El camino (12 page)

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Authors: Miguel Delibes

—No te muevas ni hagas ruido; los milanos saben latín —le advirtió el quesero.

Y él se acurrucó en su escondrijo, mientras se preguntaba si tendría alguna relación el que los milanos supieran latín, como decía su padre, con que vistiesen de marrón, un marrón duro y escueto, igual que las sotanas de los frailes. O a lo mejor su padre lo había dicho en broma; por decir algo.

Daniel, el Mochuelo, creyó entrever que su padre le señalaba el cielo con el dedo. Sin moverse miró a lo alto y divisó tres milanos describiendo pausados círculos concéntricos por encima de su cabeza. El Mochuelo experimentó una ansiedad desconocida. Observó, de nuevo, a su padre y le vio empalidecer y aprestar la escopeta con cuidado. El Gran Duque se había excitado más y bufaba. Daniel, el Mochuelo, se aplastó contra la tierra y contuvo el aliento al ver que los milanos descendían sobre ellos. Casi era capaz ya de distinguirles con todos sus pormenores. Uno de ellos era de un tamaño excepcional. Sintió el Mochuelo un picor intempestivo en una pierna, pero se abstuvo de rascarse para evitar todo ruido y movimiento.

De pronto, uno de los milanos se descolgó verticalmente del cielo y cruzó raudo, rasando la cabeza del Gran Duque. Inmediatamente se desplomaron los otros dos. El corazón de Daniel, el Mochuelo, latía desalado. Esperó el estampido del disparo, arrugando la cara, pero el estampido no se produjo. Miró a su padre, estupefacto.

Éste seguía al milano grande, que de nuevo se remontaba, por los puntos de la escopeta, pero no disparó tampoco ahora. Pensó Daniel, el Mochuelo, que a su padre le ocurría algo grave. Jamás vio él un milano tan próximo a un hombre y, sin embargo, su padre no hacía fuego.

Los milanos volvieron a la carga al poco rato. La excitación de Daniel aumentó. Pasó el primer milano, tan cerca, que el Mochuelo divisó su ojo brillante y redondo clavado fijamente en el Gran Duque, sus uñas rapaces y encorvadas. Cruzó el segundo. Semejaban una escuadrilla de aviones picando en cadena. Ahora descendía el grande, con las alas distendidas, destacándose en el cielo azul. Sin duda era éste el momento que aguardaba el quesero. Daniel observó a su padre. Seguía al ave por los puntos de la escopeta. El milano sobrevoló al Gran Duque sin aletear. En este instante sonó el disparo, cuyas resonancias se multiplicaron en el valle. El pájaro dejó flotando en el aire una estela de plumas y sus enormes alas bracearon frenéticas, impotentes, en un desesperado esfuerzo por alejarse de la zona de peligro. Mas, entonces, el quesero disparó de nuevo y el milano se desplomó, graznando lúgubremente, en un revoloteo de plumas.

El grito de júbilo de su padre no encontró eco en Daniel, el Mochuelo. Éste se había llevado la mano a la mejilla al oír el segundo disparo. Simultáneamente con la detonación, sintió como si le atravesaran la carne con un alambre candente, como un latigazo instantáneo. Al retirar la mano vio que tenía sangre en ella. Se asustó un poco. Al momento comprendió que su padre le había pegado un tiro.

—Me has dado —dijo tímidamente.

El quesero se detuvo en seco; su entusiasmo se enfrió instantáneamente. Al aproximarse a él casi lloraba de rabia.

—¿Ha sido mucho, hijo? ¿Ha sido mucho? —inquirió, excitado.

Por unos segundos, el quesero lo vio todo negro, el cielo, la tierra y todo negro. Sus ahorros concienzudos y su vida sórdida dejaron, por un instante, de tener dimensión y sentido. ¿Qué podía hacer él si había matado a su hijo, si su hijo ya no podía progresar? Mas, al acercarse, se disiparon sus oscuros presentimientos. Ya a su lado, soltó una áspera carcajada nerviosa y se puso a hacer cómicos aspavientos.

