El caballero inexistente

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Authors: Italo Calvino

 

Calvino nos traslada a uno de sus universos experimentales favoritos, el de los romances de caballerías. Nada más empezar encontramos al emperador Carlomagno pasando revista a sus tropas antes del combate contra los infieles. Último de la fila de sus paladines el rey descubre a Agilulfo, cuya prístina armadura blanca no encierra a un hombre ni a ser viviente alguno. Preguntado por lo insólito de su circunstancia, Agilulfo declara existir únicamente debido al rigor por el que sigue las normas de la caballería y por el fervor de su servicio al rey. Complacido por la respuesta, Carlomagno no le da más vueltas. Como siempre en Calvino, el disparatado protagonista no da él sólo la clave de la interpretación de la novela. Ésta se encuentra en su interacción con el mundo y el resto de los personajes.

Leer El Caballero inexistente es una grata experiencia. Hay aventuras y peripecias que se suceden unas detrás de otra, todo bajo el signo del humor caústico de Calvino. Pero su imaginario existencial es algo en lo que merece uno detenerse, después de haber disfrutado con su creatividad, para intentar descifrar su sentido poético. Hay una moraleja en esta novela: A existir también se aprende.

Italo Calvino

El caballero inexistente

ePUB v1.0

Doña Jacinta
12.10.11

Título original: Il cavaliere inesistente (1959)

Traducción: Francesc Miravitlles

Editorial Bruguera, S. A.

Prólogo

Con la historia de un caballero que no existe, Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, nombre que por sí solo podría llenar una armadura entera, llegamos al final de la trilogía que Italo Calvino consagró en la década de los 50 a nuestros antepasados y cuyos títulos anteriores (
El vizconde demediado
y
El barón rampante
) se han publicado ya en Libro Amigo.

Al igual que en el caso de las otras novelas del ciclo, el mecanismo que desencadena en la mente del autor
El caballero inexistente
es una imagen: una armadura que anda y que por dentro está vacía. Y como ocurría con las precedentes, nada más lúcido que la propia reflexión de Calvino sobre la tesis y la intención de este relato:

«Del hombre primitivo que, al ser todo uno con el universo, podía denominarse aún inexistente, por indiferenciado de la materia orgánica, hemos llegado lentamente al hombre artificial que, siendo todo uno con los productos y las situaciones, es inexistente porque ya no se roza con nada, ya no se relaciona (lucha, y a través de la lucha, armonía) con lo que (naturaleza e historia) está a su alrededor, sino que se limita a “funcionar” abstractamente.»

Ya tenemos a Agilulfo —el caballero— y a Gurdulú —su escudero—, suma abstracción el uno y exagerada corporeidad el otro. Pero no se trata de meros esquemas. Al escribir su historia, en 1959, Calvino refleja en la divertida peripecia del caballero sin existencia real la atmósfera de aquellos años en los cuales el equilibrio mundial estaba dominado por la guerra fría y la tensión. El libro, escrito en una época de perspectivas históricas más inseguras que 1951 o 1957 (fecha de composición de los otros dos), ofrece también un mayor esfuerzo de interrogación filosófica, no incompatible con un gran abandono lírico.

Sigamos el hilo de la reflexión de Calvino:

«Agilulfo, el guerrero que no existe, tomó los rasgos psicológicos de un tipo humano muy difundido en todos los ambientes de nuestra sociedad; mi trabajo con ese personaje se presentó fácil de inmediato. De la fórmula Agilulfo (inexistencia provista de voluntad y conciencia) saqué, con un procedimiento de contraposición lógica (es decir, partiendo de la idea para llegar a la imagen, y no viceversa, como hago de ordinario), la fórmula existencia carente de conciencia, o sea, identificación general con el mundo objetivo, e hice al escudero Gurdulú. Este personaje no consiguió tener la autonomía psicológica del primero. Y es comprensible porque prototipos de Agilulfo se encuentran por doquier, mientras que los prototipos de Gurdulú se encuentran sólo en los libros de los etnólogos.»

