato hecho. Vais a cobrar lo mismo, salvo que ahora el sueldo va a reducirse en un veinticinco por ciento.

Así que Eleanor y yo hacíamos todo el asqueroso trabajo en aquel gran salón lleno de polvo de cal y yeso, dejábamos la casa hecha papilla y amontonábamos el pasado hasta formar montañas como volcanes en los contenedores de fuera. Eva también andaba muy atareada. Le habían encargado la reforma del piso de un productor de televisión que estaba en Estados Unidos. Para Ted y Eva era el primer gran encargo fuera de casa, así que Eleanor y yo nos quedábamos en nuestra casa trabajando, mientras Eva y Ted estaban en el piso de Maida Vale estudiando los planos. Eva y papá se quedaban a dormir allí y hasta yo lo hacía algunas veces.

Mientras trabajábamos, Eleanor y yo escuchábamos canciones de los nuevos grupos —The Clash, Generation X, The Condemned, The Adverts, The Pretenders y The Only Ones—, bebíamos vino y comíamos salchichas con cebolla condimentadas con mostaza. Al finalizar la jornada de trabajo, cogíamos el 28 hasta Notting Hill y nos sentábamos siempre en las primeras filas del piso de arriba mientras el autobús se abría camino entre el tráfico de Kensington High Street. Yo me dedicaba a mirar las piernas de las secretarias del piso de abajo, mientras Eleanor repasaba el
Evening News
y seleccionaba la obra que íbamos a ver esa noche. Al llegar a su casa nos duchábamos, nos poníamos agua azucarada en el pelo para tener el aspecto de puercoespines y nos vestíamos con ropa de color negro. A veces hasta me hacía la raya en los ojos o llevaba esmalte de uñas. Cuando estábamos listos nos íbamos al Bush, una habitación minúscula encima de un pub de Sheperd's Bush, un teatro tan diminuto que la gente que estaba en primera fila no tenía otro remedio que poner los pies encima del escenario. En el famoso Royal Court Theatre de Sloane Square las butacas eran más cómodas y elegantes y las obras que tenían en cartel ponían la carne de gallina: Caryl Churchill y Sam Shepard. A veces nos dejábamos caer por el Royal Shakespeare Company's Warehouse, en aquel Covent Garden oscuro y ruinoso, y nos sentábamos entre estudiantes, norteamericanos e intelectuales que venían del norte de Londres. Y mientras uno se castigaba las nalgas con el suplicio de las sillas metálicas o de plástico, no apartaba los ojos de unas tablas de madera grisáceas y de un escenario reducido a su mínima expresión: quizá cuatro sillas y una mesa de cocina entre un panorama de escombros y de cascos rotos de botellas, un mundo en ebullición con humo de hielo seco flotando por encima de las cabezas de un público medio asfixiado. En otras palabras: Londres. Los actores iban vestidos como nosotros, sólo que con ropa más cara. Las funciones duraban tres horas, eran sumamente caóticas y abundaban en imágenes anárquicas y provocadoras. Todos los dramaturgos parecían dar por sentado que Inglaterra, con esa clase trabajadora que no era más que escoria, fracasados de nariz amoratada y animales alimentados con máquinas tragaperras, pornografía y platos preparados, se estaba desmoronando e iba a desembocar en una lucha de clases definitiva. Eso no eran más que fantasías de ciencia ficción de chicos educados en Oxford que nunca se asomaban a la calle, pero a los burgueses les encantaba.

Eleanor siempre salía de estos espectáculos exaltada y parlanchina. Era la clase de teatro que le gustaba: ahí era donde quería trabajar. Por lo general, solía encontrarse a algún amigo entre el público, o reconocía a alguien en el escenario, y yo siempre le preguntaba con cuántos se había acostado. Cualquiera que fuese el número o la obra, el mero hecho de estar sentado junto a ella en aquella cálida oscuridad me provocaba invariablemente una erección, y en el entreacto solía quitarse las medias para que pudiera tocarla como ella quería.

Esos fueron los mejores días: cuando me despertaba y encontraba a Eleanor a mi lado cálida como un pastel y, a veces, con un charquito de sudor en el pecho que parecía haberse ido formando mientras dormía. Recuerdo a mi padre en una de las fiestas de tía Jean decir al alcalde medio borracho —mientras mamá se zampaba casi un pastel entero del tamaño de un sombrero de puro nerviosa—: «A nosotros los pequeños indios nos encantan las mujeres blancas rellenitas y de muslos prietos.» Quizá pretendía convertir en realidad los sueños de papá cuando me abrazaba a las carnes de Eleanor, o cuando las palmas de mis manos recorrían todo su cuerpo como una caricia, o cuando la despertaba a besos y le lamía el coño apenas abría los ojos. Medio adormilados todavía, solíamos hacer el amor, pero a veces me venían a la cabeza imágenes inquietantes. Ahí estábamos los dos, una pareja tierna y apasionada, pero a la hora de alcanzar el orgasmo acababa siempre preguntándome qué clase de monstruos serían los hombres que en momentos de unión semejante tenían que pensar en violaciones, matanzas, torturas y destripamientos. Me asaltaban fantasmas y no podía quitarme de la cabeza el presentimiento de que iban a ocurrir cosas espantosas.

