El caballero Galen (20 page)

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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El juglar rió entre dientes.

—¡Ah, amigo! Con el saber —replicó el ciego—, con el simple saber de los Hombres de las Llanuras. Porque la historia suple los ojos y los sentidos. Es su sistema. Es la forma en que ellos saludan a sus visitantes desde la Edad del Poder.

—Si tanto sabéis sobre el protocolo —respondí, picado—, ¿por qué no dirigís este encuentro?

Shardos sonrió divertido.

—Quizá prefiráis desmontar, sir Galen. Salvo que penséis emplear otra estrategia...

¿Qué podía yo contestar? Desmonté, pues, y seguí al corpulento Hombre de las Llanuras hacia el señalado lugar seco, donde sus semejantes habían extendido unas pieles para nuestra comodidad.

Caminador Incansable —que así se llamaba el Hombre de las Llanuras— tenía una figura impresionante. Era un; que-nara, lo cual, probablemente, podría haberse deducido del estilo de sus ropas, con plumas de aves de rapiña y de águilas aplicadas a la resistente piel de caballo.

No es que yo lo distinguiera de los que-shu, los que-teh o los que-cualquier otra cosa, al menos no antes de preguntárselo a la tribu y obtener una respuesta... en un solámnico sorprendentemente fluido. De momento sólo sabía que era un Hombre de las Llanuras y que estaba muy al norte de sus tierras acostumbradas. Incluso pese al súbito cambio en el tiempo, causado por las lluvias, Caminador Incansable iba demasiado abrigado para nuestras latitudes. El olor de las prendas confeccionadas con piel de caballo intranquilizó a nuestras monturas, que, en consecuencia, recelaron de los Hombres de las Llanuras, por lo que Shardos tuvo que atarlos con un ronzal a un roble medio podrido que había nacido, crecido y muerto de modo inexplicable, todo ello en una zona dura y despiadada.

Shardos y yo nos reunimos con Caminador Incansable en el punto libre de humedad, por donde sus seguidores se movían con calma y gracia, encendiendo un fuego. El muchacho vigía bajó de su puesto y se puso a buscar leña como los demás. Una mujer solitaria trajo hierba seca de alguna parte y, con ayuda de pedernal, encendió unos troncos que yo creía excesivamente húmedos para arder.

La observé durante largo rato. Parecía insólito encontrar una mujer en medio de tanta dificultad y rudeza. Yo había oído decir que los Hombres de las Llanuras eran como bandidos en este aspecto, y que no hacían diferencias entre hombres y mujeres en las tareas y obligaciones, así como en la adversidad. Me imaginé a Dannelle en esas condiciones y apenas pude contener una sonrisa.

Sentí entonces en mí la mirada de Caminador Incansable, y fijé la vista en los verdes e inescrutables ojos del jefe de los Hombres de las Llanuras.

Tenía más edad de la que representaba desde lejos, ya que rozaría los sesenta años, pero conservaba el oscuro cabello y la figura de un hombre de treinta. De facciones angulosas y cuerpo delgado, era como si los años de ir de un lado a otro y el frecuente ayuno hubiesen eliminado de él toda debilidad y posible molicie, dejando en su persona sólo lo estrictamente necesario.

Lo creí capaz de ver a través de la roca y la oscuridad más absoluta.

Alrededor del cuello llevaba dientes y garras de animal, asi como plumas de halcón y de aves de rapiña, aparte de otras que yo desconocía. A Caminador Incansable lo envolvía el olor del humo de la leña y de las praderas sin fin, así como de algo más... Quizá del recuerdo, de los sueños y de una profunda imaginación.

Y aún más: una luz azulada, casi como el fuego de San Telmo que se manifiesta en el extremo de los mástiles de un barco, le rodeaba los hombros y la cara, reflejándose en los pentágonos y redondeles de cuero sujetos a sus trenzados cabellos. Era algo semejante a una aureola que le daba el aspecto de un deteriorado dios reproducido en una pintura antigua.

Todo ello contribuyó a hacer más excéntrico, más inquietante nuestro encuentro. Para empezar, yo ya había oído comentar que algunos de esos Hombres de las Llanuras tenían siempre un pie en el mundo de los espíritus, sobre todo los que-nara, y que era bien posible que cualquier elemento escogido para dirigir tan visionario grupo se sintiese plenamente a gusto en el éter.

Una débil sonrisa asomó al rostro del hombre, para volver a perderse en la extraña e impasible mirada que, de súbito, se hizo fija e intensa, como si Caminador Incansable hubiese buscado algo en el horizonte y al fin lo hubiese descubierto, tal vez borroso e indefinido, pero en cualquier caso presente.

Yo me ladeé, cauto, cuando los ojos del hombre se posaron en mí con expresión ya menos dura.

—Nos encontramos una vez en una noche de piedras —dijo con voz calma, y en el acto supe que se refería a los ópalos y las visiones.

Caminador Incansable me evaluó con la mirada como si me ensartara en la larga asta de una flecha.

Yo eché un vistazo a Shardos, que de pronto estaba muy alerta.

