El caballero Galen (22 page)

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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

—Casi en el mismo instante en que llegó —explicó Caminador Incansable con una mirada triste y a la vez ominosa de sus oscuros ojos—, el Estrago recorrió la espina dorsal del mundo y la tierra reventó. Nada volvió a ser como antes...

—Pero vos no creéis —lo interrumpió— que ese namer, ese tal...

—Firebrand, se hace llamar.

—¿Pudo tener ese Firebrand algo que ver con el Estrago?

Caminador Incansable meneó la cabeza.

—No lo sé. Tampoco entiendo cómo pudo vivir a lo largo de las vidas de seis jefes.

También a mí me extrañaba, pero todo cuanto rodeaba a los Hombres de las Llanuras era oscuro y misterioso.

—¿Y cómo sabéis que sigue con ellos? ¿Con los que-nara subterráneos, quiero decir?

—Porque en las últimas semanas lo vi y hable con él —contestó Caminador Incansable, quien rápidamente dibujó un signo protector en el polvo del suelo—. Se ríe de nosotros y afirma que su ojo herido hizo bajar nuestras armas.

—¿Qué significa eso? —inquirí.

—Que el pueblo subterráneo lo aceptó a pesar de su ojo faltante, y que ese ojo tuvo que engañarlos, así como su modo de expresarse, porque ahora el pueblo lo sigue sin discusión, convencido de que llegará el momento en que la corona esté completa... con más de doce piedras, según dice él, porque su plan consiste en engastar el ópalo decimotercero y así tener poder sobre la vida y la muerte.

—Y yo voy a caer directamente en sus manos, llevándole lo que tanto ansia... —murmuré, temeroso.

—Lo que tanto ansia, puede ser su perdición —respondió Caminador Incansable, pensativo—. Veréis... Firebrand tiene razón, ya que yo soy impotente frente a él. La falta de su ojo es
mi
perdición, en cierto aspecto. Porque, aunque yo conociese el camino de su oscuro reino, en el seno de las montañas..., camino que se perdió para nosotros cuando Firebrand se llevó la sabiduría consigo..., no podría hacerle daño, dado que la hoja que lo marcó frena mi mano.

Yo me agaché en medio de un incómodo silencio. A mi lado, Shardos carraspeó turbado y se puso a remover el fuego con un palo.

—¿Queréis decir que no podéis ponerle la mano encima? ¿Ni siquiera para salvar a vuestro pueblo?

—Ni siquiera. Aunque él dañe a mi pueblo. Porque lo perjudicará robándole su memoria, y si yo le pongo la mano encima, digo con ello que tal memoria no merece ser robada. Sin embargo —continuó con profunda malicia en sus ojos, como el fuego que yo veía en los ópalos—, eso no significa que yo no pueda permanecer atrás y hacer que alguien..., una persona no perteneciente al Pueblo..., le eche mano. No es que me disguste tal posibilidad. Porque las manos que destruyan a Firebrand harán historia. Curarán heridas y volverán a unir una nación separada. Quizá mi tarea consista sólo en ver cómo se desarrollan las cosas. A veces, la acción estriba en la espera.

Entre mis oídos parecieron revolotear polillas.

—Lo siento, Caminador Incansable —dije por último—, pero no soy hombre interesado en la historia y todo eso. Sinceramente, lo único que yo persigo es salvar a mi hermano Brithelm y, cuando lo haya logrado, mis problemas con Firebrand habrán terminado. No soy ningún héroe.

Para explicar mi punto de vista, le conté a Caminador Incansable toda la desagradable aventura de
mis
ópalos: cómo las piedras habían llegado a mí, largo tiempo atrás, procedentes de las arcas de un perverso encantador, como soborno para traicionar a Bayard Brightblade, por no mencionar ya a mi familia. Narré todo lo sucedido con el Escorpión, cómo las piedras habían ido de las polvorientas habitaciones de mi castillo a sus ilusorios aposentos, y confesé que, a pesar del tiempo que los ópalos llevaban en mis manos, apenas sabía más sobre ellos que en el momento de agarrarlos por primera vez, hambriento como estaba de dinero.

—Desde luego, sobreviví —terminé mi relato, escudriñando la oscuridad de la voluminosa forma que ahora se alzaba al borde mismo del círculo iluminado por el fuego—, pero necesité toda mi ingenuidad y mis buenas palabras y mi valor para escapar de las zarpas del Escorpión. Creo que ya no me queda ninguna de esas virtudes.

—Pero, en efecto, sobrevivisteis. Y eso ya significa algo. La noche es larga —añadió el Hombre de las Llanuras bruscamente—, y os aguarda un largo viaje. Ahora ya habréis comprendido que no tenemos intención de haceros daño. Por consiguiente, esta noche debéis procurar dormir tranquilo en vuestro campamento.

Me ofreció su rasgada sonrisa y agregó:

—Oímos hablar de esas piedras, y de que Firebrand esperaba su llegada. Es lógico que tal hecho nos preocupe. Así pues, deseábamos encontrarlas y comprobar que las manos en que cayeron son... buenas manos, que sabrán mantener el silencio.

