El caso de Charles Dexter Ward (16 page)

Castillo de Ferenczy

7 de marzo de 1928

Querido C.:

Subido ha en el día de hoy un escuadrón de 20 soldados con el fin de interrogarme acerca de lo que sobre mí se murmura en el lugar. Debo pues excavar más y obrar con mayor sigilo. Son estos rumanos gente difícil, muy otra de aquellos húngaros a quienes se podía comprar con alimentos y buen vino. Envióme M. hará un mes el sarcófago de las Cinco Esfinges de la Acrópolis y por tres veces he hablado con
Lo Que en él estaba inhumado
. Tan luego como acabe, lo enviaré a Praga, a S. O., quien lo remitirá a su merced. Mostróse testarudo, pero ya sabemos cómo tratar a los que tal naturaleza manifiestan. Juzgo prudente en extremo su decisión de no conservar tantos Custodios que puedan ser hallados en caso de Dificultad, como bien recordará su merced por propia experiencia. Podrá así trasladarse a otro emplazamiento con más facilidad, aunque hago votos por que no se vea en tal necesidad. Mucho me alegra que no trafique tanto su merced con Los del Exterior, pues hay en ello Peligro de Muerte y no hemos olvidado lo que ocurrió cuando pidió protección a quien no quiso dársela. Mucho me felicito asimismo de que haya perfeccionado la fórmula hasta el punto de que Otro pueda recitarla con los debidos resultados. Ya Borellus anunciaba que así había de ocurrir si se pronunciaban las palabras exactas y adecuadas. ¿Usa a menudo de ellas el Muchacho? Mucho lamento que manifieste tantos escrúpulos, como ya me temí cuando le tuve aquí en mi compañía, pero confío en que su merced sabrá aplacarle, si no con Invocaciones, que sólo sirven para reducir a Aquellos que de las Sales se elevan, sí con mano fuerte, cuchillo y pistola. No son difíciles de cavar las tumbas, ni de preparar los ácidos apropiados. Informado estoy de que O. le ha prometido el envío de B. F. y mucho le encarezco me lo envíe a mi después. B. le visitará pronto y es posible que le proporcione el Objeto Oscuro hallado bajo la ciudad de Memphis. Le recomiendo que ponga el mayor cuidado en sus Invocaciones y desconfíe del Muchacho. No pasará un año antes de que podamos convocar a las Legiones Inferiores y entonces nuestro poder no tendrá límite. Ruégole que deposite en mí su confianza y recuerde que O. y yo hemos dispuesto de 150 años más que su merced para estudiar estas materias.

Nephreu-Ka nai Hadoth

E. H

J. Curwen.

Providence.

Pero si Willett y Ward se abstuvieron de mostrar aquella carta a los alienistas, no por ello dejaron de actuar por su cuenta. Ni el más sabio y erudito de los mortales podía negar que el barbudo doctor Allen, el cual había descrito Charles en su frenética carta como una monstruosa amenaza, se hallaba en estrecho contacto con dos seres inexplicables a los cuales había visitado Ward en el curso de sus viajes y que decían ser antiguos colegas de Curwen en Salem o reencarnaciones de ellos, que el doctor Allen se consideraba reencarnación del propio Joseph Curwen, y que albergaba siniestros propósitos con respecto a un «muchacho» que no podía ser otro que Charles Ward. Aquello era una pesadilla cuidadosamente planeada y, al margen de quién fuera responsable de ella, lo cierto es que Allen llevaba ahora la batuta. En consecuencia, y tras dar gracias al Cielo por el hecho de que Charles se hallara a salvo en la clínica, el señor Ward se apresuró a contratar a unos nuevos detectives para que averiguaran todo lo que pudieran acerca del barbudo doctor, en especial cuál era su procedencia, qué se sabía de él en Pawtuxet, y, a ser posible, su actual paradero. Les entregó la llave del
bungalow
que Charles le había dado al ingresar en la clínica y les encargó que registraran minuciosamente la habitación de Allen, la cual le había señalado su hijo cuando fueron a recoger sus objetos personales. Fue en la antigua biblioteca de Charles donde habló el señor Ward con los detectives contratados, quienes experimentaron una extraña sensación de alivio al salir de la habitación, pues parecía flotar en ella una vaga aura diabólica. Tal vez su impresión se debiera a lo que habían oído decir acerca del maligno personaje cuyo retrato colgara en una de las paredes de la biblioteca, tal vez a otra razón distinta e infundada, pero el caso es que todos creyeron detectar una especie de miasma intangible que a veces alcanzaba la intensidad de una emanación material.

