—Y todos ellos humanos.
—No estoy seguro. No creo que mi carácter básico se haya alterado en todas esas encarnaciones. No tengo una sabiduría especial, ni poderes especiales, por lo que sé. ¿No te parece que un inmortal debería haber adquirido una gran acumulación de saberes?
—Así me parece, mi señor —asintió ella con un leve gesto de cabeza.
—Ni siquiera estoy seguro de dónde me hallo —continué—. No sé si he llegado aquí desde el futuro o desde un remoto pasado...
—Esas palabras significan poco para los Eldren —dijo ella—. Pero entre nosotros hay quien cree que pasado y futuro es lo mismo, que el tiempo se mueve en un círculo, de modo que el pasado es el futuro y el futuro es el pasado.
—Una teoría interesante —dije—. Pero bastante sencilla, ¿no te parece?
—Creo que estoy de acuerdo contigo —murmuró—. El tiempo es algo sutil. Ni siquiera nuestros filósofos más sabios han comprendido plenamente su naturaleza. Los Eldren no piensan mucho en el tiempo. Normalmente, no hay razón para que lo hagamos. Naturalmente, tenemos nuestras historias. Pero la historia no es mía. La historia es un mero registro de acontecimientos.
—Te comprendo —asentí.
Ermizhad se acercó a la barandilla y una de sus manos se posó en ésta suavemente.
En aquel instante, sentí el afecto que supongo podría tener un padre para con su hija Un padre que se complace en la segura inocencia de su pequeña. Calculé que la muchacha no debía de tener más allá de diecinueve años. Sin embargo, su voz tenía una confianza que provenía del conocimiento del mundo. Su porte era orgulloso, y también confiado. Advertí entonces que el rey Rigenos podía muy bien tener razón. ¿Cómo podía medirse, realmente, la edad de un inmortal?
—Al principio, pensé que venía de vuestro futuro, pero ahora no estoy seguro. Quizá venga de vuestro pasado y este mundo esté, en relación a lo que denomino «siglo XX», en el lejano futuro.
—El mundo es muy antiguo —asintió ella.
—¿Hay recuerdos de alguna época en que sólo los seres humanos poblaran la Tierra?
—Nada se dice al respecto en los nuestros —sonrió ella—. Existe el eco de un mito, un rastro de una leyenda, según la cual hubo un tiempo en que sólo los Eldren ocupaban la Tierra. Mi hermano lo ha estudiado, y creo que sabe más.
Me estremecí. No supe bien el porqué, pero mis constantes vitales parecieron helarse dentro de mí. No pude continuar con la conversación, aunque deseaba hacerlo.
La muchacha pareció no darse cuenta de mi malestar.
Por fin, conseguí decir:
—Día de presagios, mi señora. Espero volver a hablar pronto con vos —hice una reverencia y volví a mi camarote.
Esa noche, dormí sin la habitual precaución de tomar una jarra de vino para sumergirme en un sueño más profundo. Lo hice deliberadamente, aunque lleno de ansiedad y nervios
«EREKOSË.»
Oigo la voz que me llama como ha llamado antes a John Daker. Pero esta vez no es la voz del rey Rigenos.
«Erekosë...»
Esta voz es más musical.
Veo bosques verdes, ondulados, y grandes colinas verdes, y claros umbrosos y castillos y delicados animales cuyos nombres no conozco...
«¿Erekosë...? Mi nombre no es Erekosë», digo. «Es príncipe Corum. Soy el príncipe Corum Jhaelen Irsei de la Túnica Escarlata y busco a mi pueblo. ¡Ah!, ¿dónde está mi pueblo? ¿Por qué no acaba ya esta búsqueda?»
Voy sobre un caballo. El caballo lleva una silla de terciopelo amarillo y va engalanado con guardainfantes, dos lanzas, un escudo plano redondo, un arco y un carcaj con las flechas. Llevo un yelmo de plata cónico y una cota de malla doble, la capa inferior de cobre y la superior de plata. Y al cinto, una espada larga y fuerte que no es la espada Kanajana...
