El cebo (30 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

«Claro que me alegro. Siento una
alegría
de la hostia.»

Eché un vistazo al reloj del salpicadero y comprobé que faltaban menos de tres horas para que oscureciera. Tenía que ponerme en marcha.

La portezuela de mi Toyota sonó a disparo mortal cuando la cerré tras bajarme; fue eso lo que me hizo percibir el inmenso silencio. Hacía más frío que en la ciudad, pero eso ya lo sabía. Y olores: a tierra húmeda, a madera podrida. Saqué del asiento trasero la bolsa de deporte que traía y me dirigí a la entrada.

El cobertizo principal contaba con una puerta cerrada con un grueso candado, pero aquel detalle parecía ridículo, dada la facilidad con que podía accederse saltando por el hueco de una ventana. Tras sacudir el polvo de mis gastados vaqueros recorrí aquella planta. Se trataba de una sola habitación con algunos recodos. La luz penetraba todavía, aunque ya moribunda, formando cuadriláteros grises bajo las aberturas. En el centro, unas escaleras conducían a la zona subterránea. Pasé frente a ellas, pero por supuesto no quise bajar. Se oían ruidos remotos como de correteos, y pensé que no sería la primera vez que veía ratas en aquel recinto, sobre todo cuando llegábamos tras una larga ausencia. Me estremecí al recordar que, a veces, Gens las utilizaba en los ensayos.

Escombros, paredes desconchadas, hasta algunos de los colchones que usábamos (ahora de pie y apoyados en la pared) y bultos de mohosas cortinas en un rincón: todo estaba más o menos como lo recordaba, aunque con mayores signos de deterioro. Comprendí que dos años de abandono perjudicaban incluso a unas ruinas.

Entonces, al llegar al final del salón, miré casualmente por la ventana hacia una de las ventanas del segundo cobertizo, y vi a un hombre.

Asomaba medio cuerpo por la abertura y apoyaba la pierna en el vano formando un ángulo imposible con el torso ladeado. El conjunto resultaba aterrador, o cuanto menos inquietante, pero también me lo esperaba. Era uno de los maniquíes. Gens los usaba como figurantes mudos en mascaradas o en escenas de Shakespeare. Solíamos disfrazarlos y colocarles nombres de personajes escritos en carteles cuando la escena requería la presencia de varios. Este en concreto estaba desnudo y calvo, y sus ojos pintados aparentaban asombro. Detrás de él, en la penumbra del segundo cobertizo, atisba brazos, piernas y cabezas arramblados en un desorden de fosa común. Maldije a quienquiera que fuese el que hubiera colocado aquel muñeco en la ventana con el fin de dar un susto de muerte al visitante. Sabía que había grupos de gamberros incordiando en la zona «fantasma» del 9-N, y rogué (por el bien de ellos) que no se les ocurriera molestarme.

En todo caso, ni ratas ni gamberros constituían mi principal preocupación.

Regresé junto a los colchones, dejé la bolsa de deporte en el suelo y la abrí. No quería ocultar que había venido a esperar. «Hazlo todo sin disimulo, como si tu propia realidad fuese también un teatro», había aconsejado Gens. Saqué un par de bocadillos envueltos en celofán, un termo de café, una botella de agua mineral, una manta y una linterna plana de larga duración. Tumbé uno de los colchones y lo sacudí para apartar el polvo. Mohoso, pero apropiado. Me senté en el colchón, saqué de la bolsa mi
notebook,
abrí los archivos con la máscara de Holocausto diseñada por los perfiladores y le eché un vistazo mientras comía y tomaba sorbos de agua.

Cuando me sentí preparada, comencé. Me quité la cazadora y las zapatillas de deporte por comodidad, pero no la camiseta amarilla de tirantes ni los vaqueros ni los calcetines. «Nada de disfraces, y no te desnudes. Haz la máscara como si lo tuvieras delante de ti», había dicho Gens. Primero ejecuté la versión clásica de Holocausto y luego la nueva de los
perfis.
Gens había asegurado que daba igual la que eligiera. «Solo importa que no seas sutil. Hazla toda, con los gestos y voces que suprimirías en un ensayo. Utiliza los recuerdos del lugar donde estás, piensa que haces teatro para atraerlo. Ante todo:
sé completamente impura.»
Aquello significaba que no debía ocultar por qué y para quién lo hacía. «No disimules tus propias dudas», había añadido, y eso sí que me salía bien. De hecho, al tiempo que me contorsionaba y gemía sobre el colchón no podía dejar de pensar que todo aquello era una estupidez. No era posible atraerlo encerrada a kilómetros de las áreas de caza. Aunque en teoría una máscara podía llegar a ser percibida a distancia por el psinoma de la presa sin que esta fuera consciente de ello, solo funcionaba con objetivos inespecíficos. Lo llamábamos «red de arrastre»: capturabas peces inocentes también. Una presa concreta exigía una distancia concreta. Gens estaba pirado.

