El caballero Galen (44 page)

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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

Aquí reina la calma, y la música se convierte en silencio

aquí, donde imaginamos el fin del mundo, donde la claridad

completa los sentidos, donde por fin vemos

frutas maduras que nunca caen, ríos quietos y transparentes;

donde nos enjugan las lágrimas del rostro, o éstas se posan

cual quedas corrientes en una campiña de paz,

y el caminante abre su pecho para que penetren en él la luz

y el aire, para que repose su corazón hasta el último día.

A la tarde siguiente los vimos en una pequeña elevación al pie de las montañas.

La alta figura que iba a la cabeza de la columna era, sin duda, Caminador Incansable. Su silueta destacaba contra el cielo del oeste, contra la ya débil luz crepuscular, y él nos saludó con la mano, solitario y elegante en el borde del horizonte.

Momentos después se unió al Hombre de las Llanuras una forma rechoncha, de abigarrada vestimenta, y, cuando también ésta nos saludó, de sus manos alzadas saltaron al aire unas luces de todos los colores imaginables.

—¡Botellas! —exclamó Brithelm a mi lado—. ¡Increíble! ¡Botellas de mil colores!

De repente, y tan aprisa como habían aparecido, los Hombres de las Llanuras se desvanecieron en la distancia y en la creciente oscuridad.

Cuando ya estábamos cerca de casa, la noche se nos echó encima, y si en ocasiones Ramiro de Maw pisaba terreno más elevado que nosotros, que íbamos detrás, su enorme corpulencia tapaba la mitad de las estrellas del horizonte oriental.

Mi trato con el voluminoso caballero se suavizó considerablemente en el camino de regreso. Como de costumbre, creo que fue necesario un terremoto para que él pensara cosas más amables respecto de mí, pero, si así es, lo acepto gustoso. Porque, al fin y al cabo, su guía había resultado alentadora en las tierras altas y en las embarradas llanuras, donde yo tenía muy ingratos recuerdos de trolls, acechantes que-tana y cosas todavía peores en años pasados.

Bajo la orientación de Ramiro, la última parte de nuestro viaje transcurrió con rapidez y sin incidentes especiales. Yo tuve ocasión de conocer los paisajes solámnicos con más detalle de lo que podía haber imaginado o esperado. Cada día avanzábamos tanto como nos apetecía, y era Ramiro quien daba la pauta.

Lo primero que uno ve, llegando desde el oeste, es la bandera que ondea sobre la Torre de los Gatos.

Fue hermoso distinguirla, aunque a mí me preocupaba tener que notificar a padre la muerte de Alfric.

Pero tal temor se disipó, o al menos quedó relegado de momento ante la emoción del reencuentro. Parecía ser que también los del Castillo Di Caela tenían novedades que contar.

Entramos por la puerta occidental entre el sonido de trompetas y tambores. Raphael nos había divisado a lo lejos, durante un paseo por las murallas, y con su habitual eficacia y buena voluntad había organizado una bienvenida solámnica.

En el castillo parecía reinar el desorden. Los puestos de venta ambulantes, por regla general instalados al pie de los muros que daban al exterior, estaban desperdigados y rotos, lo que evidenciaba que el temblor de tierra sentido en las Vingaard había llegado también hasta esta zona de Solamnia. Raphael me explicó que la primera sacudida había abierto una tremenda grieta debajo de los cimientos de la fortaleza (yo no me enteraría hasta más tarde de la aventura relacionada con ello), y que el segundo movimiento sísmico, producido súbitamente hacía poco más de una semana, la había vuelto a cerrar.

A mí, todo aquello me sonó a una inverosímil explicación geológica, pero las cosas todavía más extrañas que había vivido en las tierras del oeste me inclinaron a creerle.

Brandon Rus se preparaba para partir hacia el este en un peregrinaje al Mar Sangriento de Istar. Ya tenía hecho su equipaje para la mañana siguiente, pero al llegar nosotros retrasó la marcha una noche y un día más, con objeto de escuchar nuestras aventuras. Y a través de su relato empecé a deducir lo ocurrido en las profundidades del castillo durante nuestra ausencia. Más tarde acudí a Enid y Bayard para conocer el resto de la historia, y supe más cosas de las que esperaba.

No sólo me obsequiaron con la historia de los gatos, de los peligrosos sueños y del ahogamiento de la desdichada Marigold, sino que también averigüé noticias que incluso sobrepasaban la alegría de ver restaurado el castillo.

Porque, por lo visto, cosa de un mes antes de ser yo armado caballero en el gran salón del Castillo Di Caela, algo más placentero y bastante más trascendental había tenido efecto en las alcobas privadas.

Supuse que estaba desheredado o que, por lo menos, descendía considerablemente en la línea de sucesión, dado que... el heredero de ambas ramas, las de Di Caela y Brightblade, llegaría al mundo a comienzos de primavera. La verdad es que a Enid no se la veía tan resplandeciente como, según se dice, debieran estar las futuras madres. Tenía náuseas matutinas y no cesaba de comer pasteles durante todo el día, pero a los ojos de Bayard seguía siendo la espléndida criatura que un día había visto desde las almenas, años atrás, y, ahora que juntos emprendían la más maravillosa de las aventuras, aún la encontraba mejor.

