El caballero Galen (3 page)

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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

De la segunda ocasión hacía más tiempo. Según afirmaban algunos, nunca se había producido. El propio Brandon mantenía que sólo había fallado una vez en su vida, aunque otros aseguraban que eran dos los yerros.

Mirando a sir Brandon, Enid tuvo que admitir que, dadas las peculiaridades de su propio padre y de aquel lejano pariente, no era ella la más adecuada para acusar de rarezas a los Pathwarden. Aunque no tenía nada que objetar respecto de sir Brandon, éste parecía un poco engreído. No había nada malo en utilizar las arcaicas formas de tratamiento, ni en la compleja serie de saludos que los Caballeros de Solamnia de la vieja escuela se dedicaban unos a otros, salvo que ninguno de los demás caballeros consideraba necesario mantener todo el complicado ritual, y la mayoría de los jóvenes había olvidado la costumbre de hacer las debidas reverencias, si es que alguna vez la habían aprendido.

Brandon, por su parte, vivía para la historia y el ceremonial de la Orden. La primera noche de su estancia en el Castillo Di Caela los había aburrido a todos con sus formalidades y normas de la etiqueta. Y otro tanto había ocurrido a la mañana siguiente.

Desde luego, el muchacho se sabía de memoria todas las leyendas referentes a los diversos caballeros, porque a lo largo de un interminable y tedioso desayuno le había hablado a Enid de la mitad de ellos, charlando sin cesar sobre Huma y Vinas Solamnus, mientras Dannelle, prima de Enid, permanecía detrás de él y, a la vez que servía el té, hacía muecas por encima de los hombros del joven.

Brandon había continuado con su relato, mareando con su verborrea a los presentes, hasta que el propio Bayard desapareció en los oscuros corredores para no tener que aguantarlo más.

Finalmente fue sir Robert quien hizo callar al chico preguntándole si era el nuevo maestro de danza.

Menos mal que al padre de Enid se le había ocurrido eso antes de que llegasen los demás huéspedes, ya que sir Andrew habría propinado una paliza al joven por su «maldita afectación, tan propia de las gentes del este».

Ahora, Brandon permanecía sentado muy sumiso a la mesa principal, serio y triste a pesar de su conversación y del vivo color de su túnica y del brillo de su peto.

Parecía un capellán de castillo sin religión.

Había sido colocado lo más lejos posible de sir Robert Di Caela (quien, según se rumoreaba, había murmurado amenazas contra la vida del novato caballero). Brandon, por su parte, estaba entregado a una amplia discusión sobre conocimientos históricos con Gileandos, el tutor de la familia Pathwarden; el mismo Gileandos a quien sir Robert había llamado un día «el loco más culto del planeta». Enid procuraba no escuchar lo que decían, pero Gileandos había perdido gran parte de su oído en un accidente sufrido el año anterior, cuando un alambique le había estallado demasiado cerca de la oreja izquierda, de modo que tanto él como Brandon hablaban en voz muy alta. Su conversación era abstrusa, casi propia de gnomos, y trataba de las poco conocidas hazañas de los grandes Caballeros Solámnicos del pasado, de las propiedades mágicas de sus armas, de las piezas con que se protegían el cuerpo y de las esferas, bastones y varillas de virtudes encontradas en el camino.

Por lo visto, Brandon necesitaba retroceder mil años en la historia para hallar una magia en la que creyera.

Sin embargo, el joven caballero estaba demasiado dispuesto a dar crédito a todas las tonterías de Gileandos, que ya había hecho considerables progresos con la garrafa de vino que tenía a mano. Según decían, Gileandos justificaba los grandes vendavales procedentes de las montañas Vingaard como «una inclemencia atmosférica completamente natural: la liberación del calor hacia las altas regiones donde, en reacción contra el gélido aire imperante encima del límite de la vegetación arbórea, produce las... urgencias a las que ahora tenemos que hacer frente».

Enid no había prestado gran atención a la instrucción científica recibida de niña, pero recordaba lo suficiente respecto de la predicción del tiempo —aprendida simplemente de la organización de las partidas de caza de su padre— para darse cuenta de que Gileandos no era más que un imbécil.

Porque había que ser imbécil para buscar el fondo del misterio en las montañas, como si cualquier explicación, por absurda que fuera, pudiese proteger a la gente de un inconcebible peligro.

La dama conocía la vieja historia de que la magia se hereda, de que un niño nace con el don de la clarividencia, con un oído para el lenguaje de las plantas o con la capacidad de hacer hervir el agua o de hacer caer del aire a un pájaro, y se preguntaba si tal magia heredada se debilitaba de una generación a la siguiente. Eso aclararía muchas cosas si, por ejemplo, a cada familia le era concedida cierta medida de poder mágico que se diluía o reducía al pasar del padre al hijo o del tío al sobrino. Al cabo de un tiempo cesaría de existir, se agotaría, y los descendientes ya no tendrían visiones.

