El capitán Alatriste (13 page)

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Authors: Arturo y Carlota Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

—¿Cuáles son mis naipes?

Saldaña lo consideró mentalmente. Hacerlo no le llevó mucho tiempo.

—Bueno —concluyó—. Puedo demorarme aquí mientras pruebas suerte con la gente que tengo ahí afuera… No tienen muy buen puño, pero son seis; y dudo que ni tan siquiera tú llegues a la calle sin, al menos, un par de buenas cuchilladas en el cuerpo y algún pistoletazo.

—¿Y el trayecto?

—En coche cerrado, así que olvídalo. Tenías que haberte largado antes de que viniéramos, hombre. Has tenido tiempo de sobra para hacerlo —la mirada que Saldaña le dirigió al capitán estaba cargada de reproches—… ¡Que se condene mi alma si esperaba encontrarte aquí!

—¿Dónde vas a llevarme?

—No te lo puedo decir. En realidad he dicho mucho más de lo que debo —yo seguía en la puerta del otro cuarto, muy callado y quieto, y el teniente de alguaciles reparó en mí por segunda vez—… ¿Quieres que me ocupe del muchacho?

—No, déjalo —Alatriste ni me miró, absorto en sus reflexiones—. Ya lo hará la Lebrijana.

—Como quieras. ¿Vas a venir?

—Dime dónde vamos, Martín.

Movió el otro la cabeza, hosco.

—Ya te he dicho que no puedo.

—No es a la cárcel de Corte, ¿verdad?

El silencio de Saldaña fue elocuente. Entonces vi dibujarse en la cara del capitán Alatriste aquella mueca que a menudo le hacía las veces de sonrisa.

—¿Tienes que matarme? —preguntó, sereno.

Saldaña volvió a negar con la cabeza.

—No. Te doy mi palabra de que las órdenes son llevarte vivo si no te resistes. Otra cosa es que después te dejen salir de donde yo te lleve… Pero entonces habrás dejado de ser asunto mío.

—Si no les importara el revuelo, me habrían despachado aquí mismo —Alatriste se deslizó un dedo índice por delante del cuello, imitando el movimiento de un cuchillo—. Te mandan porque quieren sigilo oficial… Detenido, interrogado, dicen que puesto en libertad después, etcétera. Y en el entretanto, vayan vuestras mercedes a saber.

Sin rodeos, Saldaña se mostró de acuerdo.

—Eso creo yo —dijo, ecuánime—. Me extraña que no medien acusaciones, que verdaderas o falsas son lo más fácil de preparar en este mundo. Quizá temen que hables en público… En realidad, mis órdenes me prohíben cambiar una sola palabra contigo. Tampoco quieren que registre tu nombre en el libro de detenidos… ¡Cuerpo de Dios!

—Déjame llevar un arma, Martín.

El teniente de alguaciles miró a Alatriste, boquiabierto.

—Ni hablar —dijo, tras una larga pausa.

Con gesto deliberadamente lento, el capitán había sacado la cuchilla de matarife y se la mostraba.

—Sólo ésta.

—Estás loco. ¿Me tomas por un imbécil?

Alatriste hizo un gesto negativo.

—Quieren asesinarme —dijo, con sencillez—. Eso no es grave en este oficio; ocurre tarde o temprano. Pero no me gusta poner las cosas fáciles —de nuevo afloró la mueca parecida a una sonrisa———. Te juro que no la usaré contra ti.

Saldaña se rascó la barba de soldado viejo. El tajo que ésta le tapaba, y que le iba desde la boca a la oreja derecha, se lo habían hecho los holandeses en el asedio de Ostende, cuando el asalto a los reductos del Caballo y de la Cortina. Entre sus compañeros de aquella jornada, y de algunas más, se contaba Diego Alatriste.

—Ni contra ninguno de mis hombres —dijo Saldaña, al cabo.

—Jurado.

