El caballero Galen (18 page)

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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

Así pues, sus profecías fueron dedicadas a los jóvenes, que acudían a él con sus problemas —que Firebrand consideraba de poca importancia— y con mil preguntas acerca de unos amores inciertos o del resultado de una primera caza. Él contestaba lo que ellos querían oír. Por ejemplo, «Sí, la chica te quiere» o «Sí, el antílope aguarda tu lanza», y los muchachos quedaban contentos y lo seguían.

Hasta que al demacrado chiquillo —hijo menor del segundo jefe, un niño que aún no había vivido su décimo verano— se le metió en la cabeza la idea de dar caza a los perros salvajes y fue a pedir la bendición del namer.

Éste le profetizó la mejor de las suertes y lo bendijo sin ni siquiera levantar la vista de los ópalos de la corona. Firebrand se dijo luego que, aunque hubiera mirado al chiquillo, que tenía nueve años pero la estatura de uno de cinco, no habría cambiado de opinión. Le habría dado la bendición en cualquier caso, porque el dios de las piedras decía: «Está preparado, está preparado. Déjalo ir...»

A la mañana siguiente, el niño era devuelto echado en un escudo de cuero, desgarrado el cuello por los perros y con la vacía mirada fija en la luna roja y en la blanca, y también en la luna negra sólo conocida por los filósofos. Traían de regreso al pequeño, y el jefe había mandado llamar al namer.

El destierro era muy sencillo entre los Hombres de las Llanuras. Lo colocaron en el centro de un círculo. Los mayores de la tribu se situaron a su alrededor y recitaron sus delitos hasta que lo dejaron. Fue la menos ceremoniosa de todas las ceremonias.

Excepto por el desposeimiento del ojo.

Incluso ahora, cuando se encontraba a varios kilómetros de profundidad y a tres siglos de distancia, Firebrand recordó la hoja mantenida sobre el fuego hasta que alcanzó una temperatura que la volvía azul, y cómo la había sentido penetrar en su ojo, cegándolo y cauterizando al mismo tiempo la herida mientras las mujeres lo contemplaban sin dejar de cantar el Himno de la Vista Perdida:

Dejad que el ojo se rinda, si ofende al Pueblo.

Dejad que su postrer canto cabalgue sobre la espada de los jefes.

Dejad que caiga cual oscura piedra en el recuerdo,

y que allí quede y more,

fantasma de luz en la pared del corazón,

como algo muerto conservado en ámbar.

Dejad que su postrer canto cabalgue sobre la espada de los jefes...

Firebrand recordó aquel canto y su última percepción del arma, cuando un deslumbramiento de mil estrellas había precedido al dolor y a la ceguera.

Luego dominó la oscuridad, y se vio caminando.

Era un paisaje rocoso, aunque con cultivadas y ordenadas tierras de labrantío. No sabía, sin embargo, dónde se hallaba.

Tampoco tenía idea de cómo la corona, desprovista de todos los ópalos menos de uno, había caído de nuevo en sus manos.

Al fin y al cabo, todo cuanto necesitaba era una piedra. Porque, a través de ella, la oscura voz se lo explicaba todo: que la apropiación de la corona no era un robo, y que la muerte del niño no había sido por negligencia, aunque ambas cosas constituían las pruebas pasadas para entrar en la profecía.

—¿Entrar en la profecía? —había preguntado con amargura, al avanzar por las tierras de pastoreo como un monstruo, trepando con torpeza por encima de las vallas mientras desde las distantes casas de campo le llegaban los furiosos ladridos de los perros—. Dejé atrás un chiquillo muerto, un hogar y a mi gente, e incluso mi ojo..., ¿todo ello para entrar en una profecía?

Pero la piedra permanecía callada. Se hizo de noche y volvió a amanecer y a sobrevenir la oscuridad, antes de que hablase de nuevo.

Esas montañas hacia las que te diriges...,
susurró cuando el namer alzó la vista y, detrás de las colinas que se elevaban al norte, sólo distinguió unos tempestuosos rayos violáceos que se perdían entre la niebla y las nubes,
las Vingaard. ¿Te acuerdas de las Vingaard?

Firebrand recordaba el cuchillo. Nada más. Pero sí, también algo que el anterior namer le había enseñado...

—Los que-nara —dijo—. Aquellos que viven en el interior de las montañas...

La piedra no contestó. Un tenso silencio se extendió sobre su superficie.

—¡Pero los que-nara siguen siendo los que-nara! —protestó, a la vez que se arrodillaba para beber de un arroyo que brotaba de la roca—. Verán que me falta el ojo, y me rechazarán.

Ahora se hacen llamar que-tana,
le informó la piedra.
Pero, ya sean que-tana o que-nara, te aceptarán. De eso puedes estar seguro.

—¿Y cómo voy a encontrar el camino hacia ellos?

Haz memoria,
replicó la piedra.
Haz memoria de las enseñanzas del viejo namer.