No obstante, existía también el joven que iba a ser nombrado caballero aquella noche, y que prometía mucho a pesar de su tendencia a la obstinación y a las fantasías. «De vez en cuando
existen
las visiones —se dijo Enid—, aunque por lo general se producen en donde menos se esperan y, en ocasiones, entre aquellas personas que, en opinión de la tradicional Orden Solámnica, sería preferible que no las tuvieran.»

De toda la gente sobria diseminada por el salón, sólo había un hombre que no se mostraba inquieto, uno al que no descentraban el paso del tiempo y la ociosidad.

Eso, al menos, creía Enid.

A la izquierda de sir Brandon se hallaba sentado sir Ramiro de Maw, el «tío» Ramiro a quien Enid quería tanto, atento ahora a su oporto y al faisán mientras hacía la corte a Dannelle Di Caela, prima de Enid, quien sin duda tenía otras cosas en la cabeza. Porque el joven a quien se nombraría caballero esa noche la llevaba por la calle de la amargura. Justamente cuando parecía que él la miraba con buenos ojos, con interés y... con instintos cariñosos, desde los pisos inferiores habían vuelto a llegar las historias. La fregona, la hija del panadero y muchas otras mujeres daban el grito de alarma.

Entre esas «muchas otras» figuraba una parienta lejana, Marigold Celeste, hija menor de sir Jarden de Kayolin, que había armado tal escándalo en las posesiones de su padre en las montañas, que el hombre, fuera de sí a causa de semejante ultraje y tan incapaz de educar a una hija como cualquier Caballero Solámnico, le había dado a elegir entre una «instrucción entre los hermanos de las llanuras» o la rápida hoja de una espada.

Marigold era disoluta, pero no tonta. La sentencia de su padre la había puesto inmediatamente en camino hacia el Castillo Di Caela, llenas sus bolsas de cosméticos y quesos, y peinados y lacados los cabellos en forma de tejadillo, para protegerse de la lluvia. El comprensivo recibimiento de que fue objeto por parte de las damas de la corte empezó a enfriarse cuando Marigold se enredó con el primer guardia que encontró, para subir luego de categoría y, después de tener un lío con el instructor de duelos, conquistar al senescal, agotándolos a todos antes de decidirse por un muchacho suficientemente fornido para soportar el peso exacto de sus intenciones..., ese mismo muchacho que ahora iba a ser nombrado caballero.

La insaciable joven había sido colocada lo más lejos posible de lady Dannelle. Llevaba los rubios cabellos —cuyos peinados la habían hecho famosa en toda Solamnia— firmemente sujetos mediante trenzas anudadas en un moño que llamaba la atención por su modestia, y que semejaba una hogaza de pan que llevara al mercado. En Marigold había algo de bucólico, no obstante: la robustez, los hombros —anchos como los de un hombre— y... el atractivo que, aun así, tenía para todo desventurado varón que cayera en sus redes.

Marigold sonreía y pestañeaba de manera ridícula. Pocos había en el castillo que no conocieran sus andanzas. Enid se decía que, aunque sólo una de esas historias fuese cierta, el nuevo caballero tendría mucho a que responder, por no hablar ya de las energías y la resistencia que necesitaría.

Mientras tanto, la pobre prima Dannelle esperaba.

Imperturbable pese a la diferencia de edad y a la obvia falta de interés que demostraba Dannelle, sir Ramiro inclinó sus ciento treinta kilos en son de conquista hacia la elegante damisela, que sonreía entre gestos afirmativos...

... y no le prestaba la menor atención, fija la vista en la doble puerta del otro lado del salón.

«Aquí los tengo a todos reunidos», pensó Enid, reclinándose en su sillón, a la vez que sus castaños ojos recorrían toda la amplia estancia.

A todos con excepción de Brithelm, el segundo hijo de sir Andrew, que andaba por las montañas del norte o del oeste, sin duda dedicado a la meditación.

Enid recordó su expresión de atolondramiento; sus parduscas greñas, que parecían golpeadas por el rayo, y aquella túnica que con frecuencia llevaba con la parte delantera detrás, o incluso del revés.

Confiaba ella en que estuviera a más altura que los incendios, y debajo de la zona azotada por la tormenta.

Probablemente se hallaría en sitio seguro, aunque —conociéndolo— por los motivos más absurdos, y no por propia decisión. En cualquier caso, Enid lamentaba su ausencia. En el castillo hacían falta su amabilidad, su humor y su bondad, e incluso sus tonterías.

En su ociosidad, el mundo resultaba francamente triste y preocupante.

Enid sonrió al ver entrar a Bayard y observar cómo los demás caballeros se ponían de pie por respeto al señor del Castillo Di Caela, a la vez que las trompetas se unían a la melancólica melodía de la viola.

«Por eso la música, la deferencia, los detalles y el precioso vestido —se dijo—. Para que el mundo olvide sus problemas por unas horas. Y para recordarnos nuestros propósitos.»