Todavía dudó un poco el teniente de alguaciles. Al cabo se volvió de espaldas, blasfemando entre dientes, mientras el capitán escondía la cuchilla de matarife en la caña de una bota.

—Maldita sea, Diego —dijo Saldaña, por fin—. Vámonos de una condenada vez.

Se fueron sin más conversación. El capitán no quiso llevar capa, por verse más desembarazado, y Martín Saldaña estuvo de acuerdo. También le permitió ponerse el coleto de piel de búfalo sobre el jubón. «Te abrigará del frío», había dicho el veterano teniente disimulando una sonrisa. En cuanto a mí, ni me quedé en la casa ni fui con Caridad la Lebrijana. Apenas bajaron la escalera, sin pensarlo dos veces cogí las pistolas de la mesa y la espada colgada de la pared, y componiéndolo todo en un fardo con la capa, me lo puse bajo el brazo y corrí tras ellos.

Apenas quedaba día en el cielo de Madrid; si acaso alguna claridad recortando tejados y campanarios hacia la ribera del Manzanares y el Alcázar Real. Y así, entre dos luces, con las sombras adueñándose poco a poco de las calles, anduve siguiendo de lejos el carruaje, cerrado y con tiro de cuatro mulas, donde Martín Saldañia y sus corchetes se llevaban al capitán. Pasaron ante el colegio de la Compañía de Jesús, calle de Toledo abajo, y en la plazuela de la Cebada, sin duda para evitar vías concurridas, torcieron hacia el cerrillo de la fuente del Rastro antes de volver de nuevo a la derecha, casi en las afueras de la ciudad; muy cerca del camino de Toledo, del matadero y de un viejo lugar que era antiguo cementerio moro, y de ahí conservaba, por mal nombre, el de Portillo de las Ánimas. Sitio que, por su macabra historia y a tan funesta hora, no resultaba tranquilizador en absoluto.

Se detuvieron cuando ya entraba la noche, ante una casa de apariencia ruin, con dos pequeñas ventanas y un zaguán grande que más parecía entrada de caballerías que otra cosa; sin duda una vieja posada para tratantes de ganado. Los estuve observando, jadeante, escondido junto al guardacantón de una esquina con mi atado bajo el brazo. De ese modo vi bajar a Alatriste, resignado y tranquilo, rodeado por Martín Saldaña y los corchetes; y al cabo los vi salir sin el capitán, subir al carruaje y marcharse todos de allí. Aquello me inquietó, pues ignoraba quién más podía estar dentro. Acercarme era excusado, pues corría riesgo cierto de que me atraparan. Así que, lleno de angustia pero paciente como —según le había oído alguna vez al mismo Alatriste— debía serlo todo hombre de armas, apoyé la espalda en la pared hasta confundirme con la oscuridad, y me dispuse a esperar. Confieso que tenía frío y tenía miedo. Pero yo era hijo de Lope Balboa, soldado del Rey, muerto en Flandes. Y no podía abandonar al amigo de mi padre.

VIII. EL PORTILLO DE LAS ÁNIMAS

Aquello parecía un tribunal, y a Diego Alatriste no le cupo la menor duda de que lo era. Echaba en falta a uno de los enmascarados, el hombre corpulento que había exigido poca sangre. Pero el otro, el de la cabeza redonda y el cabello ralo y escaso, estaba allí, con el mismo antifaz sobre la cara, sentado tras una larga mesa en la que había un candelabro encendido y recado de escribir con plumas, papel y tintero. Su hostil aspecto y actitud hubieran parecido lo más inquietante del mundo de no ser porque alguien todavía más inquietante estaba sentado junto a él, sin máscara y con las manos emergiendo como serpientes huesudas de las mangas del hábito: fray Emilio Bocanegra.

