El caballero Galen (17 page)

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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

—En efecto, maese Shardos —respondí con cautela—. Porque, aunque desde luego me propongo visitar a mi hermano en los próximos días, la noticia de su desaparición me... hace vacilar con respecto al lugar al que debo dirigirme ahora. Esto... y lo de los Hombres de las Llanuras. Unos tipos paliduchos que llevan abalorios y pellejos. Casi todos van armados. Quizá los hayáis visto, o tengáis noticia de ellos.

—Así son, sí. Sus ropas, una mezcla de ante y cuero, pero el color de su piel... No tenía ni idea, la verdad. ¡Vaya jaleo que armaron esta noche en los bosques circundantes!

—¿Dónde están? ¿Qué son, en realidad? —inquirió Ramiro.

—Ni idea de nada. Pero, sean lo que sean, buscáis al hermano Brithelm, ¿no? Pues ya podéis despabilaros, porque fue secuestrado.

—¿Secuestrado?

—Apostaría algo a que fue arrebatado súbitamente del mundo, porque el terreno de la abadía está más vacío que la Ciudad de los Nombres Perdidos, allá en el norte. No queda la menor señal de que Brithelm ni ninguno de sus compañeros estuviese allí.

—No..., ¡no puedo creerlo! —protesté—. ¿Quién pudo tener interés en secuestrar a Brithelm? De modo, Shardos, que afirmáis que la abadía de mi hermano está...

—Desierta. Sí, Galen. Cuando se produjo el terremoto y las estaciones del año se desordenaron y los elementos parecieron enloquecer, los secuestradores surgieron del suelo...

—Conducidnos hasta allí, Shardos —dije antes de pensarlo, porque la perplejidad me había hecho olvidar toda precaución, y proseguí a pesar de notar la preocupada mirada de Ramiro—: Ya perdí a un hermano en estas montañas, y... ¡por los dioses que tendrán que agrietarse las colinas antes de que pierda al otro!

—La cosa es sencilla —respondió Shardos animadamente—.
Birgis
y yo nos encargaremos de dar con él. Estoy seguro de que está sano y salvo, aunque sin duda angustiado por el ambiente en que de pronto se ha visto.

10

—Y su hermano —dijo el namer con un dramático gesto de la mano en dirección a un fuego situado debajo del Signo del Antílope, un blanqueado cráneo de gran cornamenta, hincado en una gran lanza—. ¿Para qué lo llevaron consigo, y qué le aguarda allí? Adonde va, es oscuro, pero hay luz de antorchas.

Se agachó ante el fuego, pasó por encima el hilo de metal, y reanudó la historia.

* * *

«Pronto —pensó el hombre del trono jaspeado—. Pronto me serán traídas las piedras, procedentes de arriba cual una suave lluvia negra que cayera en forma de cascada de la mano de un dios...

»
¿Y por qué no? —se preguntó, apoyada la cabeza en la fría humedad de una lámina de estalactitas—. ¿Acaso no me guió hasta aquí la mano de un dios, para empezar?»

Debajo de él, en la amplia y cavernosa sala llamada Pórtico del Recuerdo, peliblancos Hombres de Las Llanuras realizaban sus tareas a la luz de las antorchas. Algunos de ellos —tipos robustos en su mayoría, de nudosos hombros— empujaban carretillas cargadas de cascotes y otros residuos hacia un lugar bien iluminado por los hachones, donde personas más hábiles y activas —mujeres jóvenes y hombres más menudos— examinaban con cuidado los trozos de roca en busca de los ópalos que durante siglos habían escapado a su descubrimiento.

«Pero pronto... —se dijo Firebrand, cerrando su único ojo sano con una sonrisa de felicidad mientras los martillazos y demás sonidos procedentes de los trabajos de minería y de selección se reducían a débiles ruidos que imaginó sólo recordar—, pronto, todo ese empujar y apartar y confiar quedará... anticuado. Anticuado, sí, cuando el caballero me traiga las piedras de su elevado castillo.

»
Entonces podré decirle a mi pueblo que... yo hallé los ópalos. Que una visión me indicó que estarían en..., me indicó dónde estarían. Porque ya antes me hablaron las visiones de manera infalible, procedentes del silencio y de la luz de esas mismas piedras...»

Firebrand sostenía una corona de plata en su mano derecha. Poco a poco, con una especie de loca elegancia, se la colocó en la cabeza. Entre las complicadas trenzas de noble metal había engarzados siete ópalos de modo irregular y caprichoso.

La corona aún conservaba el calor de su abrasador tacto.

Su ojo se abrió desmesuradamente cuando debajo comenzaron los cantos, que resonaron en las paredes del Pórtico del Recuerdo hasta que la gran estancia estuvo llena de voces de niños. Su ojo era tan profundo y negro y tan llameante como los ópalos de la corona, y a él asomaron las lágrimas cuando lo enfocó hacia un lejano punto y un lejano tiempo. También por debajo del parche de cuero en forma de diamante gotearon de forma absurda unas gruesas lágrimas mezcladas con hollín y restos de sangre.