Su esposo se aproximó, tomó asiento a su derecha y se quitó el guante para estrecharle la mano debajo de la mesa. En momento como ése, Enid olvidaba toda la loza rota, el correteo de los perros por el gran salón e incluso el enano borracho encontrado dormido en su bañera, con un enorme jamón ahumado entre sus rollizos brazos...

La dama miró a Bayard, cuyas torpes y toscas maneras y demostraciones de esgrima en medio de sus visitantes sólo probaban que él tenía razón: «Aquí no siempre hay algo interesante que hacer».

Pero aquella noche sí que lo había. Se acercaba el momento culminante de la ceremonia: la entrada del muchacho. Si todo se realizaba según el ritual y lo previsto, Galen Pathwarden Brightblade estaría esperando al otro lado de la doble puerta hasta oír el sonido del tambor. En el umbral de la edad viril.

Comenzaron los golpes de tambor, y todos los rostros se volvieron hacia la puerta. El redoble continuó.

Y continuó.

Bayard echó una preocupada mirada a su mujer, que esbozó una sonrisa y meneó la cabeza.

—¿Dónde diablos se ha metido? —susurró Bayard.

—Esto es una lección para nosotros dos, querido —contestó Enid en un murmullo—. ¿Verdad que tú no puedes controlar la sequía o los fuegos que se producen en las montañas? ¡Pues Galen está cortado según el mismo patrón! Un fenómeno natural. No hay plan ni ceremonia...

—... capaz de hacerlo estar en el lugar debido a la hora debida —concluyó Bayard la frase, molesto, en voz un poco demasiado alta.

Gileandos dirigió enseguida una mirada de reproche a la cabecera de la mesa, pero se contuvo al ver que el enfadado era el propio castellano.

La cabeza de un ceñudo centinela apareció en la puerta con un gesto de extrañeza, y algo sonó en el interior de su casco.

—Casi un Caballero Solámnico, pero en el fondo de su corazón sigue siendo, en el mejor de los casos, una irremediable comadreja —gruñó Bayard, al mismo tiempo que depositaba su copa sobre la mesa.

A continuación se levantó, procurando parecer disgustado, pero en realidad casi sonreía cuando se encaminó a la gran puerta doble. Enid se dio cuenta y, conteniendo la risa, hizo una señal al paje para que buscara a Galen por el castillo.

Confiaba en que el muchacho fuese hallado pronto. No necesariamente para la ceremonia ni por la Orden. Y, desde luego, no para que otro presumido y privilegiado joven pudiera fanfarronear con su nueva armadura.

Sino porque Galen Pathwarden prometía seguir tan insumiso como siempre. «Algo que hacer» era siempre la máxima de
Comadreja.

2

«Y ahora el chico —prosiguió el namer, volviendo en sus manos la tira de centelleante metal—, el joven a punto de ser nombrado caballero. Toda la historia gira a su alrededor, y en él se reúnen y completan los añicos y fragmentos de los demás relatos. Ahora le oigo decir...»

* * *

No tuvieron que buscar mucho.

Bayard me encontró en mis aposentos, que eran el lugar más obvio y lógico. Al fin y al cabo, aquélla era la Noche de las Reflexiones: la última y solitaria penetración en su alma que un caballero debía efectuar antes de que le impusieran las manos y le entregasen la espada y los guanteletes de la Orden.

Tres años atrás, yo habría aprovechado la ocasión para escapar de todos los ritos y responsabilidades. Me habría abierto paso por cualquier corredor subterráneo para desaparecer en las insondables oscuridades del castillo antes de que Bayard encendiera la antorcha para descender por el pasadizo que partía del gran salón.

Así habría sido hace tres años, cuando yo era
Comadreja.

Ahora, por todos los dioses, yo ya tenía ganas de ser sir Galen Pathwarden para codearme con muchos de ellos: mi propio padre, Bayard, sir Robert Di Caela y otros. Pero tuvo que haber dado la impresión de que mis naturales inclinaciones y la cómoda vida en el Castillo Di Caela me habían traicionado en el último momento.

Porque Bayard me encontró despatarrado en el suelo de la habitación junto a una mesa rota, rodeado de mis pertenencias. El viento, aunque no tan fuerte como la noche anterior pero todavía bastante tempestuoso, penetraba por debajo de la ventana cerrada con postigos, hinchando a mi alrededor los tapices y la manta de la cama hasta parecer que yo volvía a navegar por las corrientes de la cobardía.

Pero juro que no era así. Después de todo, muchas son las historias de hombres bien valientes que se desmayaron y perdieron el equilibrio al sobrevenirles las extrañas visiones.

Comprendo que debí de causar un efecto muy malo: un hombre de casi veinte años tendido boca abajo junto a una destartalada mesa, con la jofaina y las toallas y demás accesorios esparcidos por el suelo. Sólo vestido con una túnica verde y un peto solámnico, estoy seguro de que parecía una rara criatura, semejante a un bicharraco o un gusano..., o a cualquier cosa de duro caparazón, interesado en algo situado bajo tierra.

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