No había más sillas, así que el capitán Alatriste permaneció de pie mientras era interrogado. Se trataba, en efecto, de un interrogatorio en regla, menester en que el fraile dominico se veía a sus anchas. Era obvio que estaba furioso; mucho más allá de todo lo remotamente relacionado con la caridad cristiana. La luz trémula del candelabro envilecía sus mejillas cóncavas, mal afeitadas, y sus ojos brillaban de odio al clavarse en Alatriste. Todo él, desde la forma en que hacía las preguntas hasta el menos perceptible de sus movimientos, era pura amenaza; de modo que el capitán miró alrededor, preguntándose dónde estaría el potro en que, acto seguido, iban a ordenar darle tormento. Le sorprendió que Saldaña se hubiera retirado con sus esbirros y allí no hubiera guardias a la vista. En apariencia estaban solos el enmascarado, el fraile y él. Advertía algo extraño, una nota discordante en todo aquello. Algo no era lo que debía ser. O lo que parecía.

Las preguntas del inquisidor y su acompañante, que de vez en cuando se inclinaba sobre la mesa para mojar la pluma en el tintero y anotar alguna observación, se prolongaron durante media hora; y al cabo de ese tiempo el capitán pudo hacerse composición de lugar y circunstancias, incluido por qué se encontraba allí, vivo y en condiciones de mover la lengua para articular sonidos, en vez de degollado como un perro en cualquier vertedero. Lo que a sus interrogadores preocupaba, antes, era averiguar cuánto había contado y a quién. Muchas preguntas apuntaron al papel desempeñado por Guadalmedina en la noche de los dos ingleses; e iban dirigidas, sobre todo, a establecer cómo se había visto implicado el conde y cuánto sabía del asunto. Los inquisidores mostraron también especial interés en conocer si había alguien más al corriente, y los nombres de quienes pudieran tener detalles del negocio a que tan mal remate había dado Diego Alatriste. Por su parte, el capitán se mantuvo con la guardia alta, sin reconocer nada ni a nadie, y sostuvo que la intervención de Guadalmedina era casual; aunque sus interlocutores parecían convencidos de lo contrario. Sin duda, reflexionó el capitán, contaban con alguien dentro del Alcázar Real, que había informado de las idas y venidas del conde en la madrugada y la mañana siguientes a la escaramuza del callejón. De cualquier modo, se mantuvo firme en sostener que ni Álvaro de la Marca, ni nadie, sabían de su entrevista con los dos enmascarados y el dominico. En cuanto a sus respuestas, la mayor parte consistieron en monosílabos, inclinaciones o negaciones de cabeza. El coleto de piel de búfalo le daba mucho calor; o tal vez sólo fuese efecto de la aprensión cuando miraba alrededor, suspicaz, preguntándose de dónde iban a salir los verdugos que debían de estar ocultos, dispuestos a caer sobre él y conducirlo maniatado a la antesala del infierno. Hubo una pausa mientras el enmascarado escribía con una letra muy despaciosa y correcta, de amanuense, y el fraile mantenía fija en Alatriste aquella mirada hipnótica y febril capaz de ponerle los pelos de punta al más ahigadado. En el ínterin, el capitán se preguntó para sus adentros si nadie iba a interrogarlo sobre por qué había desviado la espada del italiano. Por lo visto a todos les importaban un carajo sus personales razones en el asunto. Y en ese instante, cual si fuera capaz de leer sus pensamientos, fray Emilio Bocanegra movió una mano sobre la mesa y la dejó inmóvil, apoyada en la madera oscura, con su lívido dedo índice apuntando al capitán.

—¿Qué impulsa a un hombre a desertar del bando de Dios y pasarse a las filas impías de los herejes?

Tenía gracia, pensó Diego Alatriste, calificar como bando de Dios al formado por él mismo, el amanuense del antifaz y aquel siniestro espadachín italiano. En otras circunstancias se habría echado a reír; pero no estaba el horno para bollos. Así que se limitó a sostener sin pestañear la mirada del dominico; y también la del otro, que había dejado de escribir y lo observaba con muy escasa simpatía a través de los agujeros de su careta.

—No lo sé —dijo el capitán—. Tal vez porque uno de ellos, a punto de morir, no pidió cuartel para él, sino para su compañero.