Sin embargo, seguí adelante. Mi tarea no era entender sino persistir, sin destino, sin voluntad. Ser cebo era ser nada, o menos que nada. Ni siquiera tenía que «obedecer» como un soldado a su superior. «Yo tenía» o «yo hacía» eran erróneos. Solo dejando de ser «yo», siendo «eso» que se retorcía sobre aquel asqueroso colchón entre jadeos, sudor y mejillas rojas, me perdería a mí misma. Y solo perdiéndome a mí misma podría confiar en que la bestia me encontrara y se agachara a
morderme.

Y cuando lo hiciera, mi cepo se cerraría implacable sobre su garganta.

Al acabar, volví a ponerme la cazadora y me calcé y, aún sentada en el colchón, devoré el segundo bocadillo empujando los trozos con sorbos de café. Luego extendí la manta, me arrebujé en ella y me preparé a pasar varias horas de espera.
Te olfateará, irá hacia ti.
Pensé que ya había seguido todas las instrucciones de Gens. Sin entenderlas, sin asumirlas, pero al pie de la letra. Fueran o no una locura, las había ejecutado fielmente, como de costumbre. Ya no podía hacer más.

Vendrá hacia ti aunque tenga que arrastrarse por todo Madrid babeando.

La trampa estaba montada, y ahora solo era preciso esperar a que la pieza la olfatease y se acercara a ella.

La trampa era yo.

No recuerdo con exactitud cuándo supe que sucedía algo.

La noche había comenzado a levantarse en las ventanas, eso sí lo sé, porque la atmósfera tenía esa borrosa cualidad azul de las horas tardías en pleno campo. Los rincones del salón ya eran solo nidos de tiniebla. Yo me hallaba en cuclillas sobre el colchón envuelta en la manta, mirando hacia la creciente oscuridad y oyendo el vagabundeo de las ratas, cuando me percaté. Fue como esas veces en que decimos: «¿Cómo es posible? Lo tenía todo el tiempo junto a mí, y no lo veía...». Todo el tiempo.

Las ratas.

De repente no estaba segura de que fueran ellas quienes producían aquel ruido.

Escuché. Se repitió. Silencio. Se repitió. No había cesado, que yo supiera, desde que había llegado a la granja, pero no parecía un simple rebullir de roedores. Era como cuando respiramos sobre un cristal y oímos nuestro propio aliento: una crepitación sorda, ondulante. ¿De dónde procedía?

Intrigada, salí de la manta y me asomé por el hueco de la ventana más próxima, pero el campo, ya negro, y la torre en ruinas del molino no se oían; solo rachas de viento frío al agitar los matorrales. También había silencio al otro lado, en el segundo cobertizo, donde yacían los maniquíes.

Quedaba una tercera posibilidad.

Tras unos cuantos segundos de búsqueda torpe debido a la oscuridad, hallé la lámina delgada de la linterna y la sostuve como una placa de policía contra mi mano. La luz, enorme y pura, convocó sombras en las paredes. Me dirigí a la angosta escalera del centro de la sala y bajé despacio, pensando que la puerta de acceso al sótano estaría cerrada, pero no era así. El gancho del candado se hallaba vacío. La empujé con la mano izquierda alzando la linterna con la derecha y haciendo crujir la vieja madera, como en las clásicas películas de terror. Detrás, solo tinieblas. Tanteé, recordando las luces, pero, por supuesto, lo único que hicieron los interruptores fue ruido; el gobierno no iba a pagar la electricidad de un recinto inútil. Entonces apunté al interior con la linterna.

Fue como recibir un golpe. Me detuve, aturdida, ante la mareante invasión de imágenes. «Junto a esa pared, a Lilian le... En aquella esquina, Claudia y yo... Dios mío, ese era el alto taburete de metal... y el diván rojizo, apolillado, donde...»

Ninguna persona ajena a la granja habría visto lo que yo, desde luