El cadáver imposible (7 page)

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Authors: José Pablo Feinmann

Sigilosa, desplazándose con la levedad que su cuerpo leve le permite, vistiendo un camisón largo y blanco, Ana sale del Dormitorio. ¿Alguien la ve? Nadie. Las reclusas duermen profundamente. ¿La ve algún celador? Tampoco. Los celadores también duermen.

Y si usted, aquí, se pregunta cómo es posible que todos los celadores duerman, le diré: el Orden que ha impuesto Elsa Castelli, el Orden del terror, el Orden de los camposantos, ha sido tan absoluto, que ya casi no es precisa vigilancia alguna. Cada reclusa sabe —y lo ha aprendido en la modalidad del terror— que toda indisciplina, toda altisonancia, todo desmadre, puede costarle la vida.

Así, Ana llega a la Sala de Estar de Elsa Castelli. ¿Estará allí? ¿No sería esto lo más razonable, que estuviera allí, en la Sala de Estar? De modo que Ana, con mucha cautela, abre la puerta. Sombras dentro y nada más. Sin poder evitarlo (¿acaso hubiera podido?), mira el televisor. La pantalla está oscura. Allí, piensa, está todo. Allí están Claudio Martelli y Marisa Albamonte, el amor. Y allí están el Senador y Sebastián Cardozo, el odio y la muerte. ¿Qué hacen ahora? ¿Duermen, quizá? Con tanta cautela como la abrió, quizá? Con tanta cautela como la abrió, cierra la puerta.

Prosigue, Ana, su marcha nocturnal. Va en busca de la habitación de Elsa Castelli. Se dice: estará durmiendo. ¿No sería, esto sí, lo más razonable, que no estuviera en la Sala de Estar, leyendo o mirando televisión, sino durmiendo, como duermen todos, a esa hora de la noche, en el Reformatorio? Se dice Ana: sí. Y prosigue su marcha nocturnal.

¿Recuerda usted nuestra gran escena inicial desquiciadora? ¿Recuerda que Ana, en mitad de la noche, se levantaba de su cama porque oía unos extraños quejidos?

Bien: prepárese.

Ana, otra vez, oye unos extraños quejidos.

¿De dónde provienen? Paralizada, a nada atina durante un par de minutos. Un sudor frío recorre su espalda. No lo puede creer: otra vez esos quejidos.

Ya no tiene dudas: provienen del Escritorio de Heriberto Ryan. Hacia allí, siempre con la levedad de su cuerpo leve, se dirige. Los quejidos van en aumento. O, probablemente, son cada vez mis cercanos.

Ana se detiene ante la puerta del Escritorio. Una luz más amarilla que blanca, digamos, amarillenta, se desliza sobre el piso, surgiendo debajo de la puerta.

Ana mira a través de la cerradura. Pero es muy poco lo que ve. Sólo algunas fragmentarias turbulencias. Una pollera, un muslo, un pantalón, una mano, otra.

¿Quiénes son? ¿Qué hacen?

Ana, aún con mayor cautela de la que tuvo para abrir y cerrar la puerta de la Sala de Estar de Elsa Castelli, abre la puerta del Escritorio de Heriberto Ryan.

Y mira a través de la rendija.

¿Qué ve?

Podría decirle: nada nuevo. O, también, podría decirle: Ana ve algo que ya ha visto en el pasado, algo que ya ha visto en la terrible noche de nuestra gran escena inicial desquiciadora. Ve a un hombre agitándose sobre una mujer. Ve a una mujer abrazando a un hombre y emitiendo extraños quejidos; indescifrables, al menos, para ella, para Ana.

Son Heriberto Ryan y Elsa Castelli, quienes fornican (si usted me permite acudir nuevamente a esta palabra fuerte, bíblica, precisa) sobre la mesaescritorio de, precisamente, Heriberto Ryan, y lo hacen, fornican, con tanta irrefrenable pasión como lo hacían la madre de Ana y el fugaz fornicador sobre la mesa de la cocina; de aquella cocina, recordemos, trágica.

¿Será ésta otra noche trágica?