«Erekosë...»
«No soy Erekosë.»
«¡Erekosë!»
«¡Soy John Daker!»
«¡Erekosë!»
«¡Soy Jerry Cornelius!»
«¡Erekosë!»
«¡Soy Konrad Arflane!»
«¡Erekosë!»
«¿Qué quieres?», pregunto.
«¡Queremos tu ayuda!»
«¡Tenéis mi ayuda!»
«¡Erekosë!»
«¡Soy Karl Glogauer!»
«¡Erekosë!»
Los nombres no importan. Ahora lo sé. Sólo importan los hechos. El hecho de que soy una criatura incapaz de morir. Una criatura eterna. Condenado a tener muchas formas, a ser llamado por muchos nombres, pero a estar en una perpetua batalla...
Y quizá me equivocaba. Quizá no soy verdaderamente humano, sino que sólo asumo las características de un ser humano si estoy metido en un cuerpo humano.
Me parece que he dado un gemido de dolor al darme cuenta de ello. ¿Qué soy yo? ¿Qué soy? ¿Si no soy un hombre...?
La voz todavía me llama, pero no quiero hacerle caso. ¡Cuánto me gustaría no haberla oído antes, cuando estaba acostado en mi cómoda cama, con la cómoda identidad de John Daker...!
Me desperté y estaba sudando. No había descubierto nada más acerca de mí mismo y del misterio de mi origen. Al parecer, sólo había conseguido confundirme todavía más.
Todavía era de noche, pero no me atreví a dormirme otra vez.
Escruté la oscuridad. Vi las cortinas corridas en las ventanas, el cubrecamas blanco del lecho, la silueta de mi esposa junto a mí...
Empecé a gritar.
«EREKOSË... EREKOSË... EREKOSË...»
«Soy John Daker. ¡Soy John Daker!», grito. «¡Miradlo! ¡Soy John Daker!»
«¡EREKOSË...!»
«No se nada de ese nombre, Erekosë. Me llamo Elric, príncipe de Melniboné. Eríc el Arrasador. Soy conocido por muchos nombres...»
Muchos nombres, muchos nombres, muchos nombres...
¿Cómo es posible poseer decenas de identidades, todas al mismo tiempo, moverse de un tiempo a otro al azar, salir de la propia Tierra hasta donde brillan las frías estrellas?
Ha habido quizás un sonido apresurado y ahora caigo por oscuros lugares sin aire, cayendo y cayendo y cayendo... Y no hay nada en el universo salvo jirones de gas. Sin gravedad, ni color, ni aire, ni otra inteligencia salvo la mía..., y quizás... en algún lugar, otra...
Vuelvo a gritar.
Y me niego a saber más.
Fuera cual fuese mi condena eterna, pensé a la mañana siguiente, nunca la comprendería. Y probablemente eso fuera lo mejor.
Bajé a cubierta y allí estaba Ermizhad, en el mismo lugar junto a la barandilla, como si no se hubiera movido de allí en toda la noche. El cielo se había despejado un poco y la luz del sol enviaba gruesos rayos entre las nubes, iluminando las agitadas aguas de tal modo que el mundo parecía medio en sombras y medio iluminado.
Era un día cargado de tristeza.
Permanecimos unos instantes en silencio, apoyados en la barandilla, observando la espuma que dejábamos atrás y contemplando las olas que caían sobre las aguas con su ritmo monótono. De nuevo, la muchacha fue la primera en hablar. —¿Qué piensan hacer conmigo? —preguntó en voz baja. —Serás rehén nuestro para prevenir la posibilidad de que tu hermano, el príncipe Arjavh, intente atacar Necranal —respondí. Sólo era una verdad a medias, pues había muchos otros modos de utilizarla para presionar a su hermano, pero no había razón para detallárselos—. Estarás a salvo, pues el rey Rigenos no podría negociar si te pasara algo. Ermizhad suspiró.
