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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (43 page)

Angelita frunció el ceño.

—¿Leonor?

—La hija de don Bartholomeu di Perestrello. Fue a veros a Chioggia de mi parte.

—Ah, sí, ahora la recuerdo. Es muy guapa.

—Vamos a casarnos, Angelita… y espero que nos deis vuestra bendición.

Ella se levantó de repente y se acercó a la chimenea. Andrea no pudo evitar ver cómo la luz del fuego marcaban el contorno de su cuerpo a través de la tela fina de su vestido, ni sentir la pasión que su belleza despertaba en él.

—Esto no me lo esperaba, Andrea —dijo finalmente—. Creía que nosotros dos… —entonces se dio la vuelta hacia él una vez más—, pero debería haber sabido que después de ocho años…

—Os llevé en mi corazón la mayor parte del tiempo —le dijo—. Incluso después de saber que os habíais casado con Mattei.

—¿Cómo iba yo a saber que estabais aún con vida, Andrea? —la chica se esforzó por retomar el control—, pero no dejaremos que lo que podría haber sido arruine el presente, ahora que nos hemos vuelto a encontrar. He traído vino de la bodega de mi tío Piero especialmente para vos. Después de cenar nos podemos sentar aquí y hablar de vuestras aventuras.

Andrea respiró profundamente. El decirle que estaba enamorado de otra mujer había sido más fácil de lo que esperaba. Además, el que ella se lo hubiera tomado bien lo llenaba de gratitud hacia Angelita. No había ninguna razón, se dijo a sí mismo, por la que la viuda de su hermano y él no pudieran ser amigos. El hecho de que una vez hubieran sido amantes no tenía por qué ser un problema ahora.

—Cenaremos aquí, que el ambiente es cálido —decidió Angelita—. ¿Os importaría que no me vistiera más formal?

—Por supuesto que no —le dijo con galantería—. Estáis preciosa tal y como estáis.

—Mi querido y dulce Andrea —le dijo con tono suave—, de verdad que no habéis cambiado nada, sólo que ahora sois aún más atractivo.

Mientras Angelita lo preparaba todo para cenar allí, Andrea daba vueltas por la habitación, fijándose en los muebles. Eran muy lujosos, como los cubiertos de la mesa, el marco de plata del espejo, y las cajas exquisitamente decoradas en las que guardaba los productos de belleza. En toda la habitación se olía su perfume y todo en ella, incluso la cama grande con los cojines y almohadas, eran completamente femeninos. Con la fortuna de los Medici, y su propio encanto, pensó Andrea, Angelita no tardaría en volver a casarse.

La cena era tan deliciosa como su acompañante. Estaban muy contentos y los vasos de vino se rellenaban continuamente. El vino del tío Fiero se sube de verdad a la cabeza, pensó Andrea, cuando empezó a sentirse un poco mareado y las llamas del fuego parecían tener un brillo especial. Sin embargo, a Angelita no parecía afectarle.

Cuando los criados se llevaron los platos de la cena, se sentaron al borde de la cama, saboreando un poco más de vino, como en los viejos tiempos en Venecia cuando se cortejaban y hablaban de sus viajes por el mundo. Andrea no habría sido un hombre si no hubiera sentido la agradable sensación de admiración y afecto por la encantadora mujer que tenía a su lado y que una vez significó tanto para él.

—¿Sabéis algo de Mattei… desde que se fue? —le preguntó una vez, pero ella cambió rápidamente de tema, así que se imaginó que el recordar la traición de su hermanastro le haría daño. Por fin Andrea apartó el vaso de vino y se levantó.

—Debería ir a acostarme, Angelita —le dijo—. Es un camino largo el que tengo que hacer para volver a Lagos y Villa do Infante —sonrió burlonamente— y, además, si no me voy ahora, tendrán que llevarme a rastras los criados.

Empezaba a notar como si la habitación diera vueltas y se cogió a una silla para mantener el equilibrio.