Si las intenciones de Caminador Incansable eran las que yo suponía, si era amigo de aquellos que, pálidos e irreales, atravesaban los muros del Castillo Di Caela y de quienes habían matado a Alfric, yo me exponía sin duda a un grave peligro. Si no me equivocaba, ambos conocíamos a los mismos fantasmas. Y resultaba evidente que él en íntimo de todos ellos.

—¡Las piedras! —insistió, inclinándose hacia mí, de moda que su corpulencia resultó amenazadora a la engañosa luz del fuego.

Yo me llevé instintivamente la mano al cuello para tapar el broche. No había llegado tan lejos y perdido a mi hermano mayor para entregar los ópalos al primer Hombre de las Llanuras que las pidiera. En el campamento no veía a Brithelm, y mi precio por las piedras era la recuperación del único hermano que me quedaba, sano y salvo.

Enseguida me aparté de Caminador Incansable, y mi mano buscó la espada. Al momento, las rocas se poblaron de Hombres de las Llanuras que me rodearon en silencio con sus hondas y arcos a punto, como los cazadores cuando la presa está cercada.

—Dejadle ver las piedras, sir Galen —me recomendó Shardos desde su asiento junto al fuego.

Primero temí que hubiera sucedido lo peor, y que el amable ciego que había ido conmigo al campamento fuese un traidor o un cobarde y estuviera de parte del bandolero que había secuestrado a Brithelm en un cruel intento de obtener esas mismas joyas.

—¡Tonterías, muchacho! —protestó el juglar, como si hubiese oído mis pensamientos—. ¡Mirad a vuestro alrededor! ¿Acaso creéis que, si ese hombre quiere arrebataros las piedras, podréis impedírselo con una sola espada? Os aconsejo que le permitáis verlas. Volverán a vos con un valor mayor, dada vuestra confianza.

—No me atraen los misterios en estos momentos, Shardos —repliqué—. Sobre todo, si estoy a punto de verme despojado de mis recursos. No, amigo. Si Caminador Incansable prueba de apoderarse de mis ópalos, tendrá que vérselas conmigo, porque ya he perdido a un hermano y no estoy dispuesto a que suceda lo mismo con el otro.

—Esas palabras tienen gran valor para mí —dijo Caminador Incansable, todavía acurrucado y sin apartar la mirada del centro del fuego—. Porque demuestran que las piedras se hallan en manos dignas de confianza.

Halagado, levanté la mano que cubría el broche. Caminador Incansable alzó la vista y contempló los ópalos desde lejos. Las gemas parecieron encenderse bajo su mirada, como habían hecho antes en la lluviosa oscuridad de los bosques.

—Sí —destacó el voluminoso Hombre de las Llanuras—. Veo que hay seis. Seguramente, todas las que necesita Firebrand.

Volví al lado de la fogata, atisbando por encima del hombro en un inútil intento de distinguir a Ramiro, Dannelle y Oliver, que aguardaban en alguna parte de las elevadas colinas. Pero lo único que vi fue la puesta de sol, de un rojo vivo, que oscurecía todo lo que quedara al oeste, menos las nieblas nocturnas que ascendían en las cercanas tierras bajas y los vistosos juegos de luz y alargadas sombras. En todos los desnudos campos, los gritos de los pájaros llenaron el aire del anochecer; de unos pájaros aturdidos por el diluvio caído y que ahora echaban a volar en busca de altos vientos y unos cobijos más secos.

No me había dado cuenta de lo tarde que era. De repente tuve frío y me sentí vulnerable. Me incliné hacia el fuego y extendí las manos para calentármelas.

—Lo siento, Caminador Incansable. Me veo en un mar de confusiones, cuando entro en el terreno espiritual. No tengo idea de quién es ese Firebrand, de cuántas piedras necesita ni de para qué las quiere. Para empezar diré que no estoy seguro de lo que pueden valer estos ópalos, pero sí es cierto que vi cosas extrañas en su fondo, y sé que son algo más que un simple adorno para una capa.

El Hombre de las Llanuras hizo un gesto afirmativo. Sonrió débilmente, tomó una rama y atizó el fuego. La ennegrecida leña se rompió al tocarla él, y lanzó al aire una lluvia de chispas rojas y polvo de ceniza.

—Nunca visteis el fondo de las piedras, solámnico. Porque ese fondo es de los dioses desde la Era de los Sueños. Así reza la historia desde aquellos tiempos —explicó Caminador Incansable cuando el chico, el vigía, se nos acercó sin hacer ruido para entregarnos a cada uno una taza de un líquido claro y fuerte, en comparación con el cual el licor de Thorbardin sabía a té flojo. Yo bebí un sorbo y creí haber cometido un terrible error, como si me hubiese tragado una lámpara de aceite, un líquido curtidor o algún explosivo exótico. Caminador Incansable, en cambio, vació su taza de un trago.

Di gracias a los dioses de que Ramiro no estuviese en mi lugar.