Cuando Eleanor y yo terminamos de vaciar el apartamento —y antes de que Ted y Eva empezaran las obras— pasé algunos ratos con Jeeta y Jamila. Lo único que pretendía era trabajar en la tienda por las tardes para ganar un poco de dinero, pero no me apetecía en absoluto verme mezclado en una trifulca seria. Sin embargo, las cosas habían cambiado muchísimo.

Tío Anwar ya no pegaba ojo. Por las noches, solía quedarse sentado en el borde de su silla y, mientras fumaba y tomaba bebidas muy poco islámicas, se abandonaba a cavilaciones funestas y soñaba con otros países, casas perdidas, madres y playas. Ya no trabajaba en la tienda ni le apetecía emplearse en algo tan gratificante como pillar a ladronzuelos de tienda. A menudo, cuando pasaba por la tienda para ver a su madre antes de irse a trabajar por las mañanas, Jamila se encontraba a su padre borracho, tendido en el suelo, sumido en una tristeza inconmensurable. La huelga de hambre no le había ayudado precisamente a congraciarse con su familia, y ya nadie se ocupaba de él, ni le preguntaba por el estado de su aquejado corazón. «Enterradme en la fosa común. Estoy acabado, Karim», me decía. «Salta a la vista, tío», respondía yo. Y a medida que Anwar iba de capa caída, la princesa Jeeta se iba volviendo más fuerte y voluntariosa y hasta la nariz parecía habérsele transformado en un garfio de hierro con el que izar cajas y cajas de carne enlatada. Lo dejaba tirado en el suelo, borracho, e incluso se restregaba los pies en él al pasar para ir a subir la reja metálica que daba acceso a su reino de verduras.

Así que era Jamila la que tenía que recogerle y volverle a colocar en su silla, pero nunca se dirigían la palabra, y se miraban con un amor entre furioso y perplejo.

Empecé a darme cuenta de que la desdicha de Anwar no era únicamente fruto de sus actos. En realidad, había una ofensiva en toda regla organizada contra él. Desde que intentara morir de inanición por primera vez, la princesa Jeeta estaba intentando matar a su marido de inanición a su manera, de un modo sutil paso a paso. Las privaciones que le infligía eran muy concretas pero prácticamente intangibles. Le dirigía la palabra, por ejemplo, pero sólo muy de tarde en tarde, y procuraba no reírse. Anwar empezó a padecer así una desnutrición fruto de esa seriedad sin matices. Si nunca se bromea con alguien, ese alguien acaba por contraer una carencia endémica de entusiasmo. Jeeta seguía cocinando para él, como de costumbre, pero sólo platos muy sencillos, siempre los mismos, que solía servirle mucho más tarde de la hora habitual, cuando ya estaba durmiendo o a punto de rezar. Y la comida estaba especialmente pensada para originar un buen estreñimiento. Los días iban pasando sin esperanza de mejoría.

«Estoy relleno de mierda —me dijo Anwar—. Me siento como si estuviera hecho de hormigón. La mierda me tapona las orejas, chaval. No me deja respirar por la nariz y hasta me rezuma por los poros de la piel.»

Cuando comentó a Jeeta el problema del estreñimiento, ella no le dijo nada, pero el menú cambió ese mismo día. El estómago se le alivió por fin, ¡pero de qué modo! Durante semanas y semanas, la mierda de Anwar no rozó siquiera las paredes de la taza del inodoro: habría pasado por el ojo de una aguja. La princesa Jeeta seguía pidiendo consejo al experto Anwar, pero sólo cuando se trataba de nimiedades, como por ejemplo si creía conveniente o no abastecerse de crema de leche agria. (A lo que Anwar repuso que no, puesto que, al fin y al cabo, la crema que ellos vendían solía agriarse.) Un buen día, tres hombres que Jeeta había contratado se presentaron en la tienda y arrancaron de cuajo todo el bloque central de estanterías, con lo cual los Almacenes Paraíso ganaron muchísimo espacio. A continuación, esos mismos hombres instalaron tres congeladores bajos y estrechos, capaces de almacenar grandes cantidades de alimentos congelados y refrigerados —crema de leche agria incluida—, pero Jeeta no quiso poner a Anwar al corriente de aquella innovación hasta que fue un hecho consumado. Al bajar a la tienda y ver semejante transformación, debió de pensar que iba a volverse loco de remate.

