El capitán Alatriste (14 page)

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Authors: Arturo y Carlota Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

—Nos aburrís con vuestra inoportuna conciencia, capitán.

Era la primera vez que así lo llamaba. Había ironía en el tratamiento, y Alatriste frunció el ceño. No le gustaba aquello.

—Me da igual que os aburra o no —repuso—. A mi no me gusta asesinar a príncipes sin saber que lo son —se retorcía el mostacho, malhumorado—… Ni que me engañen y manipulen a mis espaldas.

—¿Y no sentís curiosidad —intervino fray Emilio Bocanegra, que escuchaba con atención— por saber qué ha decidido a algunos hombres justos a procurar esas muertes?… ¿A impedir que los malvados sorprendan la buena fe del Rey nuestro señor, llevándose a una infanta de España como rehén a tierra de herejes?…

Alatriste negó despacio con la cabeza.

—No soy curioso. Fíjense vuestras mercedes en que ni siquiera intento averiguar quién es este caballero tapado con su máscara… —los miró con una seriedad burlona y insolente—. Ni tampoco ese que, antes de irse la otra noche, exigió que a los señores John y Thomas Smith sólo se les diera un escarmiento, quitándoseles cartas y documentos, pero con resguardo de sus vidas.

El dominico y el enmascarado quedaron callados unos instantes. Parecían reflexionar. Fue el enmascarado quien habló por fin, mirándose las uñas manchadas de tinta.

—¿Acaso sospecháis la identidad de ese otro caballero?

—Yo no sospecho nada, pardiez. Me he visto envuelto en algo excesivo para mí, y lo lamento. Ahora sólo aspiro a salir con el cuello intacto.

—Demasiado tarde —dijo el fraile, en tono tan bajo que le recordó al capitán el siseo de una serpiente.

—Volviendo a nuestros dos ingleses —apuntó por su parte el enmascarado—. Recordaréis que, tras la marcha del otro caballero, recibisteis de Su Paternidad fray Emilio y de mí instrucciones bien distintas…

—Lo recuerdo. Pero también recuerdo que vos mismo parecíais mostrarle una especial deferencia a aquel otro caballero; y que no discutisteis sus órdenes sino cuando se fue, y apareció tras el tapiz Su… —Alatriste miró de soslayo al inquisidor, que permanecía impasible como si nada fuera con él— Su Paternidad. También eso pudo influir en mi decisión de respetar la vida a los ingleses.

—Habíais cobrado buen dinero por no respetarla.

—Cierto —el capitán echó mano al cinto—. Y helo aquí.

Las monedas de oro rodaron sobre la mesa y quedaron brillando a la luz del candelabro. Fray Emilio Bocanegra ni siquiera las miró, como si estuvieran malditas. Pero el enmascarado alargó la mano y las fue contando una a una, colocándolas en dos pequeños montones junto al tintero.

—Faltan cuatro doblones —dijo.

—Si. A cuenta de las molestias. Y de haberme tomado por un imbécil.

El dominico rompió su inmovilidad con ademán de cólera.

—Sois un traidor y un irresponsable —dijo, vibrándole el odio en la voz—. Con vuestros inoportunos escrúpulos habéis favorecido a los enemigos de Dios y de España. Todo eso lo purgaréis, os lo prometo, con las peores penas del infierno; pero antes lo pagaréis bien caro aquí, en la tierra, con vuestra carne mortal —el término
mortal
parecía serlo aún más en sus labios fríos y apretados—… Habéis visto demasiado, habéis oído demasiado, habéis errado demasiado. Vuestra existencia, capitán Alatriste, ya no vale nada. Sois un cadáver que, por algún extraño azar, todavía se sostiene en pie.

Desinteresado de aquella amenaza espantosa, el enmascarado echaba polvos para secar la tinta del papel. Después dobló y guardó lo escrito, y al hacerlo Alatriste volvió a entrever el extremo de una cruz roja de Calatrava bajo su ropón negro. Observó que también se guardaba las monedas de oro, aparentemente sin recordar que parte de ellas habían salido de la bolsa del dominico.