A Agilulfo y Gurdulú vienen a sumarse para el desarrollo de la ficción novelesca otros personajes; frente a los modelos puros, a las ideas encarnadas en los nombres, otros individuos en los que la existencia y la inexistencia luchan en el interior de una misma persona: Rambaldo, paladín stendhaliano, busca las pruebas del existir por medio del hacer; Torrismundo ha de comprobar que existe, no en la práctica y la experiencia, sino en la búsqueda de algo distinto de sí, de lo previo a él —sus «padres», los caballeros del Santo Grial—. Como lógico complemento, dos figuras femeninas: Bradamante, el amor como pugna, como guerra, y Sofronia, el amor como paz.

«Ahora tenía todos los elementos que quería —prosigue el análisis calviniano—; bastaba con dejarlos mover por la pizca de trepidación existencial que llevaban en sí; pero esta vez no me dejaría meter en la peripecia como en
El barón rampante
, es decir, no acabaría creyendo en lo que contaba; aquí el relato era y debía ser lo que se llama un “divertimento”. Esta fórmula del “divertimento” yo la he entendido siempre en el sentido de que quien debe divertirse es el lector; es decir, que no significa que sea una diversión para el escritor, el cual debe narrar con distanciamiento, alternando impulsos en frío e impulsos en caliente, autocontrol y espontaneidad, y en realidad ése es el modo de escribir que proporciona más cansancio y más tensión nerviosa. Pensé entonces en extrapolar este esfuerzo mío de escribir haciendo con él un personaje, e hice la monja escribiente, como si fuera ella la que narraba, y esto servía para darme impulsos más reposados y espontáneos, y sacaba adelante lo demás.»

La presencia de un «yo» narrador comentarista es una constante del ciclo —el sobrino niño del Vizconde, el Biagio di Rondó hermano y cronista del Barón—, pero en esta novela presenta una acusada novedad, esboza un tema que Calvino ha tratado admirablemente, a lo largo, a lo ancho y en profundidad, en su hasta ahora última novela:
Se una notte d'inverno un viaggiatore
(Einaudi, 1979). Se trata del propio acto de escribir, de la relación entre la complejidad de la vida y la hoja en la que esa complejidad se dispone en forma de signos alfabéticos, del grafo y su recepción por el lector, en suma: «el arte de escribir historias está en saber sacar de lo poco que se ha comprendido de la vida todo lo demás: pero acabada la página se reanuda la vida y una se da cuenta de que lo que sabía es muy poco». Esta reflexión de la monja escribiente al inicio del capítulo VI encubre, a mi entender, la soberbia legítima de quien es perfectamente consciente de que al poner en pie todo un coherente mundo de ficción nos está enseñando a comprendernos mejor a nosotros mismos. Sor Teodora, el «yo—narrador», que no aparece hasta el capítulo IV, va ocupando progresivamente un primer plano, la historia se va convirtiendo en la historia de la pluma de oca de la monjita corriendo sobre el papel en blanco, para terminar con una pirueta narrativa, un golpe de escena que cierra con su broche de oro la narración.

El fondo sobre el que se mueven nuestros personajes nada tiene de novela histórica. El humor de Calvino se desborda en una recreación puramente fantástica, en ocasiones disparatada y anacrónica —los tenedores que utiliza Agilulfo en el capítulo del banquete sólo se introdujeron en las mesas palaciegas muchos siglos después—, como se da a menudo en la tradición popular, de diversos ambientes: primero y principal, el de los paladines que rodean a Carlomagno y el propio emperador de los francos, vistos con ojos desmitificadores; las absurdas etiquetas y reglas de una guerra que dura años y años ponen en solfa la heroicidad y evocan las
routines
de un ejército victorioso. Los personajes de este coro proceden todos de la tradición caballeresca, común tanto a Italia como a España y Francia, y de ahí que sus nombres —Roldan, Palmerín, Reinaldo— nos suenen familiares. Exclusivamente italiana es en cambio Bradamante —que no es «coro» sino personaje—: las mujeres guerreras son totalmente ajenas a la epopeya francesa, mientras que en la literatura caballeresca italiana abundan: Flordelís, Marfisa, etc. En nuestro romancero encontraremos, sí, alguna doncella guerrera, pero sus motivaciones para hacer la guerra no están basadas en el amor al riesgo o a la aventura; siempre se presenta como esencialmente femenina, como sustitutivo de un varón que no existe: «¡No reventaras, condesa, / por medio del corazón, / que me diste siete hijas, / y entre ellas ningún varón! /… / No maldigáis a mi madre, / que a la guerra me iré yo; / me daréis las vuestras armas, / vuestro caballo trotón…» Y cuando la doncella regresa al castillo paterno, tras servir al rey dos años, tiene efusiones líricas con las que se moriría de risa la italiana Bradamante: «Campanitas de mi iglesia / ya os oigo repicar; / puentecito, puentecito / del río de mi lugar, / una vez te pasé virgen, / virgen te vuelvo a pasar.» Otro de los «coros» es el de los caballeros del Santo Grial, ejemplificación del existir como experiencia mística, como anulación en el Todo, con resonancias wagnerianas y orientales (el budismo de los samurais). Y como contraposición a ellos, el pueblo de los curvaldos, tan oprimidos que ni saben que existen, pero que cuando tomen conciencia de su estar en el mundo, rebelándose contra los caballeros, ya no querrán seguir sirviendo a otros señores, sino que aspirarán a vivir entre iguales —y en esto se anticipan a la revolución urbana de los siglos XI—XIII.

Todos estos elementos se aúnan para formar una trama trepidante, imaginativa, fantástica, en la que, de la mano de sor Teodora, seguimos a nuestros personajes por dos continentes en una peripecia que pretende, en sustancia, que nos replanteemos la relación justa entre la conciencia individual y el curso de la historia. Para cerrar estas palabras de presentación oigamos de nuevo la voz de Calvino en el prólogo que escribió para la edición conjunta de los tres relatos:

«También sois muy dueños de interpretar como queráis estas tres historias, y no debéis sentiros atados en absoluto por la declaración que acabo de hacer sobre su génesis. He querido hacer una trilogía de experiencias sobre cómo realizarse en tanto que seres humanos: en el
Cavaliere inesistente
la conquista del ser, en el
Visconte dimezzato
la aspiración a una plenitud por encima de las mutilaciones impuestas por la sociedad, en el
Barone rampante
una vía hacia la plenitud no individualista, alcanzable mediante la fidelidad a una autodeterminación individual. Tres grados de acercamiento a la libertad. Y al mismo tiempo he querido que fueran tres historias “abiertas”, como suele decirse, que ante todo se tengan en pie como historias, por la lógica del sucederse de sus imágenes, pero que comiencen su verdadera vida en el imprevisible juego de interrogaciones y respuestas suscitadas en el lector. Quisiera que pudieran ser vistas como un árbol genealógico de los antepasados del hombre contemporáneo, en el que cada rostro oculta algún rasgo de las personas que tenemos a nuestro alrededor, de vosotros, de mí mismo.»

Adelante, pues: comience el lector con ese imprevisible juego, al que ya muchos antes que él jugaron.

Esther Benítez

I

Bajo las rojas murallas de París estaba formado el ejército de Francia. Carlomagno tenía que pasar revista a los paladines. Ya hacía más de tres horas que estaban allí; era una tarde calurosa de comienzos de verano, algo cubierta, nubosa; en las armaduras se hervía como dentro de ollas a fuego lento. No se sabe si alguno en aquella inmóvil fila de caballeros no había perdido ya el sentido o se había adormecido, pero la armadura los mantenía erguidos en la silla a todos por igual. De pronto, tres toques de trompa: las plumas de las cimeras se sobresaltaron en el aire quieto como por un soplo de viento, y enmudeció en seguida aquella especie de bramido marino que se había oído hasta entonces, y que era, por lo visto, un roncar de guerreros oscurecido por las golas metálicas de los yelmos. Finalmente helo allí, divisaron a Carlomagno que avanzaba, al fondo, en un caballo que parecía más grande de lo normal, con la barba sobre el pecho, las manos en el pomo de la silla. Reina y guerrea, guerrea y reina, dale que dale, parecía un poco envejecido, desde la última vez que lo habían visto aquellos guerreros.

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