El Campeón Eterno (12 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El mar engulló la esbelta nave Eldren, ahora con gran rapidez, y escuché al rey Rigenos que reía a mi espalda mientras los Eldren desaparecían bajo las aguas.

Me volví. Tenía el rostro tiznado de hollín y sus ojos enrojecidos sobresalían con aire salvaje de sus órbitas. Llevaba el casco con la corona de hierro y diamantes ladeado en la cabeza mientras seguía con sus carcajadas triunfales.

—¡Buen trabajo, Erekosë! Este es el modo más concluyente de tratar con esas criaturas. Partirlos por la mitad. Enviarlos a las profundidades del océano para que puedan estar mucho más cerca de su amor, el señor de los infiernos.

Katorn subió a nuestra posición. También su rostro estaba exultante.

—Debo reconocer, Erekosë, que has demostrado saber cómo acabar con los Eldren.

—Sé como hacerlo con muchas clases de hombres —respondí tranquilamente. Me había disgustado su comentario, pues me había admirado el honor demostrado por el capitán de los Eldren al morir con su barco—. Simplemente, he aprovechado una oportunidad. No hay gran mérito en que una nave del tamaño de ésta aplaste a otro barco más pequeño.

Pero no había tiempo para discutir aquel extremo. Nuestra nave avanzaba entre los restos del naufragio que había provocado, rodeada de lenguas de fuego anaranjadas, gritos y gemidos, y de un humo espeso que nublaba la vista en todas direcciones, haciendo imposible saber cómo se estaba portando la flota de la humanidad.

—Tenemos que salir de aquí —dije—. Vamos a aguas más limpias. Tenemos que hacer saber a nuestras naves que seguimos sin novedad. ¿Quieres dar las órdenes, Katorn?

—Desde luego —asintió el aludido, volviendo a sus obligaciones.

La cabeza empezó a latirme con la excitación de la batalla, que se había convertido en un enorme muro de ruido, una gran ola de humo y llamas invadida por el hedor a muerte.

Y, sin embargo, todo ello me resultaba familiar.

Hasta aquel instante, las tácticas bélicas que había adoptado habían sido bastante racionales, intelectuales más que instintivas. En cambio, ahora parecían entrar en acción unos viejos instintos muy experimentados, y las órdenes salían de mis labios sin tener que meditarlas primero.

Y tenía plena confianza en que tales órdenes eran las adecuadas. Incluso Katorn confiaba ahora en mí.

Aquello era lo que había sucedido con la orden de embestir la nave Eldren. No me había detenido a pensar, y probablemente eso era lo mejor.

A base de poderosos golpes de remo, la
Iolinda
consiguió salir de la zona de humos más densos y sus trompetas y tambores sonaron para anunciar su presencia al resto de la flota. Un rugido de vítores se levantó en las cubiertas de algunas naves próximas cuando aparecimos en una zona relativamente libre de humos, restos de naufragios u otras naves.

Una parte de nuestra flota había empezado a rodear a las naves Eldren que perdían contacto con sus hermanas, y nuestros cañones bombardeaban con sus obuses de hierro a las rápidas naves desde todas las direcciones a la vez. Los capitanes daban órdenes de saltar al abordaje: los agudos garfios se adhirieron a las pasarelas blancas de los barcos enemigos, desgarraron sus velas relucientes, se hundieron en la carne e incluso arrancaron brazos y piernas al ser lanzados. Las grandes naves de guerra arrasaban la flota Eldren, mientras los barcos menores, como balleneros, se cebaban en sus presas medio muertas.

Empezaron a surcar los aires, de cubierta a cubierta, las flechas que lanzaban nuestros arqueros, con los pies firmemente posados en cubierta y asidos a los aparejos, contra los enemigos. Las lanzas caían pesadamente sobre las cubiertas o rompían las corazas de los guerreros, tanto Eldren como humanos, y los dejaban inmóviles, muertos o malheridos. Todavía se escuchaban cañonazos, pero ya no era el fragor constante y mantenido que había sido. Los disparos se hicieron más intermitentes y fueron reemplazados por el estrépito de las espadas y por los gritos de los guerreros al enfrentarse cuerpo a cuerpo.

