—Y a los Eldren también, quizás...
—Quizá —sonrió ella otra vez.
—Regresaré cuanto antes a Necranal para hablar con Iolinda.
—Y si accede, ¿te casarás con ella?
En ese instante, me sentí débil. Finalmente, conseguí decir:
—Debo hacerlo. Todo el proyecto caería por tierra si no lo hiciera, ¿comprendes?
—Perfectamente —asintió ella, y sus mejillas se llenaron de lágrimas mientras sonreía.
Arjavh se presentó unos minutos después y le expliqué lo que tenía la intención de hacer. El príncipe recibió la novedad con bastante más escepticismo que Ermizhad.
—¿No crees que lo diga en serio? —le pregunté.
—Te creo absolutamente, Erekosë. Pero no creo que los Eldren consigan sobrevivir —añadió encogiéndose de hombros.
—¿Por qué lo dices? ¿Hay alguna epidemia? ¿Algo que... ?
—No, no —respondió con una breve risilla—. Creo que tú propones una tregua pero tu gente no te permitirá cumplirla. Tu raza sólo se señora satisfecha cuando el último Eldren haya muerto. Dices que su destino es luchar eternamente. ¿No podría ser que sintieran un secreto resentimiento hacia los Eldren porque la presencia de éstos significa que no pueden llevar a su actividad más natural, es decir, las luchas entre ellos ? ¿No sería esa tregua más que una mera pausa en su Y si no acaban con nosotros ahora, pronto lo harán, tanto si eres tú su líder como si no.
—Con todo, debo intentarlo... —insistí.
—Aunque lo intentes con todas tus fuerzas, estoy seguro de que te obligarán a ceñirte a tu juramento.
—Iolinda es una mujer inteligente. Si atiende a mis argumentos...
—Iolinda es una de ellos. Dudo mucho que se digne siquiera escucharte. Anoche, cuando tanto te supliqué, no era yo mismo. Me entró auténtico pánico de que no pudiéramos alcanzar la paz, lo reconozco.
—Debo intentarlo.
—Espero que tengas éxito.
Quizá me había dejado encandilar por los encantos de los Eldren, pero no me daba esa impresión. Haría cuanto pudiese por llevar la paz a las arrasadas tierras de Mernadin, aunque ello significara no poder ver nunca más a mis amigos Eldren, a la bella Ermizhad...
Aparté de mi mente el pensamiento y decidí no permanecer más tiempo en Loos Ptokai.
Un sirviente entró en la estancia. Mi heraldo, acompañado de varios mariscales entre los que destacaba el conde Roldero, se habían presentado a las puertas de la ciudad, casi convencidos de que los Eldren me habían dado muerte.
—Sólo creerán que estás ileso si te ven —murmuró Arjavh. Asentí y salí de la sala.
Escuché la voz de mi heraldo mientras me acercaba a los muros de la ciudad.
—Tememos que seáis culpables de una gran traición. Dejadnos ver a nuestro jefe, o su cadáver. Así sabremos lo que debemos hacer—añadió tras una pausa.
Arjavh y yo ascendimos los peldaños que llevaban a las almenas y vi el alivio reflejado en los ojos del heraldo al comprobar que no estaba herido.
—He estado conversando con el príncipe Arjavh —dije—. Y he meditado mucho. Nuestros hombres están cansados hasta el agotamiento y los Eldren son sólo un puñado. Ésta es la única ciudad que les queda. Podríamos tomar Loos Ptokai, pero no veo razón para hacerlo. Seamos generosos en la victoria, mariscales. Declaremos una tregua...
—¡Una tregua, señor Erekosë! —exclamó el conde Roldero, con los ojos como platos—. ¿Pretendes hurtarnos nuestro premio final? ¿Nuestra última y feroz batalla? ¿Nuestro mayor triunfo? ¡La paz...!
—Sí —asentí—, la paz. Y ahora, regresad y decid a nuestros guerreros que estoy bien.