—Ah, no es nada, no es nada —dijo—. Creí que era otra cosa. Un rebote. ¿Te duele, te duele? Ja, ja, ja. Es sólo un perdigón.

No le agradó a Daniel, el Mochuelo, este menosprecio de su herida. Pequeño o grande, aquello era un tiro. Y con la lengua notaba un bultito por dentro de la mejilla. Era el perdigón y el perdigón era de cuarta. Casi una bala, una bala pequeñita.

—Ahora me duele poco. Lo tengo como dormido. Antes sí me dolió —dijo.

Sangraba. La cabeza de su padre se desplazó nuevamente al milano abatido. Lo del chico no tenía importancia.

—¿Le viste caer, Daniel? ¿Viste el muy ladino cómo quiso rehacerse después del primer tiro? —preguntó.

Se contagió Daniel, el Mochuelo, del expansivo entusiasmo de su padre.

—Claro que le vi, padre. Ha caído ahí —dijo el Mochuelo.

Y corrieron los dos juntos, dando saltos, hacia el lugar señalado. El milano aún se retorcía en los postreros espasmos de la muerte. Y medía más de dos metros de envergadura.

De regreso a casa, Daniel, el Mochuelo, le dijo a su padre:

—Padre, ¿crees que me quedará señal?

Apenas le hizo caso el quesero:

—Nada, eso se cierra bien.

Daniel, el Mochuelo, casi tenía lágrimas en los ojos.

—Pero... pero, ¿no me quedará nada de cicatriz?

—Por supuesto, eso no es nada —repitió, desganado, su padre.

Daniel, el Mochuelo, tuvo que pensar en otra cosa para no ponerse a llorar. De pronto, el quesero le detuvo cogiéndole por el cuello:

—Oye, a tu madre ni una palabra, ¿entiendes? No hables de eso si quieres volver de caza conmigo, ¿de acuerdo?

Al Mochuelo le agradó ahora sentirse cómplice de su padre.

—De acuerdo —dijo.

Al día siguiente, el quesero marchó a la ciudad con el milano muerto y regresó por la tarde. Sin cambiarse de ropa agarró al Gran Duque, lo encerró en la jaula y se fue a La Cullera, una aldea próxima.

Por la noche, después de la cena, puso cinco billetes de cien sobre la mesa.

—Oye —dijo a su mujer—. Ahí tienes el rendimiento del Gran Duque. No era un huésped de lujo como verás. Cuatrocientas me ha dado el cura de La Cullera por él y cien en la ciudad la Junta contra Animales Dañinos por tumbar al milano.

La madre de Daniel no dijo nada. Su marido siempre había sido obstinado y terco para defender su postura. Y él no lo ocultaba tampoco: «Desde el día de mi boda, siempre me ha gustado quedar encima de mi mujer».

Y luego se reía, se reía con gruesas carcajadas, él sabría por qué.

XIII

Hay cosas que la voluntad humana no es capaz de controlar. Daniel, el Mochuelo, acababa de averiguar esto. Hasta entonces creyó que el hombre puede elegir libremente entre lo que quiere y lo que no quiere; incluso él mismo podía ir, si éste era su deseo, al dentista que actuaba en la galería de Quino, el Manco, los jueves por la mañana, mediante un módico alquiler, y sacarse el diente que le estorbase. Había algunos hombres, como Lucas, el Mutilado, que hasta les cercenaban un miembro si ese miembro llegaba a ser para ellos un estorbo. Es decir, que hasta la tarde aquella que saltaron la tapia del Indiano para robarle las manzanas y les sorprendió la Mica, Daniel, el Mochuelo, creyó que los hombres podían desentenderse a su antojo de cuanto supusiese para ellos una rémora, lo mismo en lo relativo al cuerpo que en lo concerniente al espíritu.

Pero nada más abandonar la finca del Indiano con una manzana en cada mano y las orejas gachas, Daniel, el Mochuelo, comprendió que la voluntad del hombre no lo es todo en la vida. Existían cosas que se le imponen al hombre, y lo sojuzgan, y lo someten a su imperio con cruel despotismo. Tal —ahora se daba cuenta— la deslumbradora belleza de la Mica. Tal, el escepticismo de Pancho, el Sindiós. Tal, el encendido fervor de don José, el cura, que era un gran santo. Tal, en fin, la antipatía sorda de la Sara hacia su hermano Roque, el Moñigo.