Hablando de pasteles, Marigold continuó alterando la tranquilidad nocturna en las habitaciones del Castillo Di Caela. Parece ser que, en la oscuridad, su espectro se aparecía en los aposentos de sir Robert —quien, al inundar las cavernas situadas bajo los fundamentos, había salvado el castillo y, por casualidad, también el continente— y el caballero evidenció estar dispuesto a sacar a relucir la historia durante años, durante cada comida, hasta que el fantasma le quitara el apetito. Al final, sir Robert parecía medio embrujado, y enseguida aprovechó la oportunidad de volver a dormir al raso cuando algunos de nosotros aceptamos la invitación de Caminador Incansable para asistir, a principios de otoño, a la noche de la Gran Reunión de los Hombres de las Llanuras.

* * *

Pero antes de esa prolongada y alegre reunión, me tocó pasar por algo muy duro.

Al anochecer que siguió a nuestra llegada, tuve que explicarle a padre la desgracia de Alfric.

Desde luego, él ya lo temía. Era evidente que Alfric no había regresado con nosotros y, al conocer toda la historia de los ataques sufridos y del derrumbamiento de las cavernas, mi padre se figuró lo peor. Pero se resignó al ver que, al menos, nos tenía a Brithelm y a mí.

Estaba resignado y expectante.

—Os evitaré tener que revivir esto, muchachos —dijo cuando entramos en su habitación, apartándose del escritorio donde, a la luz de una lámpara, había permanecido inclinado, pluma en mano, sobre un gran pergamino—. Según la Medida, bastarán unas simples preguntas.

Brithelm y yo nos miramos.

Era típico de padre dejarse caer en los brazos de la Orden al no poder expresar su aflicción con palabras ni con pensamientos. Sencillamente permaneció sentado delante de nosotros, con los ojos llenos de lágrimas. Yo nunca lo había visto llorar ni —pensándolo bien— tampoco con una pluma en la mano.

Constituía un arma para cubrir lo que sentía.

—Primera pregunta —comenzó, rígida la vieja espalda, a la vez que se ponía de pie, tratando de apoyar la pierna derecha, herida largo tiempo atrás en una caza de jabalíes—. Primera: ¿dónde cayó el chico?

—En lo más profundo de las montañas Vingaard, sir. Descansa en el pecho de Huma —respondí yo. Confiaba en no haber equivocado la fórmula.

—¿Y cuándo sucedió?

—Hace once... no, diez noches, sir. Descansa en el pecho de Huma.

Juntos rezamos entonces la oración que yo ya había oído en ocasiones solemnes, tanto por la tranquila muerte de un anciano caballero mientras dormía, como cuando un joven se había desnucado en un accidente. O en memoria de un centauro amigo mío. Y ahora por mi hermano, que yacía en aquellas montañas, dormido en el corazón del planeta.

Devuélvelo al pecho de Huma,

más allá de los cielos salvajes e imparciales;

asegúrale el descanso que merece un guerrero

y libera el último destello de su mirada

de las nubes asfixiantes de las batallas

por encima de los destellos de las estrellas.

Permite que su último aliento

se refugie en el aire maternal,

lejos de los sueños de los cuervos, donde

sólo el halcón recuerda la muerte.

Y luego deja que su sombra hasta Huma se eleve,

más allá de los cielos salvajes e imparciales.

Terminado el rezo y enjugadas las lágrimas, padre posó la vista en mí.

—Dime algo más, Galen —empezó.

—Alfric cayó como un valiente, padre —dije—. Sus últimos pensamientos fueron heroicos.

Brithelm me echó una breve mirada pero, desde luego, no añadió nada. Y siempre declaró, como era verdad, que no había visto morir a su hermano mayor.

* * *

Pero nuestra historia no debe finalizar sin recordar una semana a mediados de otoño, cuando soplaba un frío viento y, por vez primera en esa época del año, el aliento de los caballos empañaba el aire.

Cabalgábamos juntos Brithelm, Dannelle y yo, acompañados por un enjambre de caballeros y criados —desde Bradley y Raphael hasta el perro
Birgis—;
dejamos atrás el alcázar de Thelgaard y las montañas Garnet a la izquierda, siempre en dirección sur, y llegamos finalmente a los sagrados Terrenos de la Reunión, elegidos por Caminador Incansable y Wanderer, namer de los que-shu, para la celebración de las ceremonias.

Diría yo que a nuestro alrededor había diez mil Hombres de las Llanuras acampados, lleno el aire de humo y cantos, de olor a cuero y grano y de recuerdos.

El recuerdo era, precisamente, el más intenso de esos olores. La primera noche nos sentamos en el inmenso redondel —de más de un kilómetro de circunferencia— que unía una tribu a otra. Las lanzas de ceremonia estaban todas hincadas en el suelo, con los tótenes tribales encima: pieles de leopardo, oso y zorro, plumas de águila y cornamentas de gacelas.

Nos hallábamos instalados bajo el signo del antílope, tótem de los que-nara. Caminador Incansable nos saludó y, de manera ceremoniosa, cubrió mis hombros y los de Brithelm con sendas pieles de antílope. Para lady Dannelle había reservado una tercera piel, de menor tamaño, muy suave y blanca y gris como las cumbres de las montañas Vingaard.

Las pieles olían a las llanuras del sur, a las limpias e inmutables praderas y al súbito y vivificante aroma metálico del aire cuando se aproximan las nevadas del invierno. Yo me arrebujé con la piel mientras miraba cómo una columna de humo se elevaba del fuego encendido en unos instantes por el práctico Bradley.

El humo, empujado por una fuerte ráfaga de viento otoñal, se desvió hacia el sudeste y se extendió sobre Coastlund y el Nuevo Mar. Serpenteaba como un río y dio dos vueltas por encima de la gran hoguera central antes de formar una corriente de humo más poderosa y elevada y alejarse hacia el horizonte.

Caminador Incansable se sentó delante de mí, y la Gran Reunión empezó.

En primer lugar habló Wanderer, y su relato hizo referencia a un país' del sur, a un infatigable pueblo nómada castigado por los cambios de tiempo y por las lagunas en sus recuerdos. Después de una triste historia, el joven namer de los que-shu hacía una pausa y empezaba otra, pero todas parecían enlazadas, porque en medio de cada una aparecía la melancólica frase de «Y esto no lo recordamos...».

Wanderer habló durante toda la primera noche, y nosotros dormimos de un tirón hasta el mediodía siguiente. Caminador Incansable me despertó cuando el sol estaba ya bien alto. Su voz sonó animosa, y en sus ojos había un brillo extraño.

—¡Quitaos los mantos del dolor, solámnico! —dijo, con la mirada puesta en el fuego central—. Porque esta noche veréis cómo la Reunión sale por fin de la oscuridad y el tiempo es redimido...

Confieso que el olor del aire era más ligero, y que en él flotaba algo prometedor de júbilo e interesante historia. En efecto, la segunda noche fue divertida hasta que el nuevo namer de los que-nara comenzó a hablar.

Primero fue una velada de reunión. Por lo visto, Ramiro había hecho una larga escapada a través de Goodlung y Balifor y las verdes tierras cercanas a su hogar, y yo me pregunté si no habría pasado más de una noche bajo su propio techo, antes de volver a ponerse en camino. Porque ahora miró perezoso las estrellas del Arpa de Branchala, con un vaso de Águila de Thorbardin apoyado en su generoso estómago y... la gran cabeza, cuyos largos y ensortijados cabellos negros formaban un abanico, apoyada en el regazo de una Mujer de las Llanuras a la que yo no había visto antes, toda ella pintarrajeada, con aros en la nariz y, sin duda alguna, sumamente atenta a Ramiro.

Parecía estar en buenas manos, aunque unas manos que quizá pusieran en peligro su corazón con sus evidentes energías.

Yo había hablado con el voluminoso caballero y regresaba junto a nuestro fuego cuando el namer de los que-nara se situó al lado de la fogata central e inició su relato.

Su voz me sonó familiar, por lo que me detuve en seco y miré con ojos estrechos hacia la monumental hoguera.

El namer de los que-nara era un hombre moreno, vestido de colorines, y lo acompañaba un perro de muy desarrollada caja torácica.

—¡Shardos! —murmuré.

Claro que lo era. Me sorprendió no haberlo descubierto antes.

El juglar se agachó delante del fuego para explicar los primeros días de nuestra aventura. De su abigarrada ropa sacó algunos útiles centelleantes y comenzó a hablar de Caminador Incansable.

Noté una mano en mi hombro y encontré al alto Hombre de las Llanuras a mi lado.

—Tomad esto —dijo, entregándome una delgada tira de plata—. Llevádselo al juglar, porque lo necesitará.

En el momento en que entré en el círculo de luz de la gran hoguera, Shardos extendió la mano, sonrió cuando deposité la plata en ella y se puso a narrar
mi
parte de la historia ante la entusiasmada atención de todas las tribus: los que-shu, los que-kiri y los que-nara.

Cuando mi viejo amigo habló, todos los acontecimientos revivieron: desde el destierro de Firebrand en los siglos pasados hasta la Noche de la Reunión y el nuevo namer que teníamos delante. El juglar explicó las historias en tiempo presente, a la vez que sus manos no cesaban de retorcer otra pieza de plata que el propio Caminador Incansable había traído, y que ahora unía a la que yo le había entregado antes. Los Hombres de las Llanuras hacían gestos afirmativos alrededor de Shardos y cerraron los ojos a medida que lo relatado por el namer tomaba forma en su propia y brillante imaginación.

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