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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero Galen (37 page)

De repente, como un formidable monstruo que surgiera entre aletazos de las profundidades del Mar Sangriento, Ramiro se soltó de los guardias, agarró al Hombre de las Llanuras más próximo por los largos cabellos trenzados y lo arrojó contra la pared, arrancando de paso una de las antorchas apoyadas en soportes.

En la amplia cueva se extinguieron varias luces y volaron diversos objetos, y las cortantes maldiciones y voces de los que-tana rebotaron en las desparejas paredes de roca. Yo lancé mi primera piedra contra el enemigo más cercano, desde luego, porque me dije que no era la ocasión de intentar malabarismos.

La piedra fue a parar, inofensiva, detrás del taburete en que Firebrand había estado sentado, y mi objetivo se agachó para cargar su honda.

Con un hábil movimiento de la mano, que ahora relucía con una simple pero sorprendentemente poderosa magia clerical, Brithelm se apoderó de la muñeca de un corpulento Hombre de las Llanuras que intentaba estrangular a Shardos. Bien sujeto por mi hermano, el que-tana cayó al punto en un profundo y pesado sueño, tendido en el suelo, y Brithelm se volvió enseguida para prevenir un nuevo ataque mientras el ciego recobraba el aliento.

Algo emborronó de pronto el aire, delante de mí; algo oscuro que había partido de la jaspeada luz de la antorcha, y no tuve tiempo de moverme, ni de tener miedo, ni tampoco de reflexionar...

Una oscura y rápida mano agarró la piedra en pleno vuelo, con la misma limpieza con que, en su día, había cogido las piezas de loza en los espléndidos salones de Palanthas y en los palacios flotantes del Mar Sangriento.

Con una ligereza increíble, Shardos devolvió la piedra en dirección a los agolpados Hombres de las Llanuras. En la vanguardia de aquella masa de oscuras túnicas y paliduchos rostros, una sombra cayó, cogiéndose el costado.

Ramiro se precipitó entonces detrás de la piedra, dispersando cuerpos mientras se abría paso entre los enemigos. Su carnoso puño encontró el rostro de un soldado de los Hombres de las Llanuras. La sangre chorreó de la nariz del blanquinoso individuo, y los ojos se le pusieron en blanco cuando se desplomó al pétreo suelo entre un despliegue de abalorios y dientes.

Con un grito de entusiasmo, Ramiro esquivó una clava de los que-tana y, al tambalearse el que la blandía, el voluminoso caballero plantó su claveteada botaza sobre el trasero del hombre y, de una patada, lo lanzó sobre tres de sus compañeros, que trastabillaron como unos borrachos en una feria de pueblo. Dispuesto a destrozarlo todo, mi compañero saltó por encima de una estalagmita volcada e hizo caer dos estalactitas cuando, en su agitación, pegó un brinco demasiado grande. Bamboleante, pescó uno de los pétreos carámbanos antes de que chocara contra el suelo e hincó la pesada pieza en la ingle de otro enemigo que se le echaba encima. Golpeó luego a un par de Hombres de las Llanuras más, hasta que su peligrosa senda lo llevó ante una espada caída. Ramiro la levantó, jadeante, y adoptó la postura que los ogros llaman «el Feminator».

Veinte Hombres de las Llanuras se agacharon de manera instintiva y dieron un paso atrás, lo que permitió a Brithelm colocarse junto a Ramiro. Los dos juntos —un tándem sumamente desigual, por cierto— retrocedieron hacia las estanterías del extremo opuesto de la cámara, consiguiendo abrir un angosto pasaje a través de la confusión de túnicas y armaduras, espadas y hondas.

—¡Adelante, muchacho! —me gritó Shardos al oído, ahogando las voces de los Hombres de las Llanuras.

Yo me resistí a su empujón, porque dado que la Orden Solámnica iba a ajustar cuentas finalmente con los que-tana, parecía ser que la única acción adecuada era la de contestar a sus ataques.

Pero Shardos me lo impidió.

—Sólo podremos parar el golpe durante un rato —dijo alegremente, con una curiosa sonrisa en los labios—. Y, al fin y al cabo, ¿quién mejor para perseguir a esos bicharracos que una comadreja?

Me empujó de nuevo y, esta vez, me puse en camino hacia los pesados estantes del fondo de la cámara.

Y corrí detrás de Brithelm y Ramiro, mientras las azuladas y punzantes armas de los Hombres de las Llanuras intentaban alcanzarme. Pero mi hermano había extendido un misterioso fuego verde de un lado a otro de la pieza, con lo que nuestros adversarios recularon, cegados por el resplandor.

Deslumbrado yo también por aquel brillo, me tambaleé hasta que pude adaptar mis ojos y los vagos contornos de las estanterías emergieron de la ofuscación. Orientado de nuevo, emprendí una carrera hacia la lejana entrada.

Pero había perdido un tiempo precioso.

Delante de mí se erguía un Hombre de las Llanuras de fiero aspecto, una cabeza más alto que yo, que esgrimía un terrible martillo de reluciente ónice. Yo di un enérgico paso, salté sobre él y los dos caímos al suelo, de modo que el golpe de su martillo sólo consiguió dañar la pared.