—¿Por qué no huísteis, tú y las demás mujeres de Paphanaal, cuando visteis aparecer nuestra flota ante la ciudad ? —pregunté.
Era una cuestión que me tenía preocupado desde la conquista del puerto.
—Los Eldren no huyen —contestó ella—. No huyen de las ciudades que ellos mismos han construido.
—Hace unos siglos huyeron a las montañas del Pesar... —señalé.
—No —dijo, con un gesto de cabeza—. Fueron conducidos allí, lo cual es muy distinto.
—Ciertamente, es muy distinto —asentí.
—¿Qué es eso tan distinto? —intervino una tercera voz, más ronca.
Era el rey Rigenos, que había salido de su camarote silenciosamente y estaba ahora detrás de nosotros, a unos pasos, sobre la cubierta bamboleante. El rey no miró siquiera a Ermizhad, sino que posó sus ojos directamente en los míos. No tenía buen aspecto.
—Buenos días, señor —le saludé—. Estábamos conversando sobre el sentido de las palabras.
—Te has hecho muy amigo de esa perra Eldren —masculló él.
¿Cómo era posible, pensé, que un hombre que se había mostrado refinado y valiente en tantos otros aspectos, se convirtiera en un bárbaro desconsiderado y grosero en todo lo que se refería a los Eldren?
—Señor —repliqué, sin poder contenerme más—. Rey Rigenos, estás hablando de alguien que, pese a ser tu enemigo, viene de sangre noble.
—¡Sangre noble! —volvió a mascullar—. ¡El líquido repugnante que fluye por sus venas corruptas no merece que se le llame sangre! ¡Ten cuidado, Erekosë! Me doy cuenta de que no estás muy versado en nuestras costumbres y nuestros saberes, que tus recuerdos son difusos, pero recuerda que la muchacha Eldren tiene una lengua de oro líquido que puede arrastrarnos a tu perdición y a la nuestra, ¡No le prestes atención!
Era el discurso más directo y siniestro que le había oído hasta entonces.
—Majestad... —protesté.
—Esa mujer puede envolverte en tal hechizo que acabes siendo un perrito faldero a su merced, y un peligro para nosotros. Repito, Erekosë, ten cuidado. ¡Dioses! Tengo pensado entregársela a los remeros para que hagan uso de ella antes de arrojarla por la borda.
—Tú la has puesto bajo mi protección, mi señor —protesté airadamente—, y he jurado protegerla de todos los peligros.
—¡Estúpido! Te lo he advertido. No quiero perder tu amistad, Erekosë. Más aún, no quiero perder a nuestro Campeón de guerra. Si esa zorra da una muestra más de estar hechizándote, la mataré. ¡Y nada me detendrá!
—Yo estoy cumpliendo lo que me encargaste, mi rey —respondí—. Pero tú recuerda esto: yo soy Erekosë. He sido tambien muchos otros Campeones. Lo que hago es por la raza humana, y no estoy obligado por ningún otro juramento, ni contigo ni con ningún otro rey. Soy Erekosë, el Campeón de la guerra, el Campeón de la humanidad, y no el Campeón de Rigenos.
El rey entrecerró los ojos.
—¿Me estás traicionando, Erekosë?
Era casi como si esperara una respuesta afirmativa.
—No, rey Rigenos. Estar en desacuerdo con un representante de la humanidad no significa traicionar a ésta.
No replicó, sino que permaneció donde estaba, con una expresión de odio que casi igualaba al que había demostrado contra la muchacha. Respiraba profundamente y carraspeaba.
—No me des razones para arrepentirme de haberte invocado, difunto Erekosë —dijo Rigenos por último, antes de dar media vuelta y regresar a su camarote.
—Creo que será mejor si dejamos nuestra conversación —murmuró Ermizhad.