El inquisidor y el enmascarado cambiaron una breve mirada incrédula.

—Dios del Cielo —murmuró el fraile.

Sus ojos lo medían llenos de fanatismo y desprecio. Estoy muerto, pensó el capitán, leyéndolo en aquellas pupilas negras y despiadadas. Hiciera lo que hiciera, dijera lo que dijese, esa mirada implacable lo tenía tan sentenciado como la aparente flema con que el enmascarado manejaba de nuevo la pluma sobre el papel. La vida de Diego Alatriste y Tenorio, soldado de los tercios viejos de Flandes, espadachín a sueldo en el Madrid del Rey Don Felipe Cuarto, valía lo que a esos dos hombres aún les interesara averiguar. Algo que, según podía deducirse del giro que tomaba la conversación, ya no era mucho.

—Pues vuestro compañero de aquella noche —el hombre de la careta hablaba sin dejar de escribir, y su tono desabrido sonaba funesto para el destinatario— no pareció tener tanto escrúpulo como vos.

—Doy fe —admitió el capitán—. Incluso parecía disfrutar.

El enmascarado dejó un momento la pluma en alto para dirigirle una breve mirada irónica.

—Cuán malvado. ¿Y vos?

—Yo no disfruto matando. Para mí, quitar la vida no es una afición, sino un oficio.

—Ya veo —el otro mojó la pluma en el tintero, retornando a su tarea—. Ahora va a resultar que sois hombre dado a la caridad cristiana…

—Yerra vuestra merced —respondió sereno el capitán—. Soy conocido por hombre más inclinado a estocadas que a buenos sentimientos.

—Así os recomendaron, por desgracia.

—Y así es, en verdad. Pero aunque mi mala fortuna me haya rebajado a esta condición, he sido soldado toda la vida y hay ciertas cosas que no puedo evitar.

El dominico, que durante el anterior diálogo se había mantenido quieto como una esfinge, dio un respingo, inclinándose después sobre la mesa como si pretendiera fulminar a Alatriste allí mismo, en el acto.

—¿Evitar?… Los soldados sois chusma —declaró, con infinita repugnancia—… Gentuza de armas blasfema, saqueadora y lujuriosa. ¿De qué infernales sentimientos estáis hablando?… Una vida se os da un ardite.

El capitán recibió la andanada en silencio, y sólo al final hizo un encogimiento de hombros.

—Sin duda tenéis razón —dijo—. Pero hay cosas difíciles de explicar. Yo iba a matar a aquel inglés. Y lo hubiera hecho, de haberse defendido o pedido clemencia para él… Pero cuando solicitó gracia lo hizo para el otro.

El enmascarado de la cabeza redonda dejó otra vez inmóvil la pluma.

—¿Acaso os revelaron entonces su identidad?

—No, aunque pudieron hacerlo y tal vez salvarse. Lo que ocurre es que fui soldado durante casi treinta años. He matado y hecho cosas por las que condenaré mi alma… Pero sé apreciar el gesto de un hombre valiente. Y herejes o no, aquellos jóvenes lo eran.

—¿Tanta importancia dais al valor?

—A veces es lo único que queda —respondió con sencillez el capitán—. Sobre todo en tiempos como éstos, cuando hasta las banderas y el nombre de Dios sirven para hacer negocio.

Si después de aquello esperaba comentarios, no los hubo. El enmascarado se limitó a seguir mirándolo con fijeza.

—Ahora, naturalmente, ya sabéis quiénes son esos dos ingleses.

Alatriste guardó silencio, y por fin dejó escapar un corto suspiro.

—¿Me creeríais si lo negara?… Desde ayer lo sabe todo Madrid —miró al dominico y luego al enmascarado de modo significativo—. Y me alegro de no haber echado eso en mi conciencia.

Hizo un gesto hosco el del antifaz, cual si pretendiera sacudirse aquello que Diego Alatriste no había querido echarse encima.

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