Una vez a la semana, por lo menos, la princesa Jeeta soltaba algún que otro comentario desdeñoso a propósito de Changez. Y al levantar una caja, decía: «Un buen yerno no dejaría este trabajo a una pobre vieja.» Otras veces procuraba que Anwar se fijara en toda clase de niños y bebés y ella los besaba y regalaba comida a sus madres, pues ya no iba a tener nietecitos después de la astucia que el lince del hermano de Anwar en Bombay había demostrado a la hora de elegirle yerno. Para empeorar todavía más las cosas, de vez en cuando Jeeta se pasaba la mañana entera siendo amable, cariñosa y atenta con Anwar, pero, tan pronto como un esbozo de sonrisa se asomaba a los labios del marido, volvía a ignorarle durante una semana entera, hasta que Anwar perdía toda noción de dónde estaba y de lo que le ocurría.

Un buen día, de regreso de la mezquita, sumido en su mar de dolor de costumbre, a Anwar le pareció ver a alguien que a duras penas reconoció, pues era mucho el tiempo que había pasado desde la última vez que le había visto (y mucho lo que había engordado el individuo en cuestión), aunque mentalmente, mataba su imagen a pedradas todos los días y se refería a él delante de mí como al «gilipollas del calvo ése, inútil y tullido». Era Changez en persona, que había salido de compras con Shinko, uno de sus pasatiempos favoritos. Habían ido ya al mercadillo de libros y al sex-shop más grande de Catford, La Antesala del Amor, y Changez llevaba un paquetito marrón bajo el brazo bueno que contenía los artículos de más reciente adquisición en materia de lujuria: unas braguitas rojas con una raja por detrás, medias y liguero, revistas con títulos como
Openings for Gentlemen
o
Citizen Cane
y, la compra regia, un enorme pene rosado y nudoso que, a modo de recompensa, tenía la intención de incrustar en la puerta de jade de Shinko mientras ella gritaba: «¡Jódemejódemejódeme-grandullóngrandullóngrandullón!»

Aquel día inolvidable, Shinko iba cargada con una piña y un pomelo, que se habría comido con gusto a la hora del té de no haberse alejado rodando por la calle al poco rato para caer y pudrirse en las alcantarillas. Mientras caminaban tranquilamente bajo la llovizna inglesa, Changez y Shinko, locuaces y pausados, hablaban de sus patrias respectivas, India y Japón, que añoraban desesperadamente, pero nunca lo suficiente para coger un avión y quedarse allí. Y Changez, ¡si lo conocía yo!, debía de irse metiendo con todos los indios o paquistaníes con que se cruzaba. «Menuda escoria», diría en voz alta, deteniéndose para señalar a uno de sus compatriotas… Un camarero, quizá, que llegaba tarde al trabajo o un viejecito que se dirigía paso a paso al centro especializado en el cuidado de ancianos o, mejor todavía, un grupo de sikhs que iban a ver a su contable. «Tienen alma, eso es verdad, pero la razón por la cual existe este racismo tan malsano es porque son sucios, vulgares y maleducados. Y luego llevan ropa que para los ingleses resulta extrañísima, turbantes y demás. ¡Si de verdad quieren que les acepten tendrían que adoptar las costumbres de los ingleses y olvidarse de sus cochambrosos pueblecitos! Tienen que decidir si quieren quedarse aquí o allí. ¡Mira si no dónde estoy yo! ¿Y puede saberse por qué no mira a los ingleses a los ojos el sodomita ése? ¡No me sorprende que luego los ingleses arremetan a golpetazo limpio con él!»

De pronto se oyó un alarido que retumbó por todo Lewisham, Catford y Bromley. Changez, en plena diatriba y con los Hush Puppies desabrochados, se volvió con tanta agilidad como pudo —es decir, con ninguna— en una maniobra parecida a la de un camión en un callejón sin salida. Con todo, cuando hubo completado el giro de ciento ochenta grados, vio que su suegro, el hombre que lo había traído a Inglaterra, a Shinko, a Karim, a su cama plegable y a Harold Robbins, se acercaba a él arrastrando los pies y enarbolando su bastón mientras las imprecaciones salían atropelladas de su boca como una jauría de perros enloquecidos. Changez advirtió enseguida que aquellos perros de colmillos afilados no eran meras advertencias o amenazas vanas. No; el suegro que se había llevado una desilusión tenía en mente partir la cabeza a su yerno sin dilaciones… y, lo más probable, de un solo golpe definitivo. Shinko se quedó pasmada al ver que Changez no perdía los estribos. (Y en ese preciso instante nació su amor por él.)

Cuando Anwar descargó el bastón contra él con un chasquido, Changez tuvo el tiempo justo para hacerse a un lado, rasgar el envoltorio del nudoso consolador y, con un grito de guerrero musulmán —al menos, Shinko me aseguró que era un grito musulmán, aunque ¿cómo iba a saberlo?—, le propinó con él un buen mamporro en la cabeza. El tío Anwar, que había abandonado la India para alojarse en Old Kent Road con un dentista, para discutir y apostar, para amasar una fortuna y poder construir una casa como la de Juhu Beach del abuelo al regresar a su patria, en todos esos años no podía haberse imaginado que algún día un consolador iba a dejarle inconsciente. Ningún adivino se lo había predicho y, aunque Kipling había escrito ya «a cada cual sus temores», ése no era uno de ellos.

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