—Se han ido —le dijo con una cálida sonrisa—. Los he mandado a casa de mi tío Piero.

Incluso estando tan aturdido, aquellas palabras hicieron que un fuego repentino tomara forma en su interior. Tampoco quedaba la menor sombra de duda en la mirada de Angelita, cuando se levantó y se le acercó.

—No os preocupéis —le dijo—. Me encargaré de que os vayáis a la cama a salvo.

Sabía que era el momento de irse, la prudencia lo exigía, pero no había atisbo de prudencia en la marea cálida que se estaba despertando en él, o en la inminente oleada de deseo que lo estaba inundando hasta el punto de casi hacerlo temblar por la urgencia de la pasión. Esta sensación era la que había sentido en el cenador aquella noche en Venecia, recordó. Los dos habían bebido, y Angelita no había opuesto ninguna resistencia cuando la tomó entre sus brazos, igual que haría ahora. Esto estaba claro.

Sin embargo, algo lo contuvo: el recuerdo de Leonor y de la cara redonda y seria de fray Mauro, que le recordaba que no era libre de coger lo que era evidente que le ofrecerían.

—Os dejaré iros a la cama —dijo Angelita dulcemente—, pero sólo después de que me hayáis dado el beso de buenas noches.

Nunca pudo estar seguro de cómo llegó hasta sus brazos, si fue él el que se acercó a ella, si fue ella la que fue hacia él, o si fueron los dos a la vez. Lo único que recordaba era que sintió su cuerpo suave y dócil contra el suyo, y los labios de Angelita que se abrían con pasión cuando la besó. Ella no hizo nada por impedir el movimiento de sus manos cuando le tocaban los senos, sino que se estrechaba a su cuerpo cada vez con más fuerza.

Incluso en el estado de aturdimiento casi total que le había dejado el vino, Andrea oyó que la puerta se abría, agradecido por esta interrupción que le haría recobrar el sentido. Sin embargo, los brazos de Angelita seguían teniéndolo fuerte contra ella, por lo que por un momento no consiguió moverse para ver quién había entrado en la habitación.

Entonces unas manos fuertes lo cogieron por la espalda, tirando de él hacia atrás. Aún aturdido por el vino, comprendiendo en un momento de lucidez que debía de tener droga, se dejó caer en el sofá y cayó rodando al suelo, mientras que alguien le daba patadas salvajemente una y otra vez. Oyó una voz chillona que le resultó familiar que profería maldiciones, pero hasta que no consiguió rodar lo suficiente como para que no le siguieran dando patadas no vio al que había interrumpido de aquella manera su cita.

La cara distorsionada que le gritaba obscenidades era… ¡su hermanastro Mattei!

XII

Cuando Andrea se levantó perplejo y tambaleante, su hermano levantó la espada hasta que le tocó el pecho con la punta.

—Levántate, fulana —gritó a Angelita, que se estaba ajustando con toda calma el vestido—. Si no hubiera entrado te habrías entregado a él, como has hecho con tantos otros.

Angelita se volvió hacia el espejo, encogiéndose de hombros.

—Él es más hombre que tú —dijo desdeñosamente—. Debería obtener una recompensa por traicionarlo.

La sorpresa de ver aparecer a Mattei y la amenaza de su espada estaban haciendo que a Andrea se le pasara el efecto de la droga rápidamente.

—¿Qué quieres de mí, Mattei?

El hombre bajo se volvió hacia él con rabia, moviendo la espada hasta que se la puso en la garganta, así que dio un paso atrás para que no lo matara allí mismo y en aquel preciso momento.

—Tu vida —le profirió Mattei—. Tu vida, por haberme mandado a los judíos y obligarme a huir de Venecia como un ladrón… y por esto.

—No ha pasado nada.

—No ha sido culpa tuya… ni de ella. Con mi mujer desnuda entre tus brazos ninguna corte del mundo me considerará culpable por haberte matado.

