El camino (15 page)

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Authors: Miguel Delibes

—Cuando perdido el uso de los sentidos, el mundo todo desaparezca de mi vista y gima yo entre las angustias de la última agonía y los afanes de la muerte...

—Jesús misericordioso, tened compasión de mí. Sara, ¿has terminado?

Ella cerró el devocionario.

—Sí.

—Hale, abre.

—¿Escarmentaste?

—Sí, Sara; hoy me metiste mucho miedo.

Se levantó la Sara y abrió la puerta del pajar visiblemente satisfecha. Comenzó a bajar la escalera con lentitud. En el primer rellano se volvió.

—Ojo y no hagáis porquerías —dijo, como estremecida por un difuso presentimiento.

El Moñigo, el Mochuelo y el Tiñoso se precipitaron hacia el ventanuco del pajar sin cambiar una palabra. El Moñigo retiró las telarañas de un manotazo y se asomó a la calle. Inquirió angustiado el Mochuelo:

—¿Salió ya?

—Está sacando la silla y la labor. Ya se sienta —su voz se hizo repentinamente apremiante—. ¡El Peón viene por la esquina de la calle!

El corazón del Mochuelo se puso a bailar locamente, más locamente aún que cuando oyó silbar al rápido a la entrada del túnel y él le esperaba dentro con los calzones bajados, o cuando su madre preguntó a su padre, con un extraño retintín, si tenían al Gran Duque como un huésped de lujo. Lo de hoy era aún mucho más emocionante y trascendental que todo aquello. Puso su cara entre las del Moñigo y el Tiñoso y vio que don Moisés se detenía frente a la Sara, con el cuerpo un poco ladeado y las manos en la espalda, y le guiñaba reiteradamente un ojo y le sonreía hasta la oreja por el extremo izquierdo de la boca. La Sara le miraba atónita y, al fin, azorada por tantos guiños y tantas medias sonrisas, balbuceó:

—Buenas tardes, don Moisés, ¿qué dice de bueno?

Él entonces se sentó en el banco de piedra junto a ella. Tornó a hacer una serie de muecas veloces con la boca, con lo que demostraba su contento.

La Sara le observaba asombrada.

—Ya estoy aquí, nena —dijo él—. No he sido moroso, ¿verdad? De lo demás no diré ni una palabra. No te preocupes.

Don Moisés hablaba muy bien. En el pueblo no se ponían de acuerdo sobre quién era el que mejor hablaba de todos, aunque en los candidatos, coincidían: don José, el cura; don Moisés, el maestro, y don Ramón, el alcalde.

La melosa voz del Peón a su lado y el lenguaje abstruso que empleaba desconcertaron a la Sara.

—¿Le... le pasa a usted hoy algo, don Moisés? —dijo.

Él tornó a guiñarle el ojo con un sentido de entendimiento y complicidad y no contestó.

Arriba, en el ventanuco del pajar, el Moñigo susurró en la oreja del Mochuelo:

—Es un cochino charlatán. Está hablando de lo que no debía.

—¡Chist!

El Peón se inclinó ahora hacia la Sara y la cogió osadamente una mano.

—Lo que más admiro en las mujeres es la sinceridad, Sara; gracias. Tú y yo no necesitamos de recovecos ni de disimulos —dijo.

Tan roja se le puso la cara a la Sara que su pelo parecía menos rojo. Se acercaba la Chata, con un cántaro de agua al brazo, y la Sara se deshizo de la mano del Peón.

—¡Por Dios, don Moisés! —cuchicheó en un rapto de inconfesada complacencia—. ¡Pueden vernos!

Arriba, en el ventanuco del pajar, Roque, el Moñigo, y Daniel, el Mochuelo, y Germán, el Tiñoso, sonreían bobamente, sin mirarse.

Cuando la Chata dobló la esquina, el Peón volvió a la carga.

—¿Quieres que te ayude a coser esa prenda? —dijo.

