—No. Los hombres nunca pactarán la paz con nosotros. Antes preferirán morir. Y, de todos modos, no creo que ni siquiera esta situación merezca que rompamos nuestro antiguo juramento.
—Arjavh —insistí—, respeto las razones que te mueven a rechazar el uso de esas armas, pero he llegado a amar a los Eldren. Ya he roto un juramento. Déjame ahora romper otro, por ti.
El príncipe siguió negando con la cabeza.
—Accede entonces a esto —dije—: Si llega la ocasión en que tú crees que debes usarlas, déjame decidir, déjame descargar de tus hombros la responsabilidad. Yo la acepto.
Sus ojos me escrutaron de nuevo. Aquellos ojos sin órbitas parecían desgarrarme.
—Quizás.
—¿Me dejarás, Arjavh?
—Nosotros, los Eldren, jamás nos hemos movido por el mismo egoísmo que os invade a vosotros. Al menos, no hasta el punto de destruir a otra raza, Erekosë. No confundas nuestros valores con los de la humanidad.
—No lo hago —repliqué—. Son precisamente mis valores la razón de que te lo pida. No puedo soportar ver a tu noble raza perecer a manos de unas bestias como las que aguardan tras esos muros.
Arjavh se levantó y devolvió el libro a su lugar en la estantería. Después dijo en voz baja:
—Iolinda tenía razón. Eres un traidor a tu propia raza.
—La raza es una palabra sin sentido, Tú y Ermizhad, por el contrario, me habéis tratado como un individuo, como una persona. Y he decidido por mí mismo a quién ser leal.
—Bien... —murmuró el príncipe, apretando después los labios.
—Lo único que pretendo es detener su locura—insistí.
Arjavh se apretó las manos, pálidas y finas, con los dedos entrecruzados.
—Arjavh, te lo pido por el amor que le tengo a Ermizhad y por el que ella me tiene a mí. Por la gran amistad que me has ofrecido. Por todos los Eldren que quedan con vida, te ruego que me dejes tomar esa decisión si se hace preciso.
—¿Por Ermizhad? —repitió, enarcando sus cejas oblicuas—. ¿Por ti? ¿Por mí y por mi pueblo? ¿No por venganza?
—No —respondí en voz baja—. Creo que no.
—Está bien. Dejo en tus manos la decisión. Supongo que es justo. No deseo morir. Pero recuerda..., no actúes con la misma imprudencia que otros de tu raza.
—No lo haré —prometí.
Y creo que mantuve esa promesa.
Y siguieron transcurriendo los días hasta que empezó a hacer frío y fue evidente que llegaba el invierno. Si caía pronto, estaríamos a salvo hasta la primavera, pues los invasores cometerían un grave error si intentaban un asedio en toda regla en invierno.
También ellos, al parecer, se habían dado cuenta. Iolinda debía de haber llegado a una decisión. Dio permiso a los mariscales para que atacaran Loos Ptokai.
Tras muchas disputas entre ellos, según llegó a mis oídos, los mariscales eligieron a uno, el más experimentado, para que fuera su Campeón de guerra.
Y eligieron al conde Roldero.
El asedio comenzó de inmediato.
Sus impresionantes máquina de asalto se aproximaron, y entre ellas aparecieron los gigantescos cañones denominados Dragones de Fuego. Unos cañones de hierro negros, decorados con feroces relieves.
Roldero se adelantó a caballo y su heraldo anunció su presencia. Salí a parlamentar con él desde las almenas.
—¡Saludos, Erekosë el Traidor! —gritó—. Hemos decidido castigarte, junto con todos los Eldren que están tras esos muros. Habríamos acabado con ellos limpiamente, pero ahora tenemos la intención de dar una muerte lenta y dolorosa a todos los que capturemos.
Sentí una gran congoja.
—¡Roldero! ¡Roldero! —supliqué—. Fuimos amigos una vez. Has sido quizás el único amigo verdadero que he tenido. Hemos bebido juntos, hemos luchado juntos y hemos contado chistes juntos. Hemos sido camaradas, Roldero. ¡Buenos camaradas!
Su caballo dio un respingo y pateó el suelo. —De eso hace un siglo —dijo, sin alzar la mirada hacia mi posición—. Un siglo.
—Apenas un año, Roldero... —Pero ya no somos amigos, Erekosë. Levantó ahora la cabeza, protegiéndose los ojos del sol con una mano enguantada. Vi que su rostro había envejecido y que llevaba muchas cicatrices nuevas. Sin duda, yo también debía de tener un aspecto muy diferente.
—Somos hombres distintos —añadió Roldero, y dando un tirón de las riendas se alejó con su montura, hincando furiosamente las espuelas en los flancos de ésta.
Ya no podíamos hacer otra cosa salvo luchar. Los Dragones de Fuego rugieron y su carga sólida golpeó nuestras murallas. Bolas de fuego procedentes de la artillería capturada a los Eldren silbaban sobre los muros, reventando sobre las calles. A continuación, miles de flechas volaban hacia nosotros como una negra lluvia.
