Read El caballero inexistente Online
Authors: Italo Calvino
Uno le da alcance, con el yelmo negro y bicorne como un abejorro. El joven para un sablazo y da de plano sobre su escudo, pero el caballo se desvía, hay el de antes que lo apremia de cerca, ahora Rambaldo debe manejar el escudo y la espada y debe hacer girar sobre sí mismo el caballo apretando las rodillas en los flancos. «¡Cobardes!», grita, y es verdadera rabia la suya, y el combate es un verdadero combate encarnizado, y la disminución de sus fuerzas al tener a raya a dos enemigos es un verdadero enflaquecimiento de los huesos y la sangre, y quizá Rambaldo morirá, ahora que está seguro de que el mundo existe, y no sabe si morir ahora es más triste o menos triste.
Los tenía encima a ambos. Retrocedía. Apretaba el puño de la espada como si estuviera pegado a él: si la pierde está perdido. Cuando, precisamente en ese postrer momento, oyó un galope. Ante aquel sonido, como si de un redoble de tambor se tratara, los dos enemigos juntos se apartaron de él. Se protegían con los escudos levantados, retrocediendo. También Rambaldo se volvió: vio a su lado a un caballero con armas cristianas que sobre la coraza llevaba una túnica de un color azul intenso. Una cimera de largas plumas del mismo azul se agitaba sobre su yelmo. Volteando veloz una ligera lanza mantenía alejados a los sarracenos.
Ahora están formando pareja, Rambaldo y el caballero desconocido. Éste continúa dándole vueltas a la lanza. De los dos enemigos, uno intenta una finta y quisiera arrancarle la lanza de la mano. Pero el caballero de azul en ese momento cuelga la lanza del gancho del ristre y echa mano del estoque. Se lanza sobre el infiel; se baten en duelo. Rambaldo, al ver con qué ligereza se sirve del estoque el desconocido auxiliador, casi se olvida de todo y se quedaría parado allí, mirando. Pero sólo es un momento: ahora se lanza contra el otro enemigo, con gran choque de escudos.
Así iba combatiendo al lado del de azul. Y cada vez que los enemigos, tras un nuevo asalto inútil, se echaban atrás, uno de ellos dos empezaba a combatir con el adversario del otro, con un cambio rápido, y así los trastornaban con su distinta pericia. Combatir al lado de un compañero es algo mucho mejor que combatir solo: estimula y consuela, y la sensación de tener un enemigo y la de tener un amigo se funden en un mismo calor.
Rambaldo, a menudo, para estimularse le grita al otro, el cual calla. El joven comprende que en la batalla conviene ahorrar aliento y calla también él; pero le disgusta un poco no oír la voz del compañero.
La riña se ha hecho más cerrada. He aquí que el guerrero de azul derriba de la silla a su sarraceno; éste, a pie, escapa entre los matorrales. El otro se abalanza sobre Rambaldo, pero en el choque rompe la espada; por temor a caer prisionero hace girar a su caballo y huye también él.
—Gracias, hermano —dice Rambaldo a su auxiliador, descubriendo el rostro—, ¡me has salvado la vida! —y le tiende la mano—. Mi nombre es Rambaldo de los marqueses de Rosellón, bachiller.
El caballero de azul no responde: ni dice su nombre, ni estrecha la diestra tendida de Rambaldo, ni descubre el rostro. El joven enrojece.
—¿Por qué no me respondes? —Pero aquél da vuelta al caballo y echa a correr—. ¡Caballero, aunque te debo la vida, consideraré esto como una ofensa mortal! —gritó Rambaldo, y el caballero de azul ya está lejos.
El reconocimiento hacia el desconocido auxiliar, la muda comunidad nacida en el combate, la rabia por aquel desaire inesperado, la curiosidad por aquel misterio, el encarnizamiento que apenas sosegado con la victoria en seguida buscaba otros objetos, y he aquí que Rambaldo espoleaba el caballo para perseguir al guerrero de azul y gritaba:
—¡Me pagarás esta afrenta, quienquiera que seas!