Por primera vez en la vida tuve que agradecer algo a mi hermano mayor, Alfric. Porque, en los olvidados campos de la casa del foso, había despertado suficientemente mis instintos de lucha, sobre todo en una niñez en que ser el hermano pequeño significaba esquivar golpes, pelear y cargar con cosas más voluminosas que uno.

El hombre era, sin duda, más alto y ancho que yo, pero al mismo tiempo resultó extrañamente frágil. Al instante estuve encima de él, con su cabeza en mis manos. Torcí entonces los brazos de manera brusca, y el escalofriante ruido de huesos rotos pareció resonar en un profundo y silencioso abismo, lejos de la gritería y del entrechocar de metales que había a mi alrededor.

Mientras permanecía arrodillado, el silencio que había imaginado dio paso a un alboroto a mis espaldas. Dos robustas manos me ayudaron a levantarme, y reconocí la voz de mi hermano Brithelm que, con persuasivas palabras que no entendí entonces ni logro recordar ahora, me daba ánimos. Sólo sé que, juntos, salimos corriendo de un mundo de caos y cuchillos hacia las lejanas sombras, donde se abría un gélido pasadizo.

21

«Empinado» y «formidable» eran realmente las palabras adecuadas.

Con Brithelm delante, seguimos cualquier túnel que descendiera, aunque todos parecían formar círculos, como si bajásemos por las espiras de un caracol. Mi hermano me guió a través de las galerías, iluminadas con antorchas, que se entrecruzaban y doblaban sobre sí mismas, y, cuando un repentino soplo de viento procedente de un corredor lateral apagó las llamas del próximo hachón, Brithelm se orientó gracias a un inesperado resplandor de las puntas de sus dedos.

Las paredes del pasadizo estaban cubiertas de inscripciones en la retorcida escritura de los Hombres de las Llanuras. Cuando pasamos por allí a toda prisa, Brithelm dijo que se trataba mayormente de nombres; de nombres y lemas religiosos que, como él admitió, no acababa de entender.

Llegados todavía más abajo, las letras fueron reemplazadas por pictografías y dibujos de murciélagos y tenebrales. También vimos la reproducción, pasmosamente eficaz, de un enorme vespertilio que envolvía con sus monstruosas y coriáceas alas a un grupo de que-tana. El dibujo era abstracto, casi infantil, y despertó en mí franco temor. Lo mismo debió de sucederle a Brithelm, ya que, cuando me detuve a contemplarlo, me agarró por la túnica y tiró de mí hacia adelante.

Pensé en Oliver, me estremecí y aceleré el paso.

Más allá encontramos dibujos que representaban animales de la superficie, tales como caballos, leopardos y, en ocasiones, pájaros. Las dos lunas, roja una y plateada la otra, aparecían inclinadas sobre un rebaño de pegasos. Finalmente vimos una ciudad derribada hasta los cimientos y rodeada de extraños signos y dibujos abstractos y geométricos —rectángulos, esferas y rombos—, con un extraño hombre geométrico a horcajadas sobre el conjunto, la cabeza entre las nubes. Una alargada mancha de hollín, proveniente de un antorchero cercano, le oscurecía cara y ojos.

Constituía ésta la última decoración. Cuando descendimos todavía más, las paredes aparecieron desnudas. Nos hallábamos a demasiada profundidad para que hubiese tenebrales; sin duda faltaba poco para llegar al centro de la montaña.

Pero aún penetramos más en las entrañas de la tierra; dejamos atrás los pasadizos donde la materia excrementicia de los vespertilios manchaba las paredes y el suelo, hasta alcanzar una hondura donde numerosos huesos y fragmentos de una extraña alfarería eran lo único que interrumpía la sosa monotonía de la pardusca roca. Luego también eso desapareció, y los túneles quedaron limpios y misteriosamente oscuros y silenciosos, como si, alcanzado cierto punto, hubiéramos cruzado el límite de una región donde los seres vivos no resistían mucho tiempo.

—¿Quieres decir que este camino nos conducirá a donde está Firebrand? —le pregunté a mi hermano, que tan pronto era cubierto por la oscuridad como iluminado por un ramalazo de luz.

—Sin duda alguna, Galen —contestó—. Ya estuve aquí, pero me taparon los ojos al entrar y salir. Por consiguiente, en vez de guiarme por la propia experiencia, debo confiar en... el instinto del estudioso, por así decirlo.

Brithelm sonrió y me miró a los ojos.

—Vi los mapas en la biblioteca y, con un poco de atención y sentido común, compuse el rompecabezas. Tengo una razonable certeza de que éste es el camino de los aposentos de Firebrand. Y no sólo conduce a sus aposentos y al Túnel del Namer, sino también, lógicamente, al pasadizo secreto que ha de devolvernos a la superficie.

Mi hermano se detuvo de pronto, pensativo, y poco faltó para que yo chocase con él. Su expresión era ahora de cierta preocupación.