—Podemos tomar esta ciudad fácilmente, Erekosë —gritó Roldero—. No hay necesidad de hablar de paz. Podemos destruir a los Eldren de una vez y para siempre. ¿Acaso has vuelto a caer víctima de sus encantamientos? ¿Te has dejado confundir una vez más por sus suaves palabras?
—No —respondí—, he sido yo quien lo ha sugerido.
Roldero hizo dar vuelta en torno a sí mismo al caballo, con gesto de impaciencia.
—¡Paz! —masculló, mientras enfilaba hacia el campamento con sus acompañantes—. ¡Nuestro Campeón se ha vuelto loco!
Arjavh se frotó los labios con el dedo.
—Ya han empezado los problemas, por lo que veo.
—Ellos me temen —dije—, y me obedecerán. Sí, me obedecerán..., al menos, por el momento.
—Esperémoslo así—murmuró el príncipe.
Esta vez no me recibieron en Necranal muchedumbres jubilosas, pues las noticias de mi misión me habían precedido. El pueblo apenas podía creerlas, pero, allí donde así era, las recibían con desagrado. Ante sus ojos, había dado una muestra de debilidad.
Naturalmente, no había visto a Iolinda desde que se convirtiera en reina. Ahora, mientras paseaba de un lado a otro de la sala aguardándome, tenía un aire altivo.
En mi interior, me sentía una tanto divertido. Era como el hombre que, habiendo sido pretendiente de una mujer tiempo atrás, regresa y encuentra el objeto de su pasión casada con otro y convertida en una arpía. Me sentí un poco aliviado al advertirlo...
Pero el alivio duró poco.
—Bien, Erekosë —dijo Iolinda—, sé a qué has venido. Sé por qué has traicionado a nuestras tropas y has roto tu promesa de destruir hasta al último de los Eldren. Katorn me lo ha contado.
—¿Katorn está aquí?
—Vino cuando supo de tus palabras desde las almenas de Loos Ptokai, donde apareciste junto a tus amigos Eldren.
—Iolinda —dije con tono de urgencia—, estoy convencido de que los Eldren están cansados de guerras, de que jamás han tenido la menor intención de amenazar a los Dos Continentes. De que sólo quieren la paz.
—Y la tendrán. ¡Cuando toda su raza haya perecido!
—Iolinda, si me amas, escucha mis palabras, por lo menos.
—¿Cómo? ¿Si te amo? ¿Y qué hay de ti, señor Erekosë? ¿Todavía amas a tu reina?
Abrí la boca, pero no pude articular palabra.
Y, de pronto, vi asomar una lágrima a sus ojos.
—¡Oh, Erekosë! —exclamó en tono más suave—. ¿No será verdad...?
—No —respondí a duras penas—. Te sigo amando, Iolinda. Vamos a casarnos y...
Pero Iolinda se había dado cuenta. Hasta entonces había sido sólo una sospecha, pero ahora lo sabía. Sin embargo, si con mi acción conseguía la paz, estaba dispuesto a simular, a mentir, a declarar mi pasión por ella, a casarme...
—Sigo queriendo casarme contigo —afirmé.
—No —replicó ella—. No es cierto.
—Sí lo es —dije desesperadamente—. Si ello trae la paz con los Eldren...
De nuevo vi un extraño fulgor en su mirada.
—Me estás insultando, Erekosë. Bajo esas condiciones, no me casaré contigo. Jamás. Eres culpable de alta traición contra nosotros. El pueblo ya habla de ti como traidor.
—Pero he conquistado un continente entero para ellos. He tomado Mernadin...
—Pero no has tomado Loos Ptokai, donde te espera tu adorada zorra Eldren.
—¡Iolinda, eso no es cierto!
Pero tenía razón.
—Eres injusta conmigo... —empecé a decir.
—¡Y tú eres un traidor! —me interrumpió ella—. ¡Guardias!