Una pesadilla y un cataclismo

1

Muy poco tiempo después de ocurrir los hechos mencionados, sobrevino la espantosa experiencia que dejó una huella indeleble en el alma de Marinus Bicknell Willett y que añadió una década a la edad que aparentaba aquel hombre cuya juventud había quedado ya muy atrás. Willett había conferenciado largamente con Ward y ambos habían llegado a un acuerdo sobre diversos puntos que sin duda los alienistas juzgarían ridículos. Admitieron que existía en el mundo una asociación terrible, cuya conexión directa con una nigromancia más antigua incluso que la brujería de Salem no podía ponerse en duda. Que por lo menos dos hombres —y otro en el cual ni se atrevían a pensar— estaban en absoluta posesión de mentes o personas que existían ya en 1690 ó incluso antes, era algo asimismo indiscutiblemente demostrado, a pesar de todas las leyes naturales conocidas. Lo que aquellas espantosas criaturas —además de Charles Ward— estaban haciendo o se proponían hacer quedaba bastante claro a juzgar por sus cartas y por todos los datos, relativos al pasado y al presente, que se conocían sobre el caso. Estaban saqueando tumbas de todas las épocas, incluidas las de los hombres más sabios y eminentes de la historia, con la esperanza de extraer de sus cenizas vestigios de la conciencia y erudición que un día les animara e informara.

Un espantoso comercio tenía lugar entre aquellos seres de pesadilla que adquirían huesos ilustres con el frío cálculo del estudiante que compra un libro de texto y que creían que aquel polvo centenario había de proporcionarles un poder y una sabiduría muy superiores a las que el mundo había visto nunca concretadas en un hombre o en un grupo. Habían descubierto medios sacrílegos para mantener vivos sus cerebros, bien en sus mismos cadáveres o en cadáveres distintos, y era evidente que habían descubierto el método de reavivar y absorber la conciencia de los muertos. Por lo visto había algo de cierto en lo que escribió aquel mítico Borellus acerca de la preparación, incluso a base de restos muy antiguos, de ciertas «Sales Esenciales» capaces de reavivar la sombra de seres muertos hacía mucho tiempo. Existía una fórmula para evocar la sombra en cuestión y otra para hacerla desaparecer de nuevo, y ambas las habían perfeccionado de tal modo que ahora podían enseñar a otros a recitarlas con éxito. Pero, al parecer, era menester andarse con cuidado en las evocaciones, pues las lápidas estaban en muchos casos cambiadas.

Willett y el señor Ward se estremecían al pasar de conclusión en conclusión. Había métodos también, al parecer, para atraer presencias y voces de lugares desconocidos lo mismo que de las tumbas, proceso sobre el que había que ejercer también mucha cautela. Joseph Curwen había evocado sin duda muchas cosas prohibidas, y en cuanto a Charles... ¿qué podían pensar de él? ¿Qué fuerzas procedentes de la época de Curwen o de «más allá de las esferas» le habían alcanzado para trastornar su mente? Estaba claro que había sido impulsado a hallar ciertas instrucciones que luego había utilizado. Había hablado con cierto hombre en Praga y permanecido largo tiempo con él en las montañas de Transilvania. Y, finalmente, debía haber encontrado la tumba de Joseph Curwen. Aquel artículo del periódico y los ruidos que su madre había oído durante la noche, eran demasiado significativos para pasarlos por alto. Charles había invocado la presencia de alguien, y ese alguien había atendido a su llamada. Aquella poderosa voz que resonó en la casa el Viernes Santo y aquellos tonos
distintos
que se oyeron en el cerrado laboratorio del desván... ¿no constituían acaso una espantosa prefiguración del temido doctor Allen y su susurro espectral? Sí, aquello era justamente lo que el señor Ward había intuido con vago horror en la conversación que había mantenido con aquel hombre —si era tal— por teléfono.

¿Qué diabólica voz o conciencia, qué morbosa presencia o sombra espectral había acudido en respuesta a los ritos secretos que ejecutaba Charles Ward tras esa puerta cerrada? Aquella discusión en que se distinguieron claramente las palabras «debe permanecer rojo tres meses». ¡Santo Cielo: ¿No había sido por entonces cuando había estallado la ola de vampirismo, cuando se había profanado la tumba de Ezra Weeden, cuando se habían oído gritos terribles en Pawtuxet? ¿Qué mente había planeado la venganza y había vuelto a descubrir la sede abandonada de antiguas blasfemias? Y luego el
bungalow
, y el forastero barbudo, y las murmuraciones y el miedo. Ni el señor Ward ni Willett podían explicarse la locura final de Charles, pero estaban convencidos de que la mente de Joseph Curwen había regresado a la tierra y continuaba su siniestra labor. ¿Era realmente una posibilidad la posesión demoníaca? Allen indudablemente tenía que ver con todo aquel asunto y los detectives tenían que averiguar algo más acerca de aquel hombre cuya existencia amenazaba la vida del joven. Entretanto, puesto que la existencia de una vasta cripta bajo el
bungalow
estaba virtualmente demostrada, habían de procurar encontrarla, y con tal fin Willett y el doctor Ward, conscientes de la actitud escéptica de los alienistas, decidieron llevar a cabo una exploración minuciosa y sin precedentes del
bungalow
, para lo cual acordaron encontrarse allí a la mañana siguiente provistos de herramientas y accesorios apropiados para la tarea que pensaban llevar a cabo.