Ahora le cogía las dos manos. Forcejearon. La Sara, en un movimiento instintivo, ocultó la prenda tras de sí, atosigada de rubores.

—Las manos quietas, don Moisés —rezongó.

Arriba, en el pajar, el Moñigo rió quedamente:

—Ji, ji, ji. Es una braga —dijo.

El Mochuelo y el Tiñoso rieron también. La confusión y el aparente enojo de la Sara no ocultaban un vehemente regodeo. Entonces el Peón comenzó a decirle sin cesar cosas bonitas de sus ojos y de su boca y de su pelo, sin darle tiempo a respirar, y a la legua se advertía que el corazón virgen de la Sara, huérfana aún de requiebros, se derretía como el hielo bajo el sol. Al concluir la retahíla de piropos, el maestro se quedó mirando de cerca, fijamente, a la Sara.

—¿A ver si has aprendido ya cómo son tus ojos, nena? —dijo.

Ella rió, entontecida.

—¡Qué cosas tiene, don Moisés! —dijo.

Él insistió. Se notaba que la Sara evitaba hablar para no defraudar con sus frases vulgares al Peón, que era uno de los que mejor hablaban en el pueblo. Sin duda la Sara quería recordar algo bonito que hubiese leído, algo elevado y poético, pero lo primero que le vino a las mientes fue lo que más veces había repetido.

—Pues... mis ojos son... son... vidriados y desencajados, don Moisés —dijo, y tornó a reír en corto, crispadamente.

La Sara se quedó tan terne. La Sara no era lista. Entendía que aquellos adjetivos por el mero hecho de venir en el devocionario debían ser más apropiados para aplicarlos a los ángeles que a los hombres y se quedó tan a gusto. Ella interpretó la expresión de asombro que se dibujó en la cara del maestro favorablemente, como un indicio de sorpresa al constatar que ella no era tan zafia y ruda como seguramente había él imaginado. En cambio, el Moñigo, allá arriba, receló algo:

—La Sara ha debido decir una bobada, ¿no?

El Mochuelo aclaró:

—Los ojos vidriados y desencajados son los de los muertos.

El Moñigo sintió deseos de arrojar un ladrillo sobre la cabeza de su hermana. No obstante, el Peón sonrió hasta la oreja derecha después de su pasajero estupor. Debía de necesitar mucho una mujer cuando transigía con aquello sin decir nada. Tornó a requebrar a la Sara con mayor ahínco y al cuarto de hora, ella estaba como abobada, con las mejillas rojas y la mirada perdida en el vacío, igual que una sonámbula. El Peón quiso asegurarse la mujer que necesitaba:

—Te quiero, ¿sabes, Sara? Te querré hasta el fin del mundo. Vendré a verte todos los días a esta misma hora. Y tú, tú, dime —le cogía una mano otra vez, aparentando un efervescente apasionamiento—, ¿me querrás siempre?

La Sara le miró como enajenada. Las palabras le acudían a la boca con una fluidez extraña; era como si ella no fuese ella misma; como si alguien hablase por ella desde dentro de su cuerpo.

—Le querré, don Moisés —dijo—, hasta que, perdido el uso de los sentidos, el mundo todo desaparezca de mi vista y gima yo entre las angustias de la última agonía y los afanes de la muerte.

—¡Así! —dijo el maestro, entusiasmado, y le oprimió las manos y guiñó dos veces los ojos, y otras cuatro se le distendió la boca hasta la oreja y, al fin, se marchó y antes de llegar a la esquina volvió varias veces el rostro y sonrió convulsivamente a la Sara.

Así se hicieron novios la Sara y el Peón. Con Daniel, el Mochuelo, estuvieron un poco desconsiderados, teniendo en cuenta la parte que él había jugado en aquel entendimiento. Habían sido novios año y medio y ahora que él tenía que marchar al colegio a empezar a progresar se les ocurría fijar la boda para el dos de noviembre, el día de las Ánimas Benditas. Andrés, «el hombre que de perfil no se le ve», tampoco aprobó aquella fecha y lo dijo así sin veladuras:

—Los hombres que van buscando la mujer se casan en primavera; los que van buscando la fregona se casan en invierno. No falla nunca.