—Podéis iros —le dijo a Alatriste, tras mirarlo como si acabara de recordar su presencia.

El capitán lo miró, sorprendido.

—¿Libre?

—Es una forma de hablar —terció fray Emilio Bocanegra, con una sonrisa que parecía una excomunión—. Lleváis al cuello el peso de vuestra traición y nuestras maldiciones.

—No embarazan mucho tales pesos —Alatriste seguía mirando al uno y al otro, suspicaz—.. . ¿Es cierto que puedo marcharme así, por las buenas?

—Eso hemos dicho. La ira de Dios sabrá dónde encontraros.

—La ira de Dios no me preocupa esta noche. Pero vuestras mercedes sí.

El enmascarado y el dominico se habían puesto en pie.

—Nosotros hemos terminado —dijo el primero.

Alatriste escrutaba la faz de sus interlocutores. El candelabro les imprimía, desde abajo, inquietantes sombras.

—No me lo creo —concluyó—. Después de haberme traído aquí.

—Eso —zanjó el enmascarado— ya no es asunto nuestro.

Salieron llevándose el candelabro, y Diego Alatriste tuvo tiempo de ver la mirada terrible que el dominico le dirigió desde el umbral antes de meter las manos en las mangas del hábito y desaparecer como una sombra con su acompañante. De modo instintivo, el capitán llevó la mano a la empuñadura de la espada que no llevaba al cinto.

—¿Dónde está la trampa, voto a Dios?

Preguntó inútilmente, midiendo a largos pasos la habitación vacía. No hubo respuesta. Entonces vino a su memoria la cuchilla de matarife que llevaba en la caña de una bota. Se inclinó para sacarla de allí y la empuñó con firmeza, aguardando la acometida de los verdugos que, sin duda, iban a caer acto seguido sobre él. Pero no vino nadie. Todos se habían ido y estaba inexplicablemente solo, en la habitación iluminada por el rectángulo de claridad de luna que entraba por la ventana.

No sé cuánto tiempo aguardé afuera, fundido con la oscuridad e inmóvil tras el guardacantón de la esquina. Abrazaba el atado con la capa y las armas del capitán para quitarme un poco el frío —había ido tras el coche de Martín Saldaña y sus corchetes con sólo mi jubón y unas calzas—, y de ese modo estuve mucho rato, apretando los dientes para que no castañetearan. Al cabo, viendo que ni el capitán ni nadie salían de la casa, empecé a preocuparme. No podía creer que Saldaña hubiera asesinado a mi amo, pero en aquella ciudad y en aquel tiempo todo era posible. La idea me inquietó en serio. Cuando me fijaba bien, por una de las ventanas parecía asomar un resquicio de luz, como si alguien estuviese dentro con una lámpara; pero desde mí posición resultaba imposible comprobarlo. Así que decidí acercarme con cuidado, a echar un vistazo.

Iba a hacer la descubierta cuando, por una de esas inspiraciones a las que a veces debemos la vida, advertí un movimiento algo más lejos, en el zaguán de una casa vecina. Fue apenas un instante; pero cierta sombra se había movido como se mueven las sombras de las cosas inanimadas cuando dejan de serlo. Así que, sobrecogido, reprimí mi impaciencia y permanecí en vilo, sin quitar ojo. Al cabo de un rato movióse de nuevo, y en ese momento llegó hasta mi, del otro lado de la pequeña plaza, un silbido suave parecido a una señal; una musiquilla que sonaba tirurí—ta—ta. Y oírla me heló la sangre en las venas.

Eran al menos dos, decidí al cabo de un rato de escudriñar las tinieblas que llenaban el Portillo de las Ánimas. Uno, escondido en el zaguán más cercano, era la sombra que había visto moverse al principio. El otro, que había silbado, se encontraba más lejos, cubriendo el ángulo de la plaza que daba a la tapia del matadero. El lugar tenía tres salidas, así que durante un rato me apliqué a vigilar la tercera; y por fin, cuando una nube descubrió la media luna turca que había sobre la noche, alcancé a divisar, en su contraluz, un tercer bulto oscuro apostado en esa esquina.