Bajo su defectuosa vista, Firebrand descubrió que del centro del ópalo surgía una luz, y en ella apareció un calvero con cuatro vallenwoods de ramas entretejidas sobre un antiguo dolmen, entre cuyas piedras descendía un sendero en dirección a una maraña de enredaderas que, a su vez, cubría...

Un hueco en la pared de roca. Un hueco de fondo negro...

—Pero, aunque me acepten, quienes me hirieron lo sabrán, porque las piedras que me arrebataron se lo van a revelar.

No olvides que tú posees la corona,
lo calmó la voz.
Quienes te hirieron no verán más de lo que tú les permitas ver.

Un ave de rapiña describía círculos en el cielo, y sus plumas destacaban negras sobre un fondo marrón y blanco.

El pajarraco emitía gritos chillones y, de pronto, se dejó caer para volver a elevarse de entre la alta hierba con algo pequeño y gris en sus garras.

La voz del ave sonó como una llamada en los oídos del namer, quien por espacio de unos segundos dudó de sus sentidos. Pero el pajarraco continuó dando vueltas por encima de él, sin dejar de avanzar poco a poco hacia el oeste. Firebrand lo siguió como en sueños y, aunque lo perdió de vista cuando volaba sobre un grupo de álamos, lo halló de nuevo aleteando por encima de espesos matorrales y árboles de hoja perenne, en terreno ya más alto. La presa había dejado de agitarse en sus garras.

El hombre echó una mirada al ópalo, y en él vio la briosa imagen del mismo pájaro, que volaba sobre los mismos árboles en el mismo lugar. Tiempo atrás lo habría considerado una simple coincidencia o ilusión, o incluso una tentación. Ahora, en cambio, llevaba demasiado rato siguiendo la voz de la piedra para poner en duda el fenómeno. Hizo caso del ópalo, pues, y obedeció las indicaciones del oscuro centelleo, dado que ambas aves —la verdadera, en el aire, y el nebuloso cuerpo aparecido en la piedra— se posaban a la vez en las ramas de un vallenwood...

Uno de los cuatro árboles, cuyas ramas entretejidas se extendían sobre un antiguo dolmen por dentro del cual descendía un sendero en dirección a una maraña de enredaderas que, a su vez, cubrían...

Un hueco en la pared de la roca. Un hueco de fondo negro...

* * *

Reinaba la sequía cuando Firebrand encontró el camino al país de los que-tana. Las pequeñas ramas que había atado con hierbas secas y juncos ofrecían resistencia y hasta parecían chisporrotear cuando les pasaba la mano por encima.

Porque, para consolarlo por la pérdida de su ojo, el dios de la oscuridad había puesto fuego en sus manos: un lento ardor sin llamas que lo había guiado de noche con sólo acercarlo a una antorcha, y que le proporcionaba calor en el solitario campamento, apenas tocaba la leña. Pero ahora, al sostener la hierba seca, el fuego la atravesó y la quemó demasiado deprisa para proporcionarle una claridad persistente.

No había descendido ni veinte pasos por el sendero, cuando la luz se apagó.

Desanimado, Firebrand se acurrucó en la envolvente oscuridad. Respiraba de manera agitada y con enojo. En alguna parte, delante de él, se oía el distante sonido de voces y el choque de metal contra la roca. Pero él sabía que, en la oscuridad, el sonido podía engañar, y que la distancia y la dirección conducían fácilmente a confusiones. Si sólo hacía caso de su oído, corría peligro de caer en un precipicio o ir a parar a la guarida de unos vespertilios.

Seguir adelante le daba miedo, pero al mismo tiempo estaba decidido a no retroceder. Por consiguiente, permaneció en el sitio donde se encontraba, hecho un ovillo, durante cosa de una hora. Todo ese rato tardó en empezar a relucir la piedra.

Pero entonces dio bastante luz. El namer se colocó la corona en la cabeza y descendió por el angosto pasaje. Dos veces se bifurcó éste, y la luz vaciló hasta extinguirse cuando él se adentró por el camino elegido, sólo para reavivarse al volver Firebrand sobre sus pasos y seguir la otra senda.

En las paredes del pasadizo había pinturas e inscripciones, todo muy antiguo. El lenguaje era el de los Hombres de las Llanuras, y los dibujos representaban criaturas que el namer conocía bien: antílopes, leopardos, jabalíes y halcones. Sólo después de haber pasado la primera bifurcación comenzaron a cambiar las pinturas. Primero, de modo gradual, y luego rápidamente. Los pájaros en vuelo habían sido convertidos en extraños remolinos geométricos, y la familiar forma del leopardo no era ya más que el juego de un color sobre otro. Cambiaba también la escritura: tanto las frases como el lenguaje, e incluso las letras.

Tales diferencias indicaron al namer que, generación tras generación, los que-tana de aquel reino subterráneo se alimentaban de los recuerdos de sus tiempos vividos a la luz del día. «Como los peces-corazón —se dijo—; los que pueblan los lagos de las cavernas.»