Y por fin un millón de hombres se lanzó contra nuestro puñado de defensores.
Replicamos con los cañones de que disponíamos, pero nos basamos sobre todo en los arqueros para contener la primera oleada, pues íbamos escasos de munición.
Y conseguimos rechazarlos, tras diez horas de lucha. Se retiraron a su campamento.
Al día siguiente, y al otro, y al otro, continuaron atacando. Pero Loos Ptokai, la antigua capital de Mernadin, Loos Ptokai, resistió con firmeza esos primeros días.
Batallón tras batallón de soldados subían lanzando gritos aguerridos por las torres de asedio, y una y otra vez respondíamos con flechas, con metal fundido y, sin excedernos, con los cañones vomitadores de fuego de los Eldren. Luchamos con valor, Arjavh y yo, a la cabeza de los defensores. Y allí donde los guerreros de la humanidad me divisaban, daban gritos de venganza y morían luchando por el privilegio de matarme.
Luchamos hombro con hombro, como hermanos, Arjavh y yo, pero nuestros guerreros Eldren desfallecían, y tras una semana de asaltos constantes empezamos a comprender que no lograríamos contener mucho tiempo más aquella oleada de acero.
Esa noche, Arjavh y yo nos quedamos solos después de que Ermizhad se acostara. Nos friccionamos los músculos doloridos y hablamos poco. Por fin, dije:
—Pronto estaremos muertos, Arjavh. Tú, yo, Ermizhad y el resto de vuestro pueblo.
El príncipe siguió frotándose el hombro con los dedos, dándole masaje para relajarlo.
—En efecto —musitó—. Pronto.
Yo quería que mencionara el tema que tenía en la punta de la lengua, pero Arjavh no lo hizo.
Al día siguiente, olfateando ya nuestra derrota, los guerreros de la humanidad se lanzaron contra nosotros con más vigor que nunca. Aproximaron más los Dragones de Fuego y empezaron a bombardear incesantemente las puertas principales.
Vi a Roldero, montado en su gran caballo negro, al frente de la operación. Había algo en su porte que me daba a entender su certeza de que lograría romper nuestras defensas en aquella jornada.
Me volví a Arjavh, que estaba a mi lado en la muralla, y estaba a punto de decirle algo cuando varios Dragones de Fuego tronaron al unísono. El negro metal se estremeció, la descarga salió con un silbido de sus fauces, golpeó las puertas de metal y resquebrajó una de ellas por la mitad. No llegó a caer, pero quedó en tan mal estado que otra descarga más podía acabar por derribarla.
—¡Arjavh! —grité—. Tenemos que traer las armas antiguas. ¡Tenemos que dar armas a los Eldren!
Su rostro había empalidecido, pero movió la cabeza en un gesto denegatorio.
—¡Arjavh! ¡Tenemos que hacerlo! ¡Una hora más y seremos expulsados de estas almenas! ¡Otras tres y habremos sucumbido definitivamente!
El príncipe miró hacia donde Roldero daba órdenes a los servidores de los cañones y esta vez no siguió oponiéndose. Asintió.
—Está bien —dijo—. Accedo a que tomes la decisión. Vamos.
Me condujo escalera abajo.
Yo sólo esperaba que no hubiera sobreestimado el poder de aquellas armas.
Arjavh me llevó a las bóvedas subterráneas situadas en el corazón de la ciudad. Recorrimos pasillos desnudos de pulido mármol negro, iluminados por pequeñas bombillas que daban una luz verduzca. Llegamos ante una puerta de metal oscuro y pulsó un botón situado a un costado. La puerta se abrió y entramos en un ascensor que nos llevó todavía más abajo.
Una vez más, me sentía asombrado ante los Eldren, que habían renunciado a tales maravillas a causa de su extraño sentido de la justicia.
Llegamos a un gran salón lleno de máquinas de extrañas formas que parecían recién fabricadas. Las armas se extendían a lo largo de un almacén de casi un kilómetro de longitud.
—Ahí están las armas —dijo Arjavh con voz hueca.
Los altos muros del almacén estaban cubiertos de armas cortas de diversos tipos, fusiles y algo que mis recuerdos como John Daker identificaron como armas antitanques de algún tipo. También había vehículos oruga para patrullas, con cabinas de cristal y espacio para un solo ocupante, que viajaba tendido boca abajo manejando los mandos. Me sorprendió que no hubiese máquinas voladoras de ningún tipo. Al menos, no había reconocido ninguna como tal. Lo comenté con Arjavh.
—¡Máquinas voladoras! Sería interesante que se hubiesen inventado tales artilugios, pero no creo que eso sea posible. En toda nuestra historia jamás hemos sido capaces de desarrollar una máquina que se sostenga en el aire sin peligro durante un período de tiempo apreciable.
Me sorprendió aquel extraño vacío en su tecnología, pero no hice más comentarios al respecto.
—Ahora que has visto estas armas formidables —dijo—, ¿todavía crees que debemos utilizarlas?