El negocio estaba claro y aparentaba mal cariz; más yo no tenía medio de recorrer los treinta pasos que distaba la casa sin que me vieran. Cavilando en ello, deshice cauto el fardo de la capa y puse sobre mis rodillas una de las pistolas. Su uso estaba prohibido por pragmáticas del Rey nuestro señor, y bien conocía que, de hallármelas la justicia, podía dar con mis jóvenes huesos en galeras sin que los pocos años excusaran el lance. Pero, a fe de vascongado, en aquel momento se me daba un ardite. Así que, como tantas veces lo había visto hacer al capitán, comprobé a tientas que la piedra de chispa estaba en su sitio y eché hacia atrás, procurando ahogar su chasquido con la capa, la llave para montar el perrillo que la disparaba. Después me la puse entre el jubón y la camisa, monté la segunda y estuve con ella en la mano, teniendo la espada en la otra. La capa, desembarazada por fin, la puse sobre mis hombros. De ese modo volví a quedarme quieto, aguardando.

No fue mucho tiempo más. Una luz brilló en el enorme zaguán de la casa, apagándose luego, y un carruaje pequeño asomó por una de las salidas de la plazuela. Junto a él se destacó una silueta negra que se aproximó al zaguán, y durante un brevísimo instante conferenció allí con otras dos sombras que acababan de aparecer. Después la silueta negra regresó a su esquina, las sombras subieron al carruaje, y éste pasó con sus mulas negras y la presencia fúnebre de un cochero en el pescante, casi rozándome, antes de alejarse en la oscuridad.

No tuve holgura para reflexionar sobre el misterioso carruaje. Aún sonaba el eco de los cascos de las mulas, cuando en el lugar donde estaba apostada la silueta negra sonó un nuevo silbido, otra vez aquel tirurí-ta-ta, y de la sombra más cercana llegóme el sonido inconfundible de una espada saliendo despacio de su vaina. Rogué desesperadamente a Dios que apartase otra vez las nubes que cubrían la luna, y me permitiera ver mejor. Pero una cosa piensa el bayo y otra el que lo ensilla; nuestro Sumo Hacedor debía de andar ocupándose en otros menesteres, pues las nubes siguieron en su sitio. Empecé a perder la cabeza, y todo me daba vueltas. De modo que dejé caer la capa y me puse en pie, intentando alcanzar mejor lo que estaba a punto de ocurrir. Entonces la silueta del capitán Alatriste apareció en el zaguán.

A partir de ahí todo discurrió con extraordinaria rapidez. La sombra que estaba más cerca de mí se destacó de su resguardo, moviéndose hacia Diego Alatriste casi al mismo tiempo que yo. Contuve el aliento mientras daba hacia ella, inadvertida de mi presencia, uno, dos, tres pasos. En ese momento Dios quiso parar mientes en mí, y apartó la nube; y pude distinguir bien, a la escasa luz de la luna turca, la espalda de un hombre fornido que avanzaba con el acero desnudo en la mano. Y por el rabillo del ojo vi a otros dos que se destacaban desde las esquinas de la plaza. Y mientras, con la espada del capitán en la zurda, alzaba la diestra armada con la pistola, vi también que Diego Alatriste se había detenido en mitad de la plazuela y en su mano brillaba el pequeño destello metálico de su inútil cuchilla de matarife. Entonces di dos pasos más, y ya tenía prácticamente apoyado el cañón de la pistola en la espalda del hombre que caminaba delante, cuando éste sintió mis pasos y giró en redondo. Y tuve tiempo de ver su rostro cuando apreté el gatillo y salió el pistoletazo, y el resplandor del tiro le iluminó la cara desencajada por la sorpresa. Y el estruendo de la pólvora atronó el Portillo de las Ánimas.