Espolea, espolea, pero el caballo no se mueve. Tira de la brida, y el hocico le vuelve a caer. Lo sacude desde el arzón. Se tambalea como si fuera un caballito de madera. Entonces desmonta. Levanta el bozal de hierro y ve el ojo blanco: estaba muerto. Un golpe de espada sarracena, al penetrar entre pieza y pieza de la gualdrapa, lo había herido en el corazón. Ya se habría desplomado al suelo si las envolturas de hierro que le ceñían patas y flancos no lo hubiesen mantenido erguido y como arraigado en aquel lugar. En Rambaldo el dolor por aquel valeroso caballo muerto de pie tras haberlo servido fielmente hasta allí, venció por un momento a la furia: echó los brazos al cuello del animal, quieto como una estatua, y lo besó en el frío hocico. Después se recobró, se secó las lágrimas y, apeado, se alejó.
Pero ¿adónde podía ir? Se encontraba corriendo por senderos inciertos, sobre una boscosa orilla de torrente, sin señales de batalla en los alrededores. Las huellas del guerrero desconocido se habían perdido. Rambaldo fue avanzando al azar, resignado ya a que se le hubiera escapado, y sin embargo aún pensaba: «¡Lo encontraré, aunque esté en el fin del mundo!»
Ahora, lo que más le atormentaba, después de aquella mañana incandescente, era la sed. Al bajar hacia la orilla del torrente para beber, oyó un moverse de ramas: atado a un avellano con una floja ligadura, un caballo pacía la hierba de un prado, liberado de las piezas de la coraza más pesadas, que yacían cerca. No había duda: era el caballo del guerrero desconocido, ¡y el caballero no debía de estar lejos! Rambaldo se lanzó entre las cañas para buscarlo.
Llegó a la orilla, asomó la cabeza por entre las hojas: el guerrero estaba allí. La cabeza y el torso todavía estaban encerrados en la coraza y el yelmo impenetrables, como un crustáceo; pero se había quitado los quijotes, las rodilleras y las canilleras, y estaba, en fin, desnudo de cintura para abajo, y corría descalzo por los peñascos del torrente.
Rambaldo no daba crédito a sus ojos. Porque aquella desnudez era de mujer: un liso vientre plumado de oro, y redondas nalgas rosadas, y tiernas y largas piernas de muchacha. Esta mitad de muchacha (la mitad de crustáceo tenía ahora un aspecto todavía más inhumano e inexpresivo) giró sobre sí misma, buscó un sitio acogedor, fijó un pie a un lado y el otro al otro de un riachuelo, dobló un poco las rodillas, apoyó en ellas los brazos con los férreos brazales, tendió hacia adelante la cabeza y hacia atrás la espalda, y se puso tranquila y altiva a hacer pipí. Era una mujer de armoniosas lunas, de pluma tierna y de ondeo gentil. Rambaldo se enamoró de inmediato.
La joven guerrera bajó al arroyo, se agachó otra vez sobre las aguas, hizo una rápida ablución que le produjo algunos escalofríos, y corrió hacia arriba con leves saltos de sus desnudos pies rosados. Fue entonces cuando advirtió a Rambaldo que la estaba espiando entre las cañas. «
Schweine Hund!
», gritó, y sacando un puñal de la cintura se lo tiró, no con el gesto de la perfecta manipuladora de armas que era ella, sino con el impulso rabioso de la mujer enfurecida que le tira al hombre un plato a la cabeza, o un cepillo o cualquier cosa que tiene a mano.
De todas formas, erró por un pelo la frente de Rambaldo. El joven, vergonzoso, se retiró. Pero poco después ya anhelaba presentarse de nuevo ante ella, revelarle de alguna manera su enamoramiento. Oyó un pataleo; corrió al prado; ya no estaba el caballo; había desaparecido. El sol declinaba: sólo ahora se dio cuenta que había transcurrido toda una jornada.