Como si todo hubiera estado preparado para ese instante, una decena de miembros de la guardia imperial, conducida por su capitán, lord Katorn, apareció en la sala. En los ojos de Katorn había un brillo de triunfo y entonces, de pronto, supe por qué me había odiado desde el primer momento. Deseaba a Iolinda para él...
Y me di cuenta de que, tanto si desenvainaba mi espada como si no, Katorn me mataría en cuanto estuviera cerca de mí.
Y por eso desenvainé el arma, la espada de Kanajana. Su hoja refulgió, y su brillo se reflejó en los ojos negros de Katorn.
—¡Hazle prisionero, Katorn! —gritó Iolinda, y su voz fue un gemido de agonía. Yo la había traicionado, no había el superhombre poderoso que ella necesitaba tan desesperadamente— ¡Cógele vivo o muerto! ¡Es un traidor a su raza!
Era un traidor a ella. Eso era lo que Iolinda había querido decir, y por eso quería verme morir.
Pero yo todavía tenía que salvar algo.
—No es cierto... —empecé a decir.
Sin embargo, Katorn ya había iniciado su cauteloso avance, con sus hombres detrás, en abanico. Retrocedí hasta una pared, junto a una ventana. La sala del trono estaba en el primer piso del palacio. Bajo la ventana, observé los jardines privados de la reina.
—Piénsalo, Iolinda —insistí—. Anula esa orden. No soy ningún traidor. Te estás dejando llevar por los celos.
—¡Mátale, Katorn!
Pero yo fui quien acabó con Katorn. Cuando saltó hacia mí, mi espada marcó su rostro retorcido en una mueca de odio. Dio un grito, se tambaleó, se llevó las manos a la cabeza y rodó por el suelo con su armadura dorada, cayendo con un gran estrépito sobre las losas.
Era el primer ser humano que mataba.
Los demás guardias se acercaron, pero con muchas más precauciones. Mantuve a raya sus espadas, herí a un par de ellos, hice retroceder a los demás, capté por un instante la mirada de Iolinda fija en mí con los ojos llenos de lágrimas y trepé de un salto al alféizar de la ventana.
—Adiós, mi reina. Te quedas sin Campeón...
Salté.
Fui a caer sobre un rosal cuyas espinas me desgarraron la piel, me liberé y corrí a toda prisa hasta la verja del jardín, perseguido por los guardianes.
Abrí la puerta de un golpe y seguí corriendo colina abajo hasta las tortuosas calles de Necranal, con los soldados en mi persecución. A ellos se iba añadiendo la jauría de ciudadanos que aullaban furiosamente, sin tener la menor idea de por qué me buscaban o incluso de quién era yo. Me perseguían por el puro placer de seguir la cacería.
Así fue como se produjeron los hechos. El dolor y los celos de Iolinda habían nublado su mente, y pronto su decisión sería la causa de un baño de sangre mayor del que la nueva reina habría sido capaz de imaginar.
Pero ahora yo corría, ciegamente al principio y, por fin, en dirección al río. Esperaba que mi tripulación todavía me fuera leal. Si era así, aún tendría unas leves posibilidades de escapar. Alcancé el barco cuando mis perseguidores ya me pisaban los talones. Salté a bordo al tiempo que gritaba:
—¡Preparados para zarpar!
Sólo quedaba a bordo la mitad de la tripulación. El resto se encontraba en tierra, en las tabernas, pero los que quedaban izaron rápidamente las velas mientras unos cuantos hombres me ayudaban a mantener a raya a los soldados.
Por fin, nos apartamos de la orilla e iniciamos nuestro rápido descenso por el río Droonaa.
Pasó algún tiempo hasta que en Necranal organizaron una expedición marina y, para entonces, ya les habíamos tomado una delantera insalvable. Mi tripulación no hizo ninguna pregunta. Estaban acostumbrados a mis silencios y a mis acciones, que a veces resultaban bastante fuera de lo común. Sin embargo, una semana después de dejar atrás la costa camino de Mernadin, les expuse en pocas palabras que ahora era un proscrito.