Sin duda, Arjavh pensaba que las armas que acababa de mostrarme constituían una novedad absoluta para mí. En su aspecto general, no eran muy diferentes de las máquinas de guerra que John Daker conocía. Y en mis sueños había visto otras armas mucho más extrañas que éstas.
—Vamos a emplearlas de inmediato —respondí, pues.
Regresamos a la superficie y ordenamos a varios guerreros que las subieran.
Roldero había irrumpido por una de nuestras puertas y habíamos tenido que llevar un cañón a aquel punto para defender nuestras posiciones, pero los guerreros de la humanidad empezaban a presionar y junto a la puerta mencionada empezaban los primeros combates cuerpo a cuerpo.
Empezaba a caer la noche. Tenía la esperanza de que, pese a su ventaja, el ejército humano se retiraría con la llegada de la oscuridad y nos permitiría con ello ganar un poco de tiempo, que tan necesario nos era. Vi en la brecha de nuestras defensas al conde Roldero, que animaba a sus hombres. Sin duda, esperaba consolidar su ventaja antes de que se cerrara la noche. Ordené que acudieran más hombres a la brecha. Empezaba a dudar ya de mis propias decisiones. Quizás Arjavh tenía razón y era un crimen hacer uso de aquellas poderosas armas. Y, sin embargo, ¿qué importaba ya eso? Era mejor destruir a la humanidad y a la mitad del planeta que dejar que los hombres destruyeran la sublime belleza de los Eldren y su cultura.
Forcé una sonrisa en mis labios ante esta reacción de mi mente. Arjavh no la habría aprobado, pues tal idea era extraña a su forma de pensar.
Vi que Roldero enviaba más fuerzas para contrarrestar el aumento en el número de defensores y salté a la silla de un caballo próximo, lanzándolo contra la brecha, crucial para nuestra resistencia.
Hice saltar a mi montura por encima de las cabezas de mis propios hombres y me enfrenté a Roldero. Éste mi miró asombrado y refrenó a su caballo.
—¿Luchamos, Roldero?—grité.
—Sí —respondió, encogiéndose de hombros—. Voy a acabar contigo, traidor.
Se lanzó contra mí con las riendas atadas alrededor del brazo y ambas manos asidas a la empuñadura de la enorme espada, que produjo un silbido al pasar sobre mi cabeza, aplastada contra el cuello de mi caballo.
A nuestro alrededor, bajo los muros resquebrajados de Loos Ptokai, Eldren y humanos luchaban desesperadamente bajo la luz mortecina del anochecer.
Roldero estaba cansado, más incluso que yo, pero combatió con valentía y no conseguí penetrar en su guardia. Su espada descargó un golpe sobre mi casco, haciéndome tambalear y retroceder unos pasos sobre el caballo, pero contragolpeé y también logré darle un golpe en el casco. El mío permaneció en su lugar, mientras que el suyo le quedó medio salido. Con un gesto fiero, se lo quitó y lo lanzó a un lado. Sus cabellos habían encanecido por completo desde que le viera por última vez a cabeza descubierta.
Tenía el rostro enrojecido y los ojos le brillaban, con los labios abiertos y mostrando los dientes. Roldero intentó clavarme la espada a través del visor, pero esquivé el golpe. El conde cayó hacia delante sobre su caballo al fallar el ataque y aproveché para levantar mi espada y hundírsela hasta el esternón.
Roldero exhaló un gemido. Su rostro perdió después todo asomo de furia y le oí susurrar:
—Ahora ya podemos volver a ser amigos, Erekosë... A continuación, expiró.
Contemplé su figura tendida en el suelo, inmóvil tras los últimos estertores. Recordé su amabilidad, el vino que me había traído para ayudarme a dormir, los consejos que había intentado darme. Y le recordé empujando al difunto rey de su silla. El conde Roldero había sido, pese a todo, un buen hombre. Un buen hombre al que la historia había obligado a hacer el mal.
Su negro caballo dio media vuelta y empezó a retroceder hacia el distante pabellón donde el conde había vivido en los ratos libres que le dejaba el asedio.
Levanté mi espada en un saludo y después grité a los humanos enfrascados en la lucha:
—¡Mirad, guerreros de la humanidad! ¡Mirad! ¡Vuestro Campeón de guerra está derrotado! El sol se ponía.
Los guerreros empezaron a retirarse, mirándome con odio mientras yo me reía de ellos, pero sin atreverse a atacarme mientras sostuviera en mi mano la ensangrentada espada Kanajana.
Pese a todo, uno de ellos respondió a mis exclamaciones.
—No estamos sin líder, Erekosë, si era eso lo que pensabas. Ahora tenemos a la reina para que nos conduzca a la batalla. ¡La reina Iolinda ha venido para presenciar tu destrucción, mañana!
¡Iolinda estaba entre los sitiadores!
Busqué rápidamente una respuesta y grité:
—¡Dile a tu dama que venga mañana a la muralla! ¡Que venga al alba para parlamentar!
Nos esforzamos durante toda la noche en reforzar la puerta y en situar las nuevas armas. E1 gran arsenal fue colocado en los lugares estratégicos y los soldados Eldren se armaron con los fusiles y las armas cortas.