Cansado, a pie, demasiado trastornado por tantas cosas ocurridas para ser feliz, demasiado feliz para entender que había cambiado su ansia de antes por ansias todavía más ardientes, regresó al campamento.
—Sabéis, he vengado a mi padre, he vencido, Isoarre ha caído, yo… —pero lo contaba confusamente, demasiado de prisa, porque el punto al que quería llegar era otro—, … y me batía contra dos, y vino un caballero a socorrerme, y luego descubrí que no era un soldado, era una mujer, muy bella, no sé de cara, sobre la armadura viste un sayo de color azul…
—¡Ja, ja, ja! —rieron los compañeros de tienda, ocupados en untar con ungüento los cardenales de los que tenían cubiertos el pecho y la espalda, en medio del gran tufo de sudor de cada vez que uno se quita la armadura después de la batalla—. ¡Con la Bradamante, te quieres meter, pichón! ¡Seguro que ésa es a ti a quien quiere! ¡Bradamante se tira a los generales o a los mozos de cuadra! ¡No la pescarás ni aunque le pongas sal en la cola!
Rambaldo no consiguió decir ni una palabra. Salió de la tienda; el sol se ponía, rojo. Todavía ayer, al ver caer el sol, se preguntaba: «¿Qué será de mí mañana al ocaso? ¿Habré pasado la prueba? ¿Tendré la confirmación de ser un hombre, de que dejo huella al caminar sobre la tierra?» Y helo aquí, éste era el ocaso de aquel mañana, y las primeras pruebas, superadas, ya no contaban para nada, y la prueba nueva era inesperada y difícil, y la confirmación sólo podía estar allí. En este estado de incertidumbre Rambaldo habría querido confiarse al caballero de la blanca armadura, como si fuera el único que pudiese comprenderlo; y ni siquiera él habría sabido decir por qué.
Bajo mi celda está la cocina del convento. Mientras escribo oigo el choque continuado de los platos de cobre y estaño: las hermanas que se encargan de fregar están enjuagando la vajilla de nuestro menudo refectorio. A mí la abadesa me ha asignado una tarea distinta de la suya: escribir esta historia, pero todos los trabajos del convento, tendientes como son a un único fin, la salvación del alma, es como si fueran uno solo. Ayer escribía sobre la batalla y en el ruido del fregadero me parecía oír entrechocar lanzas contra escudos y corazas, resonar los yelmos golpeados por las pesadas espadas; del otro lado del patio me llegaban los golpes del telar de las hermanas tejedoras y me parecía un batir de cascos de caballos al galope; y así, aquello que mis oídos oían, mis ojos entornados lo transformaban en visiones y mis labios silenciosos en palabras y más palabras y la pluma se lanzaba por la hoja blanca, persiguiéndolas.
Hoy quizá el aire es más caliente, el olor de coles más espeso, mi mente más perezosa, y el estrépito de las que friegan no consigue llevarme más lejos de las cocinas del ejército franco: veo a los guerreros en fila delante de las marmitas humeantes, con un continuo golpear de escudillas y tamborilear de cucharas, y el choque de los cucharones contra los bordes de los recipientes, y el raspar sobre el fondo de las marmitas vacías y encostradas, y esta vista y este olor de coles se repite para cada regimiento, el normando, el angevino, el borgoñón.
Si la potencia de un ejército se mide por el fragor que emite, entonces el sonoro ejército de los francos se da a conocer verdaderamente cuando llega la hora del rancho. El ruido retumba por valles y llanuras, hasta el lugar donde se mezcla con un eco igual, proveniente de las marmitas infieles. También los enemigos están ocupados a la misma hora en engullir una infame sopa de coles. La batalla ayer no resonaba tanto. Ni despedía tan mal olor.