A la Nochebuena siguiente, la Sara estaba de muy buen humor. Desde que se hiciera novia del Peón se había suavizado su carácter. Hasta tal punto que, desde entonces, sólo dos veces había encerrado al Moñigo en el pajar para leerle las recomendaciones del alma. Ya era ganar algo. Por añadidura, el Moñigo sacaba mejores notas en la escuela y ni una sola vez tuvo que levantar la Historia Sagrada, con sus más de cien grabados a todo color, por encima de la cabeza.

Daniel, el Mochuelo, en cambio, sacó bien poco de todo aquello.

A veces lamentaba haber intervenido en el asunto, pues siempre resultaba más confortador sostener la Historia Sagrada viendo que el Moñigo hacía otro tanto a su lado, que tener que sostenerla sin compañía.

El día de Nochebuena, la Sara andaba de muy buen talante y le preguntó al Moñigo mientras daba vuelta al pollo que se asaba en el horno:

—Dime, Roque, ¿escribiste tú una carta al maestro diciéndole que yo le quería?

—No, Sara —dijo el Moñigo.

—¿De veras? —dijo ella.

—Te lo juro, Sara —añadió.

Ella se llevó un dedo que se había quemado a la boca y cuando lo sacó dijo:

—Ya decía yo. Sería lo único bueno que hubieras hecho en tu vida. Anda. Aparta de ahí, zascandil.

XVI

Don José, el cura, que era un gran santo, utilizaba, desde el púlpito, todo género de recursos persuasivos: crispaba los puños, voceaba, reconvenía, sudaba por la frente y el pescuezo, se mesaba los escasos cabellos blancos, recorría los bancos con su índice acusador e incluso una mañana se rasgó la sotana de arriba abajo en uno de los párrafos más patéticos y violentos que recordaría siempre la historia del valle. Así y todo, la gente, particularmente los hombres, no le hacían demasiado caso. La misa les parecía bien, pero al sermón le ponían mala cara y le fruncían el ceño. La Ley de Dios no ordenaba oír sermón entero todos los domingos y fiestas de guardar. Por lo tanto, don José, el cura, se sobrepasaba en el cumplimiento de la Ley Divina. Decían de él que pretendía ser más papista que el Papa y que eso no estaba bien y menos en un sacerdote; y todavía menos en un sacerdote como don José, tan piadoso y comprensivo, de ordinario, para las flaquezas de los hombres.

Eran un poco torvos y adustos y desagradecidos los hombres del valle. No obstante, un franco espíritu deportivo les infundía un notorio aliento humano. Los detractores de don José, el cura, como orador, decían que no se podía estimar que hablase bien un hombre que a cada dos por tres decía «en realidad». Esto era cierto. Claro que puede hablarse bien diciendo «en realidad» a cada dos por tres. Ambas cosas, a juicio de Daniel, el Mochuelo, resultaban perfectamente compatibles. Mas algunos no lo entendían así y si asistían a un sermón de don José era para jugarse el dinero a pares o nones, sobre las veces que el cura decía, desde el púlpito, «en realidad». La Guindilla mayor aseguraba que don José decía «en realidad» adrede y que ya sabía que los hombres tenían por costumbre jugarse el dinero durante los sermones a pares o nones, pero que lo prefería así, pues siquiera de esta manera le escuchaban y entre «en realidad» y «en realidad» algo de fundamento les quedaría. De otra forma se exponía a que los hombres pensaran en la hierba, la lluvia, el maíz o las vacas, mientras él hablaba, y esto ya sería un mal irremediable.