—¿Así que difunto Erekosë... ? —musité. Luego sonreí—. Si estoy muerto, soy un cadáver con una extraña propensión por las emociones.
Bromeé sobre la discusión, pero los acontecimientos habían tomado un rumbo que me llevaba a temer que Rigenos, entre otras cosas, no quisiera concederme la mano de Iolinda..., ya que ni siquiera sabía aún que estuviéramos prometidos.
Ermizhad me miró con extrañeza y alzó la mano como para consolarme.
—Quizás esté muerto —dije—. ¿Has visto alguna criatura como yo en los Mundos Fantasmas?
—En realidad, no —contestó moviendo la cabeza.
—Entonces, los Mundos Fantasmas existen, ¿no es así? —pregunté.
En realidad, mi comentario había sido retórico.
—¡Naturalmente que existen! —se rió ella—. ¡Eres el hombre más escéptico que he conocido!
—Háblame de ellos, Ermizhad.
—¿Qué hay que contar? —dijo moviendo la cabeza en un gesto de negativa—. Si no has creído lo que te hayan explicado ya, no tiene sentido que te cuente más cosas ahora, que tampoco creerás, ¿no te parece?
—Supongo que no—comenté encogiéndome de hombros.
Me pareció que estaba siendo excesivamente reservada, «pero no insistí en el tema».
—Respóndeme a una cosa —dije apenas—, ¿podría descubrir el secreto de mi existencia en los Mundos Fantasmas?
—¿Cómo podría yo responder a eso, Erekosë? —exclamó ella, sonriendo compasivamente.
—No lo sé... Pensaba que los Eldren sabíais más de... de brujería...
—Ahora, en cambio, te muestras tan supersticioso como tus congéneres. ¿No creerás que...?
—Mi señora —la interrumpí—, no sé qué creer ya. La lógica de este mundo, tanto de los humanos como de los Eldren, me temo que es un misterio para mí.
Aunque el rey Rigenos se abstuvo de más amenazas contra mi persona o contra Ermizhad, no se podía decir en honor a la verdad que volviera a tenerme aprecio, aunque su actitud fue haciéndose más distendida conforme se aproximaban las costas de Necranala.
Y, por fin, Noonos apareció ante nuestra vista y dejamos allí la mayor parte de la flota para las reparaciones y reabastecimiento, remontando con un grupo de naves las aguas del río Droonaa para llegar de nuevo a Necranal.
La noticia de nuestra gran victoria naval había llegado ya a Necranal. De hecho, se había ampliado y ya parecía que yo, personalmente y sin ayuda, hubiera hundido cientos de naves y hubiera destruido a sus tripulaciones.
No quise desmentir esos extremos porque seguía preocupándome el rey Rigenos y no deseaba que empezara a maquinar en contra mía. La adulación del pueblo, en cambio, significaba que no me podía negar nada de cuanto pidiese. Con el regreso, mi poder había aumentado, pues había conseguido una gran victoria y había demostrado ser el Campeón que el pueblo deseaba.
Ahora daba la impresión de que si el rey Rigenos actuaba en mi contra, la cólera del pueblo se alzaría, contra él. Y esa cólera sería tal que le pondría en peligro de perder la corona... y también la vida.
Ello no significaba, por supuesto, que ahora le cayera mejor, y cuando llegamos por fin al Palacio de las Diez Mil Ventanas el humor del rey Rigenos había recobrado casi la afabilidad.
Creo que había empezado a considerarme una amenaza para su trono, pero la visión de su palacio, su pueblo y su hija le reafirmaban en que seguía siendo el rey, y en que continuaría siéndolo siempre. A mí no me interesaba su corona, sino únicamente su hija.
Cuando llegamos, los guardianes escoltaron a Ermizhad a sus aposentos, y ésta ya había desaparecido cuando llegó Iolinda, corriendo escaleras abajo hasta el gran salón con el rostro radiante, el porte gracioso y rebosante de alegría. Dio primero un beso a su padre, y luego otro a mí.