—Angelita y tú habéis planeado todo esto —lo acusó Andrea, dándose cuenta de cómo encajaba todo lo que había pasado aquella noche.

—Yo lo planeé —corrigió Mattei—. Después de que Gil Vicente fuera lo bastante estúpido como para confesártelo todo, tenía que llegar hasta ti de algún modo. ¿Y qué modo mejor que éste?

—Mattei y yo nos llevamos bien, Andrea —dijo Angelita desde el tocador—. Él necesita mis contactos familiares con la familia de los Medici y yo lo soporto por el dinero que me da. Es un buen acuerdo.

—¿Y qué hay de mí? —le preguntó, recordando cómo había reaccionado cuando la había besado y abrazado.

Ella se encogió de hombros.

—Deberías haber vuelto de tu viaje cuando Mattei llegara.

—Entonces, ¿él tenía pensado venir aquí desde el principio?

—Por supuesto. Tú te interponías en nuestro camino, y si nos librábamos de ti nuestra fortuna sería inmensa.

No le gustó cómo estaba hablando de él, como si ya estuviera muerto, pero pensó que tenía razón. Nunca se había encontrado en una situación tan desesperada como aquella, y, sin embargo, el hecho de que Mattei no lo hubiera matado cuando entró en la habitación le daba todavía alguna esperanza. Se volvió a mirar a la cara a Mattei, preguntándose si se atrevería a usar toda su fuerza para atravesarlo con la espada.

—No creas que podrás conmigo, Andrea —le advirtió con determinación—. Tengo a dos de mis hombres en la puerta.

Podría ser una fanfarronada, pero Andrea no creía que lo fuera. De todas formas, tenía que asegurarse.

—No te creo —le dijo.

—¡Dominic! ¡Angelo! —dijo Mattei sin girarse.

Dos lacayos aparecieron enseguida por la puerta, cada uno con un cuchillo enorme en la mano.

—¿Por qué no me matáis ahora? —le preguntó Andrea.

—Lo haría… con gusto —le dijo Mattei—, pero tenemos el mismo padre, así que seré generoso y te perdonaré la vida a cambio del secreto de navegación que posees.

Tan simple como esto, pensó Andrea, y se maldijo a sí mismo por no haber pensado que Mattei planearía algo para quedarse con el Al-Kemal, cuyo valor sabía apreciar perfectamente por sus conocimientos de navegación y comercio. Después de todo, Mattei había mandado a un asesino para que lo siguiera una vez, incluso hasta la isla de Arguin, que debería de haber sido un aviso lo suficientemente claro. El hecho de que su hermanastro quisiera tan desesperadamente el secreto hasta el punto de no haberlo matado todavía añadía una nota siniestra a una situación que ya era de por sí grave.

—¿Qué dices? —le preguntó Mattei.

Angelita seguía peinándose tranquilamente.

—¿Qué será de mí si te revelo el secreto? —le preguntó Andrea.

—Estas son las condiciones —le dijo Mattei impaciente—. Tu vida a cambio del secreto de navegación.

—¿Cómo puedo estar seguro de que cumplirás con tu parte del acuerdo?

Mattei se encogió de hombros.

—Tienes mi palabra. Debería de ser suficiente.

—Muy bien —dijo Andrea—. Te daré el instrumento.

Empezó a desbotonarse la túnica para coger la cuerda, pero Mattei le apretó con la espada y tuvo que dar un paso atrás contra la pared.

—¡Nada de tretas! —le advirtió—. Estaría encantado de matarte.

Andrea tuvo cuidado de no enfadar más a su hermanastro. Muchas veces, de pequeños, lo había visto matar crías de animales enfadado por lo más nimio.

—Lo que quieres lo llevo guardado en una tela y atado al cuello con una cadena —le explicó Andrea—. Estoy desarmado.

Mattei se echó atrás con cautela y observó a Andrea mientras sacaba el trozo de tela. Sacó de él el Al-Kemal y se lo dio a su hermanastro.