La gente del valle era obstinadamente individualista. Don Ramón, el alcalde, no mentía cuando afirmaba que cada individuo del pueblo preferiría morirse antes que mover un dedo en beneficio de los demás. La gente vivía aislada y sólo se preocupaba de sí misma. Y a decir verdad, el individualismo feroz del valle sólo se quebraba las tardes de los domingos, al caer el sol. Entonces los jóvenes se emparejaban y escapaban a los prados o a los bosques y los viejos se metían en las tascas a fumar y a beber. Esto era lo malo. Que la gente sólo perdiese su individualismo para satisfacer sus instintos más bajos.

Don José, el cura, que era un gran santo, arremetió una mañana contra las parejas que se marchaban a los prados o a los bosques los domingos, al anochecer; contra las que se apretujaban en el baile cerrado; contra los que se emborrachaban y se jugaban hasta los pelos en la taberna del Chano y, en fin, contra los que durante los días festivos segaban el heno o cavaban las patatas o cuchaban los maizales. Fue aquél el día en que don José, el cura, en un arrebato, se rasgó la sotana de arriba abajo. En definitiva, el cura no dejó títere con cabeza, ya que en el valle podían contarse con los dedos de la mano los que dejaban transcurrir una festividad sin escapar a los prados o a los bosques, apretujarse en el baile cerrado, emborracharse y jugar en la tasca del Chano o segar el heno, cuchar los maizales o cavar las patatas. El señor cura afirmó que, «en realidad, el día del Juicio Final habría muy poca gente del pueblo a la derecha de Nuestro Señor, si las actuales costumbres no se enmendaban radicalmente».

Una comisión, presidida por la Guindilla mayor, visitó al cura en la sacristía al concluir la misa.

—Díganos, señor cura, ¿está en nuestras manos cambiar estas costumbres tan corrompidas? —dijo la Guindilla.

El anciano párroco carraspeó, sorprendido. No esperaba una reacción tan rápida. Escrutó, uno tras otro, aquellos rostros predilectos del Señor y volvió a carraspear. Ganaba tiempo.

—Hijas mías —dijo, al fin—, está en vuestras manos, si estáis bien dispuestas.

En el atrio, Antonio, el Buche, abonaba dos pesetas a Andrés, el zapatero, porque don José había dicho «en realidad» cuarenta y dos veces y él había jugado a nones.

En la sacristía, don José, el cura, agregó:

—Podemos organizar un centro donde la juventud se distraiga sin ofender al Señor. Con buena voluntad eso no sería difícil. Un gran salón con toda clase de entretenimientos. A las seis podríamos hacer cine los domingos y días festivos. Claro que proyectando solamente películas morales, católicas a machamartillo.

La Guindilla mayor hizo palmitas.

—El local podría ser la cuadra de Pancho. No tiene ganado ya y quiere venderla. Podríamos tomarla en arriendo, don José —dijo con entusiasmo.

Catalina, la Lepórida, intervino:

—El Sindiós no cederá la cuadra, señor cura. Es un tunante sin fe. Antes morirá que dejarnos la cuadra para un fin tan santo.

Daniel, el Mochuelo, que había ayudado a misa, escuchaba boquiabierto la conversación de don José con las mujeres. Pensó marcharse, pero la idea de que en el pueblo iba a montarse un cine lo contuvo.

Don José, el cura, apaciguó a Catalina, la Lepórida:

—No formes juicios temerarios, hija. Pancho, en el fondo, no es malo.

La Guindilla mayor saltó, como si la pinchasen:

—Padre, ¿es que se puede ser bueno sin creer en Dios? —dijo.

Camila, la otra Lepórida, infló su exuberante pechuga y cortó:

—Pancho por ganar una peseta sería capaz de vender el alma al diablo. Lo sé porque lo sé.

Intervino, toda excitada, Rita, la Tonta, la mujer del zapatero:

—El alma se la ha regalado ya ese tunante. El diablo no necesita darle ni dos reales por ella. Eso lo sabemos todos.

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