El humo formaba todavía grandes columnas en el aire sobre las aguas del campo de batalla. Cuando por fin pude ver más allá de la humareda y contemplé el océano verde y lleno de restos destrozados, advertí que la espuma ya no era blanca. Era roja. El mar estaba cubierto por una capa de sangre.

Cuando nuestra nave se puso en marcha de nuevo para volver a la batalla, vi multitud de rostros que se volvían a mirarme desde las aguas teñidas en sangre. Eran los rostros de los muertos, tanto Eldren como humanos, y todos ellos parecían compartir una misma expresión, un gesto de asombrada acusación.

Al cabo de unos instantes, decidí tratar de hacer caso omiso de la escena y de tales rostros.

12. La tregua rota

Dos naves Eldren más cayeron bajo nuestro espolón, mientras que nuestro barco apenas presentaba el menor daño. La
Iolinda
se movía por el campo de batalla como un monstruo destructivo insaciable, reafirmando continuamente su invulnerabilidad.

Fue el rey Rigenos el primero en verlo. Entrecerró los ojos y señaló hacia el frente entre el denso humo, abriendo una boca roja en mitad de la negrura de su rostro cubierto de hollín.

—¡Allí! ¿La ves, Erekosë? ¡Allí!

Contemplé ante nosotros un espléndido barco Eldren, pero no comprendí a qué se refería el rey.

—¡Es la nave insignia, Erekosë! —dijo Rigenos—. ¡La nave insignia de los Eldren! Puede que esté a bordo el propio jefe de esa horda. Si ese maldito servidor de Azmobaana está en su propia nave capitana y logramos destruirla, entonces podremos decir ya con confianza que hemos vencido. ¡Reza para que el príncipe de los Eldren esté a bordo, Erekosë! ¡Reza para que así sea!

Katorn intervino entonces, saltando desde detrás de nuestra posición:

—Quisiera ser yo mismo quien acabe con él.

Llevaba una pesada ballesta en sus manos enguantadas y acariciaba el gatillo del arma como otro haría con su gato favorito.

—¡Ojalá esté ahí el príncipe Arjavh! ¡Ojalá! —susurró Rigenos con voz sedienta de sangre.

No les presté gran atención, pero di la orden de que se aprestaran a lanzar los garfios de abordaje.

La fortuna seguía acompañándonos. Nuestra enorme nave se alzó sobre una ola favorable justo en el momento adecuado y caímos desde ella sobre el barco insignia de los Eldren. Nuestras cuadernas crujieron contra sus costados, dejando al enemigo en situación perfecta para que actuaran nuestros garfios de abordaje. Los ganchos de hierro se asieron a gruesos cabos, desgarraron aparejos, se clavaron en la cubierta y se fijaron a las bordas.

La nave Eldren estaba asida a la nuestra, apretada contra nuestro costado como un amante acoge a su amada.

Y una sonrisa de triunfo como la de éste empezó a iluminar mi rostro. Saboreé la miel de la victoria en mis labios, y era el más dulce de todos los sabores. Yo, Erekosë, hice un gesto a uno de los esclavos para que se acercara y refrescara mi rostro con un paño húmedo. Me erguí orgullosamente sobre el puente. Detrás de mí estaba el rey Rigenos, a mi derecha. A mi izquierda estaba Katorn. De pronto, me sentí unido a ellos por una gran camaradería. Contemplé con orgullo la cubierta del barco de los Eldren. Los guerreros parecían exhaustos, pero seguían prestos para la lucha, con las flechas tensas en los arcos, las espadas asidas con firmeza en sus puños blancos y los escudos levantados. Nos miraban en silencio, sin intentar cortar las cuerdas y aguardando a que hiciéramos el primer movimiento.