—Yo también sé de eso, Caminador Incansable —respondí—. Vi los fuegos desde lejos, tanto en las montañas como en las piedras. Un hermano mío se encuentra en alguna parte del interior de las montañas, y otro...

No pude proseguir.

Era demasiado pronto para hablar de Alfric. Caminador Incansable avanzó despacio y con delicadeza hasta el círculo de luz, dejándome unos instantes a solas con mis pensamientos.

—Caminador Incansable —musité finalmente, cuando me hube dominado de nuevo—. ¿Qué oísteis respecto de mi hermano, el secuestrado por Firebrand?

—Sólo lo que vos acabáis de contarme, solámnico —contestó, ya iluminado por la fogata.

El Hombre de las Llanuras me miró casi con ternura, y yo me dispuse a ayudar a Shardos a ponerse de pie. Los tres caminamos hacia el extremo del campamento. Entre dos peñascos situados a bastante distancia, en dirección oeste, resplandecía un débil fuego, y desde allí me llegó el sonido de las risas de Ramiro, sin duda animadas por una botella de Águila de Thorbardin.

—Ahora os creo, solámnico —dijo Caminador Incansable con tranquilidad—. Cuidaréis prudentemente de las piedras y de mi pueblo.

—Pero... ¿por qué? ¿Por qué tenéis que creer en mí? Deseo lo mejor para vosotros y vuestra historia, pero lo único que yo persigo es recuperar a mi hermano. ¡Y haré
cualquier cosa
para liberarlo!

—Eso sólo ya es algo —replicó el Hombre de las Llanuras sin rodeos—. Yo estoy convencido de que los dioses siempre envían algo a mi pueblo, y vos parecéis ser el único árbol de la llanura.

—No resulta muy alentador, amigo...

—En tal caso, tendréis que aprender a cobrar más ánimos —declaró Caminador Incansable en tono misterioso, conduciéndome a donde aguardaban los caballos.

* * *

El regreso a nuestro campamento fue solitario.
Lily
avanzaba despacio, sin duda perturbada por el miedo que le habían causado las prendas de vestir de los Hombres de las Llanuras. Yo conducía además el caballo de Shardos, que lanzaba resoplidos mientras marchábamos entre rocas cada vez más altas. El viejo roncaba en su silla.

Yo era víctima de mi propio peso. En mi mente, las piedras constituían una carga, porque siempre odié con toda mi alma aquellas responsabilidades que no me permiten controlar lo que me rodea. Y todo el turbio asunto de ese Firebrand, su corona y sus visiones, me tenía doblemente preocupado.

La espera quizá signifique acción, pero, aquella noche, a mí me parecía que yo no hacía nada de nada.

En la oscuridad, cuando el camino que seguíamos empezó a ascender de manera más empinada hacia la todavía débil luz de nuestro fuego, se me ocurrió la idea de esconder los dichosos ópalos entre las ropas de Shardos.

Pero la cara de luna llena del buen hombre sonreía en un sueño feliz, detrás de mí, y comprendí que mis pensamientos eran absurdos, y que de ningún modo elegiría yo el sistema del cobarde. Mas... ¡que me llevasen todos los diablos si sabía lo que me convenía hacer!

13

—¿Y qué pasó con los demás? —preguntó un niño pequeño, inclinado sobre varios montoncitos de piedras y delgadas varas que movía mientras escuchaba la historia del namer—. ¿Qué les pasó a los que se quedaron en el castillo y a los que estaban en las cuevas del namer?

El namer sonrió. Lentamente ligó encima del fuego las dos tiras de metal, doblándolas del modo más hábil con sus enguantadas manos.

* * *

He aquí la historia tal como me la refirió lady Enid, acabada de completar con lo que otros añadieron, con lo dicho por los sirvientes y lo que sir Bayard dejó escapar en momentos de descuido. Es el relato de lo ocurrido durante nuestra ausencia.

En primer lugar, Bayard mostró su verdadera personalidad, dominando como de costumbre y con mesura la ola de histeria que se produjo en el Castillo Di Caela cuando se descubrió la desaparición de Dannelle.

Toda esa forma de gobernar con justicia y prudencia está muy bien, pero Bayard perdió pronto la paciencia, una vez despachados todos los asuntos del día o que hubiese podido anotar, prever o incluso imaginar al término de la primera jornada, después de nuestra partida. Esto no quiere decir que no quedase mucho por hacer en el castillo. La cosa era, simplemente, que Bayard, caballero amante de las aventuras por naturaleza, no tenía el aguante ni la destreza necesarios para ocuparse de los mil detalles del mantenimiento y gobierno de la fortaleza.

Es aquí donde comienza la verdadera historia.

Por lo visto, sólo transcurrieron tres noches antes de que Bayard subiera a la Torre de los Gatos. El cuchicheo había ido de criado en criado mientras el caballero yacía en su enfermería atendido por Enid, que no sabía cómo cuidar a su inquieto marido y, además, ocuparse de la no menos inquieta propiedad. Los tres cirujanos permanecían constantemente, y de manera casi molesta, encima del caballero herido, sin cesar de frotarle la pierna con sus piedras textrales. Esas piedras humeaban y despedían un olor dulzón, pero habían perdido su fascinación inicial para Bayard y ya formaban parte del tedioso programa diario.