—Eso supongo, al menos —musitó.

—A más de trescientos metros de profundidad —repliqué, enfadado—, uno no puede fiarse de suposiciones.

Brithelm guardó silencio y reanudó la marcha, algo nervioso.

Y es que uno nunca había podido fiarse de él, cuando tenía la mente sumida en una biblioteca.

Para Brithelm, la abundancia de libros era como una cordillera perforada por un ejército de enanos locos..., algo muy semejante al lugar en que ahora nos encontrábamos. Porque, cuando mi hermano empezaba sus investigaciones, pasaba de un hecho o un pensamiento o una frase de un libro a lo que de nuevo e interesante descubriera en otro volumen, cosa que lo cogía desprevenido y lo apartaba del asunto como si hubiese seguido un atractivo túnel lateral, hasta que se extraviaba del todo en el laberinto de sus propias aficiones, olvidando por completo lo que en realidad lo había conducido a la biblioteca.

Como resultado de ello, mi hermano creía que el Cataclismo era consecuencia de los «dobles sótanos» tan populares en Istar, casi trescientos años atrás, y que, aunque la leyenda hacía responsable del desastre al Sacerdote Rey de aquella ciudad, la culpa era del arquitecto que. en un imprudente intento de crear espacio en las apiñadas fincas cercanas al centro de la población, había decidido construir un sótano debajo de otro y minar así, bloque tras bloque, los cimientos de antiguos edificios.

Brithelm creía, asimismo, que en Estwilde existían árboles andantes, y que los hombres de Ergoth tenían ojos en la parte posterior de la cabeza, con los que veían el pasado. Y creía en una tercera luna, de color negro.

Las investigaciones de mi hermano tampoco resultaban más acertadas respecto de cosas más próximas al hogar. De niño, educándose en una casa donde la observancia religiosa era poco frecuente, él decidió que celebraría las festividades religiosas importantes, pero nunca entendió lo de las fiestas movibles. Las fiestas cambiaban, sí, pero no según el calendario de cualquier otra persona. A veces celebrábamos Yule en verano, otras en primavera.

Además, Brithelm empezó a confundir las fiestas regulares con las movibles, de modo que, el día que se le antojaba, despertaba a cualquiera de nosotros con el anuncio de que «¡Hoy es tu cumpleaños!». Y, pese a que los demás nos dábamos cuenta de su error, nadie lo corregía, ansiosos como estábamos de recibir regalos. Porque Brithelm era el único Pathwarden generoso.

Aunque todavía no tengo veinte años, dadas sus cuentas
y
mi codicia por lo menos habré celebrado cincuenta y siete cumpleaños.

Todo esto constituye un largo modo de explicar que, ahora, yo temía que la búsqueda fuese un nuevo fracaso. Nos hallábamos a centenares de metros de profundidad, lejos de la luz y del aire libre, confiando en un sentido común que no había demostrado ser nunca una cualidad muy destacada en los Pathwarden, y en un sentido de la orientación que... podía meternos de nuevo en las fauces de los vespertilios o causarnos algo todavía peor.

Mis piernas estaban cansadas, y el aire era fétido. Verdaderamente me parecía tener esos cincuenta y siete años.

Al cabo de un rato, nuestro caminar se convirtió en un problema. En aquellos fríos túneles tuve que abandonarme por completo al juicio de mi hermano.

Sin embargo, cuando llegamos al cruce de dos galerías sugerí jadeante:

—Supón ahora conmigo, por espacio de unos segundos, Brithelm, que... Supon, sencillamente, que esto ya no es una especie de escondrijo del namer. ¿Qué sucederá si es utilizado para algo muy diferente? ¿O si esos aposentos sobre los que tú leíste no sé qué... ya no se usan?

—No importa —contestó Brithelm de manera rotunda, parándose otra vez tan de súbito, que por poco choco con él—. No tiene importancia, ya que este camino no conduce a los aposentos sobre cuya existencia yo leí.

Y se volvió hacia mí, casi avergonzado.

Nos imaginé a los dos perdidos por completo, y sin duda para siempre, en el maldito corredor... Convertidos en unos blancos huesos que se desmenuzarían hasta formar parte de la historia de las cavernas y túneles, no quedando de nuestra intrusión en las vidas de los que-tana más que una nota al pie de página en uno de los pesados volúmenes que habíamos visto en el Pórtico del Recuerdo.

No tuve valor para denostar a Brithelm, que no tenía la culpa de que sus lecturas hubieran salido mal. Además, nuestra misión resultaba mucho más peligrosa por el hecho de no llevar armas. En la precipitada partida del Pórtico del Recuerdo habíamos abandonado, entre los papeles y los desplomados que-tana, todo aquello que pudiese constituir una amenaza.

—De todos modos, existe otra forma de encontrar el camino de la guarida de Firebrand —señaló mi hermano, examinando con ojos entrecerrados la galería.

Yo lo miré expectante.

—Permanezcamos aquí mientras nos aclaramos acerca de lo que esto es —propuso Brithelm.

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