—¿Por qué, mi señor Erekosë? —preguntó el capitán de la nave—. Parece injusto...
—Lo es, en mi opinión. Atribúyelo a la cólera de la reina. Sospecho que Katorn le ha hablado en mi contra, incitándola a odiarme.
Los marineros y soldados se sintieron satisfechos con la explicación, y cuando tocamos tierra en una pequeña ensenada cerca de las llanuras del Hielo Fundente, me despedí de ellos, monté en mi caballo y me dirigí rápidamente hacia Loos Ptokai, sin saber muy bien qué haría cuando llegara allí. Sólo sabía que debía informar a Arjavh sobre el curso que habían tomado los acontecimientos.
Habíamos acertado plenamente en nuestro pronóstico. La humanidad no me permitiría mostrar la menor piedad.
La tripulación se despidió de mí casi con muestras de afecto. No sabían, ni yo tampoco entonces, que pronto morirían por mi culpa.
Me encaminé cautelosamente hacia Loos Ptokai, escurriéndome entre las tropas del gran campamento que se había construido para el asedio, y entrada la noche penetré en la ciudad de los Eldren.
Arjavh se levantó de su cama cuando le informaron de mi regreso.
—¿Y bien, Erekosë? —preguntó mientras me observaba con ojos escrutadores. Después añadió—: No has tenido éxito, ¿verdad? Noto que has venido a todo galope y que has tenido que luchar. ¿Qué ha sucedido en Necranal?
Se lo conté. Arjavh suspiró.
—Bien, nuestros planes no tenían razón de ser. Ahora, moriremos nosotros y también morirás tú.
—Creo que lo prefiero así—musité.
Transcurrieron dos meses. Dos terribles meses de tensión en Loos Ptokai. La humanidad no atacó la ciudad inmediatamente, y pronto se hizo evidente que los soldados esperaban las órdenes de la reina Iolinda. Al parecer, ésta se había negado a adoptar decisión alguna al respecto.
La inactividad resultaba opresiva.
A menudo, paseaba por las murallas almenadas contemplando el gran campamento, y deseaba ardientemente que la acción se precipitara y todo acabara de una vez. Sólo Ermizhad atenuaba mi infelicidad, pues ahora aceptábamos abiertamente nuestros sentimientos de mutuo amor.
Y debido a ese amor que sentía por ella, empecé a desear salvarla.
Deseaba salvarla, y deseaba salvarme yo también, y deseaba salvar a todos los Eldren de Loos Ptokai, porque quería quedarme con Ermizhad para siempre y no quería verla destruida.
Desesperado, intenté encontrar un modo de destruir la impresionante fuerza que nos sitiaba, pero todos los planes que ideaba eran auténticas locuras que no podían dar resultado.
Y entonces, un buen día, recordé algo.
Recordé una conversación que había sostenido con Arjavh en la llanura, después de que me derrotara en combate.
Acudí a verle y le encontré en su estudio. Estaba leyendo.
—¡Erekosë! ¿Han iniciado ya el ataque?
—No, Arjavh, pero recuerdo que una vez me hablaste de unas antiguas armas de gran poder destructivo que teníais en el pasado. Creo que dijiste que aún las conservabais, ¿no es así?
—¿Qué...?
—Esas armas terribles de la antigüedad —insistí—. Esas que jurasteis no utilizar más debido a la gran destrucción que pueden causar.
—Eso no... —dijo el príncipe, acompañando sus palabras de un rotundo gesto de negativa.
—Utilízalas esta vez, Arjavh —le supliqué—. Haz una demostración de fuerza, simplemente. Entonces, los humanos se mostrarán dispuestos a hablar de paz.
Arjavh cerró el libro.