—Iba a dárselo al príncipe Enrique para que todos los marineros pudieran usarlo —le explicó—, pero ahora es tuyo.

—¡Eso!

Los ojos de Mattei se llenaron de ira cuando dio un tirón del Al-Kemal quitándoselo a Andrea de las manos.

—¿Me tomas por un estúpido dándome esto?

En un ataque de furia ante lo que evidentemente consideraba un intento de burlarse de él, arrojó violentamente el Al-Kemal a la chimenea. Entonces se volvió hacia Andrea otra vez, apretándole con la espada hasta obligarlo a ponerse completamente contra la pared.

—Ahora dame el instrumento real de navegación y no creas que soy tan estúpido como para que me tomes el pelo con un trozo de madera y una cuerda —le gritó Mattei, temblando de ira.

—Lo que acabas de destruir es un Al-Kemal —le dijo Andrea—. Los capitanes árabes lo hacen de cristal o porcelana, o incluso con un trozo de cuerno; yo hice éste con un trozo de madera.

Mattei miró a la chimenea. El bloque de madera estaba ya prácticamente consumido por las llamas.

—Estás mintiendo —lo acusó, pero con poca convicción en la voz.

—Este trozo inútil de madera, como tú dices, me condujo de vuelta a Lagos desde Guinea —dijo Andrea—, y nos trajo de vuelta a las Azores desde la isla de la Antilia.

Mattei miró al fuego, donde el Al-Kemal ya no era más que un trozo de carbón. Fue entonces cuando habló Angelita, con un tono de voz que demostraba cuánto despreciaba a su marido.

—Andrea no lo habría llevado escondido con un cordón al cuello si no fuera algo de valor, estúpido —le dijo de mala manera—. Tu mal humor nos ha vuelto a traicionar, Mattei.

—¡Cállate, fulana!

Le dio un manotazo como si fuera un gato, mientras mantenía a Andrea contra la pared con la espada.

—Lo hiciste una vez, Andrea, así que puedes volver a hacer otro y enseñarme cómo funciona.

—Podría —le dijo Andrea—. Si la recompensa es suficiente.

—No has dudado en dármelo a cambio de tu vida —se burló Mattei—. Así que harás otro por la misma razón.

Angelita volvió a hablar.

—¿Crees que es tan estúpido como para no darse cuenta de que si lo matas ahora perderás la oportunidad de obtener el instrumento?

—Angelita tiene razón, Mattei —Andrea utilizó el lazo que le acababa de echar Angelita—. Tienes que mantenerme con vida porque es la única forma que tienes para conseguirlo.

Por un momento pensó que Mattei, por la rabia, lo habría matado de todas maneras, pero al final prevaleció el amor de su hermanastro por el dinero.

—Atadlo y encerradlo en el sótano —ordenó a los lacayos—. Veremos cuánto resiste después de unos días de persuasión.

—Te haré todos los Al-Kemal que quieras —le prometió Andrea— cuando me garantices que no me matarás, pero necesitaré algo más de fiar que tu palabra.

—Metedlo en el sótano —repitió Mattei—, y atadle las manos y los pies… no, dadme las cuerdas. Yo mismo lo ataré.

Los dos hombres le dieron algunas cuerdas fuertes y Mattei hizo que Andrea se tumbara en el suelo. Entonces, dándole su espada al hombre que llamaba Angelo, ató con destreza las muñecas de Andrea entre ellas.

Andrea intentó un viejo truco de los esclavos de los mercados. Puso los músculos en tensión para que cuando los relajara las cuerdas no le quedaran tan apretadas, pero Mattei también conocía este tipo de trucos y amarró las cuerdas tan fuerte que se le clavaron en la carne. Cuando Andrea relajó la tensión de los músculos apenas podía mover las muñecas, y no parecía tener ni la más mínima oportunidad de mover las manos entre los lazos de las cuerdas.

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