Había oído hablar de esos diminutos peces rojos que otrora habían habitado los ríos de la superficie, en la Era de los Sueños, y que, después de penetrar en las profundidades, habían evolucionado hasta carecer de ojos. Firebrand los había visto por primera vez en sus viajes cuando el sendero seguido cruzaba un lento arroyuelo subterráneo. Una especie de transformación, de alejamiento de sus orígenes, se había producido entre los que-tana al llenarse su historia de negrura y humedad e interminable busca de las piedras hasta no tener más historia que aquélla. Sus hermanos de las Tierras Luminosas resultaban míticos y casi estaban olvidados, siendo sólo alcanzables a través de la magia de las piedras que buscaban con tanto empeño.

Pero, ahora, las piedras habían desaparecido, arrebatadas por una oscura y misteriosa mano. No había explicación para ello, ni consuelo, sino que únicamente quedaba el hecho de que habían visto venir eso durante años, en las mismas piedras; de que, años atrás, una voz surgida de las piedras les había contado la historia de Firebrand, de cómo llegaría cuando los ópalos hubiesen desaparecido y la oscuridad se cerrara a su alrededor.

Era la leyenda que los que-tana cantaban para calmarse, y fue ese canto el que resonaba en el escondido corredor, y llegó por casualidad o adrede a los oídos del namer que se acercaba.

«En el país de los ciegos» eran sus palabras iniciales, y, cuando Firebrand las percibió, se maravilló de su asombrosa y extraordinaria suerte.

En el país de los ciegos,

donde el tuerto es rey

y las piedras son ojos de dioses,

hay caminos para el recuerdo.

Allí, tres siglos de penumbra

pasan entre penas, calamidades y guerras,

hasta que llegue a nosotros Firebrand

con doce estrellas sobre la frente.

Por su herida las piedras hablarán

para sacarnos de las sombras de la noche

y, con su poder de vida y muerte,

devolvernos a la olvidada luz.

«Circunstancia que podría haberse dado —se dijo el namer ahora, medio cerrado su único ojo, descansando como un reptil al sol en el húmedo y oscuro ambiente del Pórtico del Recuerdo mientras sus súbditos realizaban incansables sus trabajos sin dejar de sonreír pensando en él—. Quizá sea coincidencia que, al igual que el Firebrand de sus leyendas, yo resultase grave e injustamente herido. Y que, perdidas sus piedras y sus esperanzas, yo descendiera hasta ellos con una piedra que permitió el primero y tenue resplandor de una nueva ilusión. Mas, de ser sólo una coincidencia, ¿por qué llameó la piedra en la palma de mi mano y golpeó sus rostros con una intensa y celestial luz? ¿Y por qué rechacé yo al principio sus reverencias, diciéndoles "¡No, mis buenos hermanos, no!", y luego consentí en llevar la corona, mi corona, para los que-tana?

»
¿Y cómo, en medio de mis visiones, pude yo descubrir los ópalos que a través de esos trescientos años vinieron a reemplazar los que los que-tana habían perdido? ¿Cómo, realmente, salvo que yo sea el profeta que las piedras afirmaron?

»
¿Cómo, salvo que yo sea el mismo Firebrand de sus cantos?

»
¡Decídmelo, si ponéis en duda mi derecho a ocupar este trono!»

* * *

Miró a su alrededor con expresión demente, muy abierto su único ojo y la pupila de éste convertida en una centelleante y estelar mancha negra a la luz de la antorcha.

—Bien, pues... —dijo con voz ronca mientras su pueblo proseguía con sus tareas en el piso inferior, tan acostumbrada la gente a que Firebrand hablase consigo mismo como lo estaba al vuelo de los tenebrales por el interior de las cavernas, al musical goteo del agua y a los vastos silencios de los negros rincones que se abrían delante y debajo de ellos—. Bien, pues... ¡No veo a nadie que ponga en duda mis derechos!

Firebrand emitió una nerviosa y aguda risa y escudriñó la oscuridad, por donde se aproximaba luz de antorchas y se presentía el triunfal retorno de unos guerreros.

Éstos transportaban una figura vestida con una túnica, maniatado y con los ojos vendados. Enmarcados por la claridad que despedían las antorchas, los desordenados mechones de rojos cabellos del prisionero caían en todas direcciones como si un tremendo vendaval los azotara.

Según los mensajeros, no habían tenido dificultad en hallar al pelirrojo individuo, que se alojaba en una desvencijada casucha situada a poco más de un kilómetro de la entrada y sostenida sobre pilotes. Estaba decorada con acebo y faroles de papel, y además había en ella un pestilente y viejo loro disecado, que asustó al pequeño que los acompañaba.

Pero, aparte de la impresión que se llevó el chiquillo, no hubo heridos ni bajas. Todo fue terriblemente fácil.

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