Desde el frustrado robo de las manzanas, Daniel, el Mochuelo, comprendió que la Mica era muy hermosa, pero, además, que la hermosura de la Mica había encendido en su pecho una viva llama desconocida. Una llama que le abrasaba materialmente el rostro cuando alguien mentaba a la Mica en su presencia. Eso constituía, en él, algo insólito, algo que rompía el hasta ahora despreocupado e independiente curso de su vida.

Daniel, el Mochuelo, aceptó este fenómeno con la resignación con que se aceptan las cosas ineluctables. Él no podía evitar acordarse de la Mica todas las noches al acostarse, o los domingos y días festivos si comía boruga. Esto le llevó a deducir que la Mica significaría para el feliz mortal que la conquistase un muy dulce remanso de paz.

Al principio, Daniel, el Mochuelo, intentó zafarse de esta presión interior que enervaba su insobornable autonomía, pero acabó admitiendo el constante pensamiento de la Mica como algo consustancial a él mismo, algo que formaba parte muy íntima de su ser.

Si la Mica se ausentaba del pueblo, el valle se ensombrecía a los ojos de Daniel, el Mochuelo, y parecía que el cielo y la tierra se tornasen yermos, amedrentadores y grises. Pero cuando ella regresaba, todo tomaba otro aspecto y otro color, se hacían más dulces y cadenciosos los mugidos de las vacas, más incitante el verde de los prados y hasta el canto de los mirlos adquiría, entre los bardales, una sonoridad más matizada y cristalina. Acontecía, entonces, como un portentoso renacimiento del valle, una acentuación exhaustiva de sus posibilidades, aromas, tonalidades y rumores peculiares. En una palabra, como si para el valle no hubiera ya en el mundo otro sol que los ojos de la Mica y otra brisa que el viento de sus palabras.

Daniel, el Mochuelo, guardaba su ferviente admiración por la Mica como el único secreto no compartido. No obstante, algo en sus ojos, quizás en su voz, revelaba una excitación interior muy difícil de acallar.

También sus amigos admiraban a la Mica. La admiraban en su belleza, lo mismo que admiraban al herrero en su vigor físico, o a don José, el cura, que era un gran santo, en su piedad, o a Quino, el Manco —antes de enterarse el Moñigo de que había llorado a la muerte de su mujer— en su muñón. La admiraban, sí, pero como se admira a las cosas bonitas o poderosas que luego no dejan huella. Sentían, sin duda, en su presencia, a la manera de una nueva emoción estética que inmediatamente se disipaba ante un tordo abatido con el tirachinas o un regletazo de don Moisés, el maestro. Su arrobo no perduraba; era efímero y decadente como una explosión.

En ello advirtió Daniel, el Mochuelo, que su estado de ánimo ante la Mica era una cosa especial, diferente del estado de ánimo de sus amigos. Y si no, ¿por qué Roque, el Moñigo, o Germán, el Tiñoso, no adelgazaban tres kilos si la Mica marchaba a América, o un par de ellos si sólo se desplazaba a la ciudad, o engordaban lo perdido y un kilo más cuando la Mica retornaba al valle por una larga temporada? Ahí estaba la demostración de que sus sentimientos hacia la Mica eran singulares, muy distintos de los que embargaban a sus compañeros. Aunque al hablar de ella se hicieran cruces, o Roque, el Moñigo, cerrase los ojos y emitiese un breve y agudo silbido, como veía hacer a su padre ante una moza bien puesta. Esto era pura ostentación, estridencias superficiales y no, en modo alguno, un ininterrumpido y violento movimiento de fondo.

Una tarde, en el prado de la Encina, hablaron de la Mica. Salió la conversación a propósito del muerto que según la gente había enterrado desde la guerra en medio del prado, bajo el añoso árbol.