Así pues, ya no me queda más que imaginar a los héroes de mi historia en torno a las cocinas. A Agilulfo lo veo aparecer entre el humo, inclinado sobre una marmita, insensible al olor de coles, impartiendo amonestaciones a los cocineros del regimiento de Auvernia. Y he aquí que aparece el joven Rambaldo, corriendo.
—¡Caballero! —dice aún jadeante—, ¡por fin os encuentro! Es que yo, comprendéis, ¡quisiera ser paladín! En la batalla de ayer he vengado… en el combate… luego estaba solo, con dos contra mí… una emboscada… y entonces… en fin, ahora sé lo que es combatir. Quisiera que en la batalla me dieran el puesto más arriesgado… o partir para alguna empresa que me procurase gloria… por nuestra santa fe… salvar mujeres, enfermos, viejos, débiles… vos me podéis decir…
Agilulfo, antes de volverse hacia él, permaneció un momento dándole la espalda, como para acentuar su disgusto por haberlo interrumpido en el cumplimiento de una tarea; después, volviéndose, comenzó un discurso desenvuelto y elegante, en el que se advertía el placer de adueñarse rápidamente del asunto que le era propuesto en aquel momento y de ahondar en él con autoridad.
—Por cuanto me dices, bachiller, pareces sostener que nuestra condición de paladines comporta exclusivamente el cubrirse de gloria, ya en batalla a la cabeza de las tropas, ya en audaces acciones individuales, estas últimas tendentes tanto a defender nuestra santa fe como a socorrer mujeres, viejos, enfermos. ¿Lo he entendido bien?
—Sí.
—Pues, en efecto, estas que has indicado son todas actividades particularmente inherentes a nuestro cuerpo de oficiales escogidos, pero… —y aquí Agilulfo soltó una risita, la primera que Rambaldo oía de la blanca gorguera, y era una risita cortés y sarcástica al mismo tiempo— … pero no son las únicas. Si lo deseas, me será fácil enumerarte una por una las tareas que competen a los Paladines simples, a los Paladines de Primera Clase, a los Paladines de Estado Mayor…
Rambaldo lo interrumpió:
—Me bastará con seguiros y tomaros como ejemplo, caballero.
—Prefieres, pues, anteponer la experiencia a la doctrina: está admitido. Bien, ya ves que hoy estoy prestando servicio, como cada miércoles, de Inspector a las órdenes de la Intendencia de Ejército. En calidad de tal, voy controlando las cocinas de los regimientos de Auvernia y Poitou. Si me sigues, podrás poco a poco ejercitarte en esta delicada rama del servicio.
No era lo que Rambaldo se esperaba, y quedó por ello un poco contrariado. Pero como no quería retractarse, fingió prestar atención a lo que Agilulfo hacía y decía a jefes de cocina, cantineros y pinches, esperando todavía que fuera sólo un ritual preparatorio antes de lanzarse a algún brillante hecho de armas.
Agilulfo contaba y volvía a contar las asignaciones de víveres, las raciones de sopa, el número de escudillas que había que llenar, el contenido de las marmitas.
—Has de saber que la cosa más difícil del mando de un ejército —explicó a Rambaldo— es calcular cuántas escudillas de potaje contiene una marmita. A ningún regimiento le salen las cuentas. O sobran raciones que no se sabe dónde van a parar ni cómo debes apuntarlas en los listines, o —si reduces las asignaciones— faltan raciones, y en seguida se propaga el descontento entre la tropa. Es verdad que en cada cocina militar hay siempre una cola de harapientos, de pobres viejas y de tullidos que vienen a recoger las sobras. Pero esto, se comprende, es un gran desorden. Para empezar a aclararnos un poco he dispuesto que cada regimiento presente, con la lista de sus efectivos, también los nombres de los pobres que habitualmente vienen a hacer cola para el rancho. De este modo, se sabrá con precisión dónde va a parar cada escudilla de sopa. Ahora, para practicar tus deberes de paladín, podrías ir a dar una vuelta por las cocinas de los regimientos, con las listas en la mano, y comprobar si todo está en orden. Luego regresas a informarme.