Cuando dos naves insignia llegan a esta situación, siempre existe una pausa antes de que la lucha se inicie. Eso permite conferenciar a los capitanes y, si ambos lo acuerdan, decidir una tregua y los términos de la misma.

El rey Rigenos alzó la voz desde la barandilla del puente, dirigiéndose a los Eldren que alzaban la mirada hacia él con sus extraños ojos enrojecidos por el humo tanto como los nuestros.

—Os habla el rey Rigenos; he aquí a mi campeón, el inmortal Erekosë, vuestro antiguo enemigo que ha vuelto para derrotaros. Hablaremos un instante con vuestro capitán, siguiendo la tregua habitual.

Un hombre de gran estatura surgió entonces de debajo de una lona caída en la cubierta de popa. A través de los jirones de humo vi, borroso al principio, un rostro dorado y puntiagudo de ojos lechosos un tanto azulados que nos miraba con tristeza desde unas cuencas hundidas y marcadamente rasgadas. Una voz de Eldren, como una tonada, nos llegó de la otra nave:

—Soy el duque Baynahn, almirante de la flota Eldren. No discutiremos complicados tratados de paz con vosotros, pero si nos dejáis ir ahora no seguiremos luchando.

Rigenos sonrió y Katorn soltó un jadeo.

—¡Muy gracioso! —gruñó Katorn—. Sabe que está perdido.

Rigenos se rió con fuerza al oírle. Después respondió al duque Baynahn:

—Encuentro algo ingenua vuestra propuesta, duque Baynahn.

El aludido se encogió de hombros con gesto cansado.

—Entonces —dijo—, acabemos de una vez.

Levantó la mano enguantada para ordenar a sus hombres que dispararan los arcos.

—¡Un momento! —gritó Rigenos—. Hay otra solución si queréis ahorraros la muerte de vuestros hombres.

El duque Baynahn bajó lentamente la mano.

—¿De qué se trata? —inquirió en tono precavido.

—Si está a bordo vuestro señor, Arjavh de Mernadin, como así debe ser, hacedle salir y enfrentarse en combate singular con lord Erekosë, campeón de la humanidad. —Rigenos abrió las manos y añadió—: Si vence Arjavh, podréis retiraros en paz. Si es Erekosë el vencedor, pasaréis a ser nuestros prisioneros.

El duque Baynahn cruzó los brazos sobre el pecho.

—He de deciros que nuestro príncipe Arjavh no llegó a Paphanaal a tiempo de salir con nuestra flota. Está en el oeste, en Loos Ptokai.

El rey Rigenos se volvió hacia Katorn.

—Mátale —masculló.

—No obstante —continuó el duque Baynahn—, estoy dispuesto a luchar con vuestro campeón si...

—¡No! —le grité a Katorn—. ¡Detente! Rey Rigenos, esto es deshonroso. No puedes dar esa orden durante una tregua.

—No es cuestión de honorabilidad, Erekosë. No hay tal cuando se trata de exterminar una plaga. Pronto lo comprenderás. ¡Mátale, Katorn!

El duque Baynahn tenía el ceño fruncido, claramente desconcertado por nuestra muda discusión e intentando descifrar alguna palabra.

—Yo lucharé con vuestro campeón—insistió—. ¿Estáis de acuerdo?

Y Katorn levantó la ballesta y la flecha silbó en el aire y escuché un breve gemido cuando penetró en la garganta del portavoz de los Eldren.

La mano de éste se alzó hacia la saeta, que aún vibraba. Sus extraños ojos se tornaron borrosos y cayó al suelo.