Lo único interesante para Bayard en sus aburridas horas eran las visitas del joven Brandon Rus. Éste le hablaba de la halconería y de caballos. Sabía más de esos estimados temas que media docena de caballeros que le doblaran la edad, juntos. En cualquier caso, Brandon había adquirido tales conocimientos porque se dedicaba largas horas a esas ocupaciones y pasaba la mayor parte del día en los bosques que se extendían al otro lado de la muralla del este, cabalgando y cazando sin cesar.

A veces, cuando por la mañana se alzaba el viento, Bayard percibía el eco de su cuerno en los terrenos de la propiedad. Era entonces cuando se ponía inquieto y, sintiendo unos celos muy poco solámnicos, arremetía a gritos contra los médicos.

No obstante, sir Brandon siempre era bienvenido. Bayard esperaba su conversación como un gran alivio después de la presencia de los sempiternamente cariacontecidos sir Elazar y sir Fernando, los pesimistas solámnicos que sólo sabían hablar de la violación de las reglas y de los ópalos desaparecidos. Aun así, cuando los cirujanos se iban de noche y la apurada Enid echaba un breve sueño después de entretener y cuidar a su marido, Bayard quedaba a solas con sus molestias y su fastidio, sin más compañía que la de los metálicos sonidos del único reloj de cuco que Enid no había eliminado en su empeño por renovar la decoración del castillo, estropeada por sir Robert años atrás, con su dejadez y mal gusto. Bayard llegaba a añorar entonces las visitas de un Elazar, pese a constarle que al poco rato estaría harto de tenerlo allí.

Así transcurrieron las horas hasta el tercer día, en que sir Bayard Brightblade decidió hacer algo pintoresco. Lo primero fue montar un sistema de tiro con arco a través de la ventana de la enfermería.

Después que Enid hubo abierto los postigos y se apartó del chorro de luz del grisáceo mediodía, instantáneamente empapada por el incesante diluvio, y en cuanto los tres cirujanos se ausentaron bañados en sudor y por la lluvia tras correr a Bayard, con su cama y todo, a un sitio desde donde dominara el patio, un sirviente igualmente calado montó, de mal humor, dos blancos delante de la muralla exterior. Brandon Rus, que quizá fuera la única persona seca en aquella parte del castillo, colocó una silla junto a la cabecera de la cama de Bayard y, sobre ella, un arco.

—Debéis tener en cuenta la altura, la distancia y la lluvia, sir Bayard —explicó de modo cortés mientras él y Raphael empulgaban la flecha y ajustaban la cuerda, inclinando ligeramente el arco.

Con calma soltó el astil, y la saeta salió disparada hacia la cortina de agua.

La exclamación de Raphael ahogó por unos momentos la impetuosa caída de la lluvia. La flecha de sir Brandon había dado en la diana.

Brandon esbozó una sonrisa y le pasó el arco a Bayard, pero éste se lo devolvió cejijunto.

—¡Es imposible cargarlo desde la cama, sir! —le dijo el joven al avergonzado caballero, mientras él y el paje se encargaban de ello.

—¡Es esta maldita pierna la que está mal, y no mis brazos! —gruñó Bayard.

Un embarazoso silencio siguió a sus palabras. Nadie sabía qué decir. Finalmente, Brandon devolvió el arco al recostado señor del castillo.

Pero Bayard falló un tiro tras otro. La primera flecha voló por encima de los blancos y fue a clavarse en un toldo del potrero. La lona, ya hundida bajo el peso del agua, reventó y descargó todo su húmedo contenido sobre un infortunado mozo que almohazaba una yegua en el cobijo. El animal partió al galope, dejando atrás al chorreante muchacho con la almohaza en la mano.

La segunda flecha ya cayó más cerca del blanco, aunque no lo suficiente, y quedó temblando donde, sólo un segundo antes, había estado un centinela.

La tercera chocó contra el alféizar de la ventana y rebotó en el interior de la alcoba del herido, pasó entre las piernas del alarmado Raphael y clavó a la pared la manta de Bayard.

El castellano miró a sir Brandon, que retiró la silla de la cama.

Al parecer, la práctica del deporte había terminado por aquel día.

* * *

Además era hora de hacer entrar a los enanos y los perros.

Porque el tercer día de encierro de sir Bayard, un grupo de cinco enanos que hacía el pesado viaje de Thorbardin a Palanthas con cinco barriles de Águila de Thorbardin, para trocarlos por otra mercancía o venderlos a un precio imposible, había tenido que interrumpir el camino a causa de las torrenciales lluvias y buscar refugio en el lugar más próximo, que resultó ser el Castillo Di Caela. Según la costumbre solámnica, Enid se encargó de acoger a los enanos, y también se esperaba de ella que entretuviese a sus huéspedes.

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