—Desde la Era de los Sueños, solámnico —prosiguió el Hombre de las Llanuras—. Como todo en una época tan remota, la historia comienza con un dios. Porque los dioses nos trajeron estas piedras antes de los tiempos de que tenemos noticia, antes de que las tribus se reuniesen en Abanasinia para renovar nuestras historias. Las piedras reciben muchos nombres: ópalos, ojos de los dioses, piedras de los deseos... Las llamen los hombres de una manera o de otra, son mágicas y raras y nos muestran nuestras visiones, palabras y sueños, así como las visiones, los sueños y las palabras de otros. Utilizadas con cordura, nos ayudaron a hermanar a los diseminados que-shu, que-teh, que-nara, que-kiri y los demás, y a conocermos todos a través de las distancias y los años.

—No estoy seguro de poder seguiros —confesé.

Caminador Incansable hizo una pausa y me lo explicó con paciencia.

—En nuestras tribus siempre hubo namer. Lo que vosotros llamáis clérigos, pero más que eso. Porque los namer recordaban las historias de las cosas: las migraciones de nuestros pueblos desde hace cien generaciones, de una época en que los dioses se movían entre nosotros y aún no había historias de que hacer memoria.

—Una vocación de peso, la del namer —comentó Shardos.

—La carga resultaba más ligera gracias a los ópalos —continuó Caminador Incansable—. Porque, una vez situados en las Coronas Tribales..., esos grandes círculos forjados por Reorx en la Era de los Sueños, uno para cada tribu y otro más..., las piedras conservaban la memoria. El namer podía mirar el ojo de los dioses y ver qué había pasado y qué pasaba. Los que-kiri podían hablar con los que-shu a través de los ópalos, a través de montañas y de lagos que hubiese entre ellos. Y a través de las piedras podíamos, además, hablar con el ayer.

»
En las coronas residen los recuerdos de nuestros pueblos, los recuerdos a los que nos referíamos en los cantos, y que compartíamos en la Gran Reunión.

—¿La Gran Reunión? —pregunté.

—Sí. Un cónclave de los Hombres de las Llanuras —me aclaró Shardos—. Una importante asamblea de las tribus, que se celebra cada setecientos años, aproximadamente. En ella se explican las historias de las diversas tribus y se corrigen posibles errores, de modo que la tradición de los Hombres de las Llanuras pase de manera exacta de una generación a otra y las hazañas de los antecesores sean recordadas.

Caminador Incansable movió la cabeza en sentido afirmativo.

—Una corona para cada una de las doce tribus —prosiguió—. Cada corona con doce ópalos. Un símbolo de nuestra unidad, pero asimismo mágico, según nos dicen. Cualquiera que sea el poder de las piedras, sólo si están engarzadas en una corona forjada por los dioses despliegan toda su fuerza.

—Pero... ¿y las de mi broche? —quise saber—. Sin necesidad de la corona, veo cosas a través de ellas.

—Las visiones que proporcionan dos ópalos, son fugaces. Conducen a donde quieren, como la forma de un rostro en las nubes, de modo que para una persona pueden significar una cosa y, para otra, algo muy distinto. Cuantas más piedras juntas, más clara es la visión. El número ideal es doce, y doce eran los ópalos engastados en cada una de las coronas. Dicen que la sabiduría producida por doce piedras permanece en el namer durante años, y que, cuando ha llevado la corona, nunca vuelve a ser el de antes. Yo no puedo afirmar que eso sea cierto. Ni tampoco sé qué peligro encierra, porque incluso dicen que si una de las coronas lleva
trece
ópalos, quien la lleve tendrá poder sobre la vida y la muerte.

Yo miré a Shardos, que meneó la cabeza y frunció el entrecejo.

—¿Poder sobre la vida y la muerte? —repetí—. ¿Qué significa eso, Caminante Incansable?

—No puedo decirlo con certeza —respondió el alto Hombre de las Llanuras—. Ni comprendo para qué quiere nadie tanto poder. Porque tengo entendido que los muertos vuelven por orden del decimotercer ojo de los dioses, y que en todas las coronas de los namer existe un decimotercer engarce que siempre permanece vacío, para recordarnos la leyenda y advertirnos que fue nuestra propia decisión la de no coger lo que está prohibido... al menos hasta ahora.

Caminador Incansable se levantó la manga de su túnica de gamuza. Debajo apareció un brazalete cuyos negros ojos centellearon a la luz del fuego.

—Porque alguien está a punto de adquirir ese poder, solámnico. En efecto, alguien ha esperado a que vos le trajeseis ese poder.

12

—¡Eh, no tan deprisa! —le advertí, presa otra vez de mis peores sospechas.

Porque... ¿qué podía significar la espera de ese alguien, sino que llevaba tiempo aguardándome y nos había seguido y estaba acampado cerca, sabedor de que yo volaría hacia sus fuegos y a mi destrucción como una cegata y torpe polilla?

Me aparté de la fogata en dirección al lugar donde tenía atado mi caballo. Pero Caminador Incansable siguió junto al fuego y me llamó de manera tan súbita y suave, que tuve la sensación de que sus palabras eran fruto de mis propios pensamientos.

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