Me enfureció la demostración traicionera que acababa de efectuar quien tantas veces acusaba de traición a sus enemigos, pero no había tiempo para reconvenciones pues las flechas de los Eldren silbaban ya a nuestro alrededor y tuve que dedicarme a asegurar nuestras defensas y prepararme para guiar el abordaje contra la traicionada tripulación del barco enemigo.

Me así de un cabo, desenvainé mi espada refulgente y dejé que las palabras fluyeran de mi boca, aunque todavía estaba lleno de ira contra Katorn y contra el rey.

—¡Por la humanidad! —grité—. ¡Muerte a la Jauría del Mal!

Asido al cabo, me lancé al aire cálido que golpeó mi rostro en el rápido salto y caí entre las filas de los Eldren, seguido de una masa de vociferantes guerreros humanos.

Y empezó el combate.

Mis seguidores tuvieron buen cuidado de apartarse de mí mientras la espada abría pálidas heridas entre los Eldren, destruyendo a todos quienes hería, aunque sólo fuera levemente. Muchos Eldren murieron bajo la espada Kanajana, pero no sentí el ardor de la batalla en mi interior mientras luchaba, pues todavía me sentía furioso por los actos de mi propia gente y me daba cuenta de que no había necesidad de tal carnicería. Los Eldren estaban paralizados por la muerte de su líder y parecían prácticamente muertos de miedo, aunque peleaban con valentía.

En realidad, los esbeltos barcos como tiburones parecían contener más hombres de lo que había calculado. Aquellos Eldren de cráneos alargados, conscientes de que el contacto de mi espada era mortal, se lanzaron sobre mí con un coraje desesperado y feroz.

Muchos de ellos blandían hachas de largos mangos, que movían para mantenerse fuera del alcance de mi espada. Esta no era más afilada que las normales y, aunque descargaba golpes sobre las empuñaduras de madera, no conseguía sino astillarlas ligeramente. Me veía obligado a agacharme constantemente y descargar estocadas por debajo de los filos de las hachas que no cesaban de dar vueltas.

Un joven Eldren de cabello dorado saltó hacia mí, alzó el hacha y la dejó caer contra la hombrera de mi armadura, haciéndome perder el equilibrio.

Rodé por el suelo, tratando desesperadamente de recuperar la verticalidad en la cubierta bañada de sangre. El hacha volvió a caer, esta vez sobre mi peto, haciéndome tambalear. Conseguí colocarme a duras penas en cuclillas, lancé un golpe con la espada por debajo del hacha y herí la muñeca desprotegida del Eldren.

Un peculiar gemido de sollozo salió de sus labios. Emitió otro jadeo y murió. El «veneno» de la hoja había vuelto a hacer su trabajo. Yo seguía sin comprender cómo podía ser venenoso el propio metal, pero no había la menor duda de su eficacia. Me incorporé al fin, con todo el cuerpo magullado, y contemplé al valiente Eldren que ahora yacía a mis pies. Después eché un vistazo a mi alrededor.

Vi que llevábamos ventaja. El último grupo de Eldren que aún luchaba con bravura estaba en la cubierta principal, espalda contra espalda alrededor de su enseña, un campo escarlata con el Basilisco de Plata de Mernadin.

Me dirigí dando tumbos hacia la refriega. Los Eldren luchaban hasta el último hombre, pues sabían que sus enemigos humanos no tendrían piedad de ellos.

Me detuve. Los guerreros no me necesitaban ya. Envainé la espada y contemplé cómo los Eldren eran arrollados por nuestras fuerzas y, pese a estar todos malheridos, continuaban luchando hasta la muerte.

Alcé la mirada. Un extraño silencio parecía rodear las dos naves unidas, aunque en la distancia todavía podía escucharse el sonido del cañón.

Entonces Katorn, que había conducido el ataque sobre los últimos defensores Eldren, arrió su estandarte del basilisco y lo lanzó al suelo bañado en sangre. Con una furia irrazonable, se puso a pisotearlo hasta que quedó totalmente empapado e irreconocible.

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