La mañana del seis de abril amaneció clara y los dos exploradores se encontraron a las diez en punto en el lugar acordado Abrieron con la llave del señor Ward y efectuaron un registro superficial del edificio. Del desorden que reinaba en la habitación del doctor Allen, dedujeron que los detectives ya habían hecho acto de presencia allí, y el señor Ward manifestó su esperanza de que hubieran encontrado alguna pista valiosa, Desde luego, lo más interesante era la bodega, de modo que los exploradores descendieron a ella sin mas dilación, recorriendo el mismo camino que cada uno de ellos había seguido por separado en compañía de Charles.

El suelo de tierra y las paredes de piedra de la bodega tenían un aspecto tan macizo e inocente, que la idea de que allí pudiera haber una abertura resultaba casi absurda. Willett reflexionó sobre el hecho de que la bodega actual había sido excavada en la ignorancia de que por debajo de ella existieran unas catacumbas, y que, por lo tanto, el pasadizo que comunicara con ellas, si es que lo había, tenía que ser obra del joven Ward y sus compañeros.

El doctor trató de ponerse en el lugar de Charles con el fin de averiguar cuál podría haber juzgado éste el lugar más propicio para dar comienzo a las excavaciones, pero el método no aportó ninguna inspiración. Se decidió después por el sistema de eliminación y examinó detenidamente toda la superficie del subterráneo en sentido vertical y horizontal, pulgada a pulgada. Las posibilidades quedaron así reducidas a una pequeña plataforma que había delante de los lavaderos, la cual ya había tratado de levantar anteriormente. Ahora, probando en todos los sentidos y ejerciendo doble presión, acabó por descubrir que la plataforma giraba y se deslizaba horizontalmente sobre un eje situado en una esquina. Debajo de la plataforma apareció una superficie de hormigón y lo que parecía ser una boca de acceso a niveles inferiores cubierta por una trampa de hierro hacia la cual se lanzó inmediatamente el señor Ward con excitado celo. No le costó mucho alzarla, y apenas lo había hecho cuando el doctor Willett reparó en el extraño aspecto que mostraba su acompañante. Oscilaba y cabeceaba como presa de un fuerte mareo provocado, como pronto descubrió el doctor, por la corriente de aire fétido que surgía de aquel agujero, Un momento después había caído al suelo desvanecido y el doctor Willett trataba de reanimarle rociándole el rostro con agua fría. El señor Ward reaccionó débilmente, pero era indudable que el aire pestilente de la cripta le había afectado seriamente. Willett, que no deseaba correr ningún riesgo inútil, se dirigió apresuradamente a Broad Street en busca de un taxi, en el cual envió a casa a su compañero sin prestar oídos a sus débiles protestas. Luego, sacó una linterna eléctrica, se tapó la boca y la nariz con una venda de gasa esterilizada y se dispuso a bajar a las profundidades recién descubiertas. La fetidez que emanaba de aquel agujero parecía haber amainado un poco, y así pudo arrojar el haz de luz de la linterna al interior. Se trataba, vio, de un pozo cilíndrico de paredes de cemento y escalerilla de hierro que iba a terminar en un tramo de viejos escalones de piedra, los cuales debieron emerger originalmente a la superficie un poco más al sur del actual edificio.

Willett admite francamente que, durante unos momentos, el recuerdo de lo que había oído acerca de Curwen le impidió descender a aquel maldito agujero. No pudo evitar pensar por unos segundos en lo que Luke Fenner había escrito sobre aquella monstruosa noche postrera. Luego, el sentido del deber se impuso a su miedo, y bajó llevando una gran maleta en la que pensaba guardar los papeles que pudiera encontrar. Lentamente, como correspondía a un hombre de su edad, bajó las escalerillas de hierro y llegó a los resbaladizos peldaños del fondo. La linterna le reveló que la mampostería era muy antigua, y sobre las paredes rezumantes de humedad vio el insalubre musgo acumulado durante siglos. Los peldaños profundizaban en las entrañas de la tierra, no en espiral, sino en tres bruscos giros, y entre tales angosturas que apenas había espacio en aquel pasadizo para dos hombres. Llevaba contados unos treinta escalones, cuando llegó a sus oídos un leve sonido. A partir de ese momento, ya no pudo contar más.

Era un sonido impío, uno de esos insidiosos ultrajes de la naturaleza que no tienen razón de ser. Calificarlo de lamento opaco, de gemido de un condenado, o de aullido desesperanzado en que se aunaban la angustia y el dolor de una carne sin mente, no habría bastado para describir su calidad esencial de repugnante ni para explicar el espanto que despertaba en el espíritu. ¿Era aquello lo que Ward se había detenido a escuchar el día que se lo llevaron del
bungalow
? Era el sonido más impresionante que Willett había oído en su vida. Procedía de algún lugar indeterminado y siguió oyéndolo mientras llegaba al pie de la escalera y proyectaba la luz de su linterna sobre las paredes de un pasadizo cubierto de cúpulas ciclópeas y taladrado por numerosos arcos negros. El vestíbulo en el cual se hallaba ahora tenía unos catorce pies de altura y unos diez o doce de anchura. El pavimento era de losas toscamente talladas y las paredes y el techo de mampostería revocada. Era imposible calcular su longitud, pues se prolongaba hacia delante hundiéndose en la oscuridad. Algunos de los arcos tenían una puerta de tipo colonial mientras que otros carecían de ella.

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