Las voces resbalaban por las paredes como una lluvia oscura.

Pasas a través de ellas, indemne, inalterable,

pero ahora las ves

ensartadas en nuestras palabras y en tus propios pensamientos

cuando pasas de la noche a la conciencia de la noche

para saber que el remordimiento es la calma de los filósofos,

que su precio es para siempre,

que te arrastra a través de meteoros,

a través de la transfixión del invierno,

a través de la rosa reventada,

a través de las aguas del tiburón,

a través de la negra compresión de los océanos,

a través de roca y de magma,

hacia ti mismo, hacia un absceso de nada,

que tú reconocerás como la nada,

que tú sabes que volverá y volverá

bajo las mismas reglas.

Tanto si se unía al canto o sólo lo escuchaba, no era raro que Firebrand llorase al oírlo. Derramó tiernas lágrimas sobre el collar de tenebral que llevaba, sobre cada garra enganchada y cada pequeño diente plateado que representaba uno de los ya olvidados y lejanos años que los que-tana habían pasado bajo tierra. Porque el Canto de los Años era un mapa de tristeza, una crónica del tiempo desperdiciado para siempre en una misión de oscuridad.

El Canto de los Hombres era suficientemente pesaroso, como habría podido afirmar Firebrand, con su abrumadora alternancia de nombres, dientes y garras de osos cavernarios. Y el Canto de las Mujeres era un testamento de la terrible pérdida de la inocencia, mientras el pueblo rezaba arrodillado, tocando los dientes y las garras de leopardo..., mientras las manos de la gente recorrían el collar y la letanía recorría la serie de nombres.

Los nombres pertenecían a quienes habían muerto bajo tierra en busca de la oscura sabiduría de los ojos de los dioses, de los negros y misteriosos ópalos que mantenían intactos cinco mil años de recuerdos, como una mosca conservada durante eones en el corazón del ámbar. Y los nombres eran llorados, porque Firebrand invocaba a muchos de ellos: los rostros de los ancianos y de los niños, el suave movimiento de las jóvenes mujeres muertas en plena belleza y demasiado pronto, todas ellas enterradas en busca de las piedras. Los niños de abajo entonaron el Canto de los Años, el más lúgubre de todos, en el que el Pueblo recordaba el irrecuperable tiempo perdido, mientras los demás —los que-shu, los que-kiri y los vanidosos que-nara— vivían sin preocupaciones a la luz del día, recibiendo el viento y la lluvia.

Firebrand recobró el dominio de sí mismo y se tocó el ceñido collar que le rodeaba el cuello, y del que pendían dientes y garras.

«¡Cuánto nos parecemos a los tenebrales! —pensó, a la vez que procuraba alejar de su mente el canto, ya que de nuevo amenazaban con brotarle de los ojos las calientes lágrimas—. ¡Cuán parecidos somos a esas amarillentas ardillas que revolotean por la subterránea abadía, iluminadas sus coriáceas alas por la extraña luminosidad de esa secreción que arde al recibir la luz solar!»

Porque Firebrand sabía lo que les ocurría a los tenebrales si, de modo accidental, el rumbo de su vuelo los conducía fuera de las cavernas y quedaban expuestos a la claridad del sol, que ellos habían confundido con el resplandor de las antorchas o con la luz que brillaba en sus curiosos nidos colgantes. Uno de sus hombres le había mostrado uno de esos tenebrales tocados por la luz diurna: el cuerpecillo reducido a la mitad de su tamaño, arrugadas también las alas, destrozadas por el fosfórico revoloteo en las claras corrientes de luminosidad.

El animal había quedado consumido por las palpitaciones de su propio corazón.

El Pueblo mantenía que tales cosas sucedían rápidamente. A veces era cuestión de un solo segundo.

«¡Cómo nos parecemos a los tenebrales! —se repitió Firebrand—. O, por lo menos, ¡qué parecida a ellos es mi gente! Porque todos mis súbditos se quemarían y secarían hasta marchitarse en las Tierras Luminosas, en las Naciones de la Luz. ¡Hasta el resplandor de la luna produce ampollas a los pequeños!»

Firebrand meneó la cabeza, y las cuentas y las correas de cuero entretejidas en sus oscuros bucles sonaron como la cola de una vieja serpiente de cascabel: la criatura que advierte antes de atacar, pero lo hace de todas maneras. Los mineros del piso inferior interrumpieron su trabajo para alzar sus pálidas caras hacia la procedencia del ligero ruido, dado que el juicio y el castigo caían de aquel trono tan súbita e inesperadamente como un desprendimiento de rocas o un derrumbe.