El resto fue aún más rápido. Grité, o creí hacerlo, en parte para alertar al capitán, en parte por el terrible dolor del retroceso del arma, que casi me descoyunta el brazo. Pero el capitán estaba apercibido de sobra por el tiro, y cuando le arrojé su espada por encima del hombre que estaba ante mí —o por encima del lugar donde había estado el hombre que antes se hallaba ante mí—, ya saltaba hacia ella, apartándose para evitar que lo lastimara, y empuñóla apenas tocó el suelo. Entonces la luna volvió a ocultarse tras una nube, yo dejé caer la pistola descargada, saqué del jubón la otra y, vuelto hacia las dos sombras que cerraban sobre el capitán, apunté, sosteniendo el arma con ambas manos. Pero me temblaban tanto que el segundo tiro salió a ciegas, perdiéndose en el vacío, mientras el retroceso me empujaba de espaldas al suelo. Y al caer, deslumbrado por el fogonazo, vi durante un segundo a dos hombres con espadas y dagas; y al capitán Alatriste que les tiraba estocadas, batiéndose como un demonio.

Diego Alatriste los había visto acercarse un momento antes del primer pistoletazo. Cierto es que apenas salió a la calle aguardaba algo como aquello, y conocía lo vano del intento de vender cara su piel con la ridícula cuchilla. El fogonazo del arma lo desconcertó tanto como a los otros, y en un primer momento creyó ser objeto de éste. Luego oyó mi grito, y todavía sin comprender cómo diablos andaba yo a tan menguada hora en aquel paraje, vio venir su espada por el aire como caída del cielo. En un abrir y cerrar de ojos se había hecho con ella, justo a tiempo de enfrentarse a los aceros que lo requerían con saña. Fue el resplandor del segundo disparo el que le permitió hacerse idea de la situación, una vez la bala pasó zurreando orejas entre sus atacantes y él; y pudo así afirmarse contra ellos, conociendo que uno lo acosaba desde la zurda y otro por el frente, en un ángulo aproximado de noventa grados, de modo que el que tenía ante sí obraba para fijarlo en esa postura, mientras el segundo aprovechaba para intentar largarle una cuchillada mortal hacia el costado izquierdo o el vientre. Se había visto en situación parecida otras veces, y no era fácil batirse contra uno, cubriéndose del otro con sólo la mano izquierda armada de la corta cuchilla. Su destreza consistió en girar cada vez bruscamente a diestra y siniestra para ofrecerles menos espacio, aunque el cuidado lo obligaba a hacerlo más a la izquierda que a la derecha. Seguían ellos cerrándole a cada movimiento, de modo que a la docena de fintas y estocadas ya habían descrito un círculo completo a su alrededor. Dos cuchilladas de través resbalaron sobre el coleto de piel de búfalo. El cling clang de las toledanas resonaba a lo largo y ancho de la plazuela, y no dudo que, de ser lugar más habitado, entre ellas y mis pistoletazos habrían llenado las ventanas de gente. Entonces, la suerte, que como fortuna de armas socorre a quien se mantiene lúcido y firme, vino en auxilio de Diego Alatriste; pues quiso Dios que una de sus estocadas entrase por los gavilanes de la guarda hasta los dedos o la muñeca de un adversario, quien al sentirse herido se retiró dos pasos con un por vida de. Para cuando se rehizo, Alatriste ya había lanzado tres mandobles como tres relámpagos sobre el otro contrario, a quien la violencia del asalto hizo perder pie y retroceder a su vez. Aquello bastó al capitán para afirmarse de nuevo con serenidad, y cuando el tocado en la mano acudió de nuevo, el capitán soltó la cuchilla de la zurda, se protegió la cara con la palma abierta, y lanzándose a fondo le metió una buena cuarta de acero en el pecho. El impulso del otro hizo el resto, y él mismo se pasó de parte a parte mientras soltaba el arma con un ¡Jesús! y ésta sonaba, metálica, en el suelo a espaldas del capitán.

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