Los cabellos de Elsa Castelli ya no están sujetos por el breve, austero rodete, sino que caen, torrenciales, sobre la mesa. Ni ella ni Heriberto Ryan están desnudos; sus ropas, que pujan por quitarse uno al otro, están alborotadas por la pasión.

Ana, mira.

Las manos de los amantes son ávidas, inquietas. Sus bocas se buscan una y otra vez. De pronto, con una voz ronca, entrecortada, Elsa Castelli dice:

—Sí… Hazme tuya… Poséeme… Poséeme…

Ana no lo puede creer: son las palabras que Marisa Albamonte le dijera a Claudio Martelli en el departamento de la ciudad de Córdoba.

La acosa un extraño sentimiento: el de estar mirando algo que no debe ser visto, porque, luego que Marisa le dijera a Claudio
Hazme tuya
y
Poséeme
, la pantalla se había oscurecido. Conjetura, entonces, que, tanto en la vida como en las telenovelas, hay un momento en el que ya no se debe mirar. Así, cierra la puerta como si oscureciera la pantalla. La cierra como si apagara el televisor.

Se preguntará usted (¿no se pregunta usted demasiadas cosas?): ¿por qué Ana, en esta escena, reacciona de tan distinto modo a como reaccionó en la gran escena inicial desquiciadora?

Primero: porque Heriberto Ryan no es un desconocido como lo era el fugaz fornicador. Heriberto Ryan pertenece a ese lugar, es el Director del Reformatorio: antes de que Ana llegara, él ya estaba allí.

Segundo: porque Elsa Castelli dijo las palabras de Marisa Albamonte, y Ana sabe (lo ha aprendido viendo la telenovela) que esas son las palabras del amor.

Tercero: porque sí.

Regresa al Dormitorio y se mete en la cama. Son otras las preguntas que ahora le quitan el sueño. Ya no se pregunta: ¿matará Sebastián Cardozo a Claudio Martelli y Marisa Albamonte? Ahora se pregunta: ¿qué hacían Elsa Castelli y Heriberto Ryan? ¿Por qué un hombre se sube sobre una mujer y la mujer lo recibe abriendo las piernas? ¿Qué quiere decir «Hazme tuya»? ¿Qué significa «Poséeme»?

Interrogantes que no tienen respuesta para ella, y en medio de los cuales consigue, finalmente, pese a todo, dormirse.
[14]

Al día siguiente, a las tres de la tarde, Ana llega a la Sala de Estar de Elsa Castelli.

—¿Tan temprano por aquí? —pregunta Elsa Castelli.

Ana le dice que necesitaba verla, que ya no podía esperar más, que tiene algo que contarle.

—Bueno —dice Elsa Castelli—, te escucho.

—Anoche la busqué —dice Ana. A usted.

—¿Por qué? —pregunta Elsa Castelli.

—Porque no podía dormir —dice Ana. Y prosigue: —Pensaba en Sebastián Cardozo. Me preguntaba si mataría o no a Claudio y Mansa.

—Hoy lo vamos a saber —dice Elsa Castelli.

—Yo quería saberlo anoche —dice Ana. Por eso la busqué.

—¿Y me encontraste? —pregunta Elsa Castelli.

—Sí. La encontré con el doctor Ryan —dice Ana.

Elsa Castelli mira con fijeza los ojos claros de la pequeña. (¿Le he dicho que los ojos de Ana son claros? ¿Le he dicho de qué color es su cabello?) Y pregunta:

—¿Y qué hiciste?

Ana se encoge de hombros, entre avergonzada y temerosa.

—Me fui —dice.

—¿Y qué alcanzaste a ver? —pregunta Elsa Castelli.

—El doctor Ryan se subía sobre usted —dice Ana. Y usted se quejaba.

—No me quejaba —dice Elsa Castelli.

—¿Sufría? —pregunta Ana.

Elsa Castelli sonríe y le acaricia los cabellos. Dice:

—No, pequeña. No sufría —y pregunta: —¿Viste algo más?

—Nada más —dice Ana. Volví al Dormitorio —vacila y luego añade: —No entiendo eso. No entiendo qué hacían usted y el doctor Ryan.