Pero esta vez no hubo sentencias ni castigos. En cambio vieron al hombre de cabellos oscuros, siempre más menudo de lo que lo recordaban, instalado en el sillón natural formado en la Era de los Sueños por la continua caída de aguas sobre la roca. Firebrand tenía cerrados los negros ojos, y alguna intensa emoción le enrojecía el rostro. Cada una de sus manos se agarraba, aunque de forma imprecisa, a una estalactita, como si él se hallara en trance entre los colmillos de una bestia enorme.

Los labios de Firebrand se movían al compás del canto, pero su memoria se desvió hacia el canto de sus propios años...

* * *

El Pórtico del Recuerdo no existía cuando él había llegado huyendo de la ira de su propio e implacable pueblo. Los que-tana todavía no habían construido grandes salas, prefiriendo abrir túneles como termitas sin jefe en su interminable y serpenteante busca del ojo de los dioses. No habían esculpido ningún trono en la roca, sumida en la húmeda oscuridad. Sólo existían pequeñas cámaras iluminadas mediante velas, en las que olía a sebo y humo.

Firebrand había dado la espalda a la superficie para correr como una rata hacia el pestilente humo al seguir el pasadizo que únicamente él conocía, en dirección a las tinieblas, sin más guía que una vela y un ojo. Así había escapado del sol, solo, descendiendo por negras galerías hasta recibir el abrazo del silencio, donde se perdió para siempre en el corazón de la montaña, quizá para ser víctima de un accidente o morir de inanición, o para caer en las largas y peludas garras de los vespertilios, los colosales murciélagos sin alas que se arrastraban por los más profundos rincones de las grutas.

Bebía el hombre de los estancados charcos y engullía los pequeños bichos que se movían por el suelo y que él pisaba en la sonora negrura, pero nada de lo que comía o bebía le hizo daño.

Porque el diabólico dios vigilaba su camino. Esto lo supo Firebrand desde un principio, desde el mismo instante en que se colocó la Corona del Namer y admiró los doce perfectos ojos de dioses engastados entre los complicados nudos de plata. «Visiones —le había dicho el antiguo namer—. La corona te traerá visiones, luego conocimientos y, finalmente, sabiduría.»

Firebrand había sostenido la metálica guirnalda con sus dos fuertes manos, mientras el anciano hablaba. Pese a los años transcurridos, todavía recordaba las últimas palabras de su predecesor.

«Visiones, luego conocimientos y, finalmente, sabiduría —había repetido el viejo namer—. Y tal vez largos años entre una cosa y otra. Pero no desesperes, muchacho, y sobre todo no pierdas la paciencia, porque no en vano dicen que "en ocasiones, la espera es la obra".»

Inútiles pensamientos de una mente en su chochez. Más adelante, Firebrand había aprendido a reírse de aquel vejestorio, incluso a alegrarse de su muerte.

El dios de las piedras se lo había enseñado, así como que la profecía era fácil. Porque, al fin y al cabo, ¿no era él el más joven de los namer? ¿Y un namer entre los que-nara, donde hasta los niños veneraban a Mishakal?

Porque, más allá de los conocimientos y la sabiduría, está la profecía. De eso, Firebrand estaba seguro. Por consiguiente, clavó la vista en los ópalos, en aquellos ojos de dioses, y, tal como debiera haberle indicado el nombre de las piedras, el ojo de un dios le devolvió la mirada.

«Sargonnas», se llamaba a sí mismo. Y «Consorte de la Oscuridad». Rápidamente le enseñó el camino de la profecía, el modo de saltar por encima de los conocimientos y la sabiduría para penetrar sin más en el fuego y en el hechizo de las cosas predecibles.

El namer se sentó al borde del fuego y contempló la corona, mientras los demás —la gente sencilla, inexperta en cuanto a filosofías y ciencias— se ocupaban de asuntos domésticos y fáciles, tales como montar y levantar el campamento o buscar comida. Allí solo, donde la luz del fuego cesaba para dar paso a las tinieblas, Firebrand reflexionó sobre el misterio de las piedras, vio el oleaje de los mares y los guiños de las lunas.

Y de la más profunda oscuridad surgió una mujer morena, salpicados sus cabellos de hielo y estrellas invernales.

El dios de la corona le dijo que todo eso estaba aún por suceder. Firebrand no estaba seguro de lo que tales visiones significaran, pero eran las que tenía, y predecían algo grandioso y terrible. De eso estaba convencido, y el dios le dio la razón.

Y, cuando se le hubieron presentado todas las incontables visiones y presagios desde aquel momento, situado tres siglos antes, hasta la hora en que todo terminaría en el mundo, la voz de las piedras susurró obsesionante y dulce al mismo tiempo:

«Ahora te seguirán...»

Desde luego, Firebrand había creído que Sargonnas se refería a los que-nara. Pero se trataba de un pueblo sucio y que apestaba a cuero, para el que la profecía de un hombre joven significaba delirio y ambición. «El futuro es mortal —advirtieron los mayores—, dado que esperamos mucho de él.»

Firebrand sentía desprecio hacia ellos. Sus palabras no eran más que los aullidos de desdentados chacales.

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