—Será ya ceniza —dijo el Tiñoso—. No quedarán ni los huesos. ¿Creéis que cuando se muera la Mica olerá mal, como los demás, y se deshará en polvo?

Experimentó el Mochuelo un latigazo de sangre en la cara.

—No puede ser —saltó, ofendido, como si hubieran afrentado a su madre—. La Mica no puede oler nunca mal. Ni cuando se muera.

El Moñigo soltó al aire una risita seca.

—Éste es lila —dijo—. La Mica cuando se muera olerá a demonios como todo hijo de vecino.

Daniel, el Mochuelo, no se entregó.

—La Mica puede morir en olor de santidad; es muy buena —añadió.

—¿Y qué es eso? —rezongó Roque.

—El olor de los santos.

Roque, el Moñigo, se sulfuró:

—Eso es un decir. No creas que los santos huelen a colonia. Para Dios, sí, pero para los que olemos con las narices, no. Mira don José. Creo que no puede haber hombre más santo, ¿eh? ¿Y no le apesta la boca? Don José será todo lo santo que quieras, pero cuando se muera olerá mal, como la Mica, como tú, como yo y como todo el mundo.

Germán, el Tiñoso, desvió la conversación. Hacía tan sólo dos semanas del asalto a la finca del Indiano. Entornó los ojos para hablar. Le costaba grandes esfuerzos expresarse. Su padre, el zapatero, aseguraba que se le escapaban las ideas por las calvas.

—¿Os fijasteis... os fijasteis —preguntó de pronto— en la piel de la Mica? Parece como que la tiene de seda.

—Eso se llama cutis... tener cutis —aclaró Roque, el Moñigo, y añadió—: De todo el pueblo es la Mica la única que tiene cutis.

Daniel, el Mochuelo, experimentó un gran gozo al saber que la Mica era la única persona del pueblo que tenía cutis.

—Tiene la piel como una manzana con lustre —aventuró tímidamente.

Roque, el Moñigo, siguió con lo suyo:

—La Josefa, la que se suicidó por el Manco, era gorda, pero por lo que dicen mi padre y la Sara también tenía cutis. En las capitales hay muchas mujeres que lo tienen. En los pueblos, no, porque el sol les quema el pellejo o el agua se lo arruga.

Germán, el Tiñoso, sabía algo de eso, porque tenía un hermano en la ciudad y algunos años venía por las Navidades y le contaba muchísimas cosas de allá.

—No es por eso —atajó, con aire de suficiencia absoluta—. Yo sé por lo que es. Las señoritillas se dan cremas y potingues por las noches, que borran las arrugas.

Le miraron los otros dos, embobados.

—Y aún sé más. —Se suavizó la voz y Roque y Daniel se aproximaron a él invitados por su misterioso aire de confidencia—. ¿Sabéis por qué a la Mica no se le arruga el pellejo y lo conserva suave y fresco como si fuera una niña? —dijo.

Las dos interrogaciones se confundieron en una sola voz:

—¿Por qué?

—Pues porque se pone una lavativa todas las noches, al acostarse. Eso hacen todas las del cine. Lo dice mi padre, y don Ricardo ha dicho a mi padre que eso puede ser verdad, porque la vejez sale del vientre. Y la cara se arruga por tener sucio el intestino.

Para Daniel, el Mochuelo, fue esta manifestación un rudo golpe. En su mente se confundían la Mica y la lavativa en una irritante promiscuidad. Eran dos polos opuestos e irreconciliables. Pero, de improviso, recordaba lo que decía a veces don Moisés, el maestro, de que los extremos se tocan y sentía una desfondada depresión, como si algo se le fuese del cuerpo a chorros. La afirmación del Tiñoso era, pues, concienzuda, enteramente posible y verosímil. Mas cuando dos días después volvió a ver a la Mica, se desvanecieron sus bajos recelos y comprendió que don Ricardo y el zapatero y Germán, el Tiñoso, y todo el pueblo decían lo de la lavativa, porque ni sus madres, ni sus mujeres, ni sus hermanas, ni sus hijas tenían cutis y la Mica sí que lo tenía.

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