—Hacíamos el amor —dice, con dulzura, Elsa Castelli.

Y prosigue: —Me poseía. Me hacía suya.

Y Ana dice:

—Usted se lo pedía.

—¿Cómo lo sabés? —pregunta Elsa Castelli.

—Usted le dijo: «Hazme tuya». Le dijo: «Poséeme» —dice Ana.

—¿Eso dije? —pregunta Elsa Castelli. ¿Así?

—Así —responde Ana. Como Marisa a Claudio. Elsa Castelli sonríe. Y dice:

—Será porque siempre quise ser actriz de telenovelas.

Y vuelve a acariciar los cabellos rubios de Ana. (Ya está: los cabellos de Ana son rubios.) Y Ana pregunta:

—¿Es lindo eso?

—¿Hacer el amor? —pregunta, a su vez, Elsa Castelli.

—Sí —dice Ana.

—Ana, querida —suspira Elsa Castelli. y pregunta: —¿Olvidaste lo que dijo Marisa Albamonte? —y dice: —El amor es más poderoso que la muerte. Es así, pequeña. Algún día lo vas a descubrir. Sólo el amor puede revivir a los muertos.

—También Marisa dijo eso —dice Ana.

—¿No ves? Se me mezclan sus palabras —dice Elsa Castelli. Y agrega: —Ah, pequeña Ana, qué buena actriz hubiera sido yo.

Y el recuerdo de su frustrado destino de actriz convoca otro recuerdo más inmediato, inminente, para Elsa Castelli: recuerda que ya son casi las cuatro y que está por empezar el nuevo capítulo de
Cosecharás el amor
. De modo que gira la perilla del televisor.

¡Click!

Y la pantalla entrega, con esa renovada y cotidiana magia, sus imágenes.

Ana y Elsa Castelli miran la telenovela.

Supongo que no se preguntará usted (según es afecto a preguntarse tantas cosas) si Sebastián Cardozo encuentra y asesina a Claudio Martelli y Marisa Albamonte, porque tal suceso es absolutamente insustancial. Lo es, quiero decir, para nosotros.

Seré, una vez más, claro: de
Cosecharás el amor
le he narrado aquello que será esencial para nuestra historia. El resto importa poco. Conjeturo, sí, que Sebastián Cardozo encontrará a Claudio y Marisa. Y quizá los mate, quizá no. Pero tengamos algo por cierto, ya que la lógica de las telenovelas es inexorable, de aquí su eficacia: muertos o vivos, en este o en el otro mundo, Claudio y Marisa seguirán unidos, seguirán amándose. De modo que podemos dejarlos librados a su indestructible destino. Todo sufrimiento alumbrará la alegría. Todo dolor el placer. Toda agonía el éxtasis.

Transcurren algunos días. Todo sigue igual. La temerosa disciplina de las reclusas. La serenidad ya casi abúlica, rutinaria de los celadores. Los declinantes, ¿pronto inexistentes?, excesos de Elsa Castelli. Los infatigables esmeros de Ana en su Taller de Costura. La telenovela de las cuatro de la tarde, con las vidas azarosas de Claudio y Marisa, azares a los que Ana (¿lo creerá usted, señor Editor?) ya comienza a acostumbrarse.

Todo sigue igual. Hasta que:

Cierta noche, una figura se desplaza sigilosamente por los oscuros pasillos del Reformatorio. Todos (o casi todos, ya veremos) duermen. ¿Quién camina entre las sombras? ¿Otra vez nuestra pequeña?

No. Es Carmen, que es gorda, una de las cuatro conjuradas, una de las cuatro reclusas que han tramado el mortífero complot contra Elsa Castelli.
[15]
Brillan sus ojos decididos en la noche quieta y brilla, también, un enorme cuchillo que sostiene en su diestra.

Se detiene al llegar a la puerta de la habitación de Elsa Castelli. ¿Vacila? No. En mi historia, señor Editor, los personajes que van a matar no vacilan. Si vacilaran, vacilaría la historia, porque el crimen es su dinámica.

Abre la puerta y entra. Una luz escuálida se desliza por la ventana y se deposita mansamente sobre el rostro de Elsa Castelli, quien duerme con placidez, sosegada por la certeza de haber ahogado toda posible rebelión en las reclusas, todo odio, toda venganza. Falsa certeza, en verdad. Porque si toda rebelión, todo odio, toda venganza hubiesen sido sosegadas, ¿qué hace aquí Carmen, que es gorda, con el cuchillo en alto, lista para descargarlo sobre el cuerpo sereno que yace sobre la cama?

Los rostros de la realidad son infinitos. Y ni siquiera el terror puede dominados a todos. Así lo creyó Elsa Castelli, y está por pagar muy caro su desatino.

Carmen descarga su diestra mortalmente armada sobre el cuerpo de Elsa Castelli. Una, dos, tres veces. Elsa Castelli abre sus ojos e intenta gritar, pero la sangre escapa a borbotones de su boca, ahogándola. Las sábanas y la colcha se tiñen con esa sangre, que es muy espesa y muy roja. Y Carmen, aún, levanta su brazo y vuelve a descargarlo otra vez, y otra, y otra.

En ese instante, en el Dormitorio, impulsada por una certeza inexplicable pero real, contundente, Ana da un respingo en su cama, y se yergue con los ojos muy abiertos y el rostro cubierto por un sudor frío y brilloso. Lo sabe: algo terrible acaba de ocurrir.

Las otras tres conjuradas, obedeciendo a una seña que Carmen les hiciera desde la puerta, entran ahora en la habitación de Elsa Castelli. Y miran desdeñosamente el cadáver.

Carmen dice:

—Fue fácil.

Rosario, que es flaca, dice:

—No era tan temible como parecía.

Judith, que es alta, dice:

—Fue lo bastante temible como para matar a Sara Fernández.

Natalia, que es baja, dice:

—Y como para azotar y martirizar a tantas compañeras.

—No perdamos tiempo —dice Carmen. Llevémosla.

—Vos y yo —dice Rosario.

—De acuerdo —dice Carmen.

Rosario agarra el cadáver de las piernas y Carmen de los brazos y lo levantan y lo sacan de la habitación.

Ahora, a través de los pasillos laberínticos del Reformatorio, se desplazan en total silencio. ¿A dónde van? ¿Al Sótano de la Venganza?

No, la venganza ya ha sido perpetrada. Sólo resta completarla. Así, con este propósito, llegan a la Caldera. Hay una mesa. Sobre ella depositan el cadáver.

He aquí el cuadro: sobre la mesa, el cadáver de Elsa Castelli, con los brazos abiertos y también las piernas y también los ojos, con una expresión de asombro y dolor; alrededor de la mesa, las conjuradas, Carmen que es gorda, Rosario que es flaca, Judith que es alta y Natalia que es baja.

Carmen, con una voz ronca, inapelable y final, dice:

—Traigan el hacha.

Rosario se aleja con unos pasos silentes y ágiles. De entre unas bolsas de carbón extrae un hacha. Tiene un largo mango de madera y un filo impiadoso. Sólo una lámpara, que cuelga del techo sujeta por un cable exangüe, ilumina el lugar.

—Empiezo yo —dice Carmen.

Rosario le alcanza el hacha. Carmen, con fiereza, con tanta fuerza que los nudillos se le tornan blancos, la agarra.

Casi reflexiva, dice:

—Se había sosegado durante los últimos días. Era menos cruel. Pero ya era tarde. Ya había sido demasiado cruel. Ya no podíamos perdonarla.

Rosario, también reflexiva, dice:

—Además, ¿cómo creerle? ¿Quién podía aseguramos que había cambiado?

—Nadie —dice Judith.

—Entonces… ¿cómo vivir con el miedo del retorno de su crueldad? —es la pregunta ineludible de Natalia.

Hay un denso silencio. Las conjuradas se miran. Carmen sostiene el hacha entre sus manos fuertes. Dice:

—Yo, la cabeza.

—Yo, los brazos —dice Rosario.

—Yo, las manos —dice Judith.

—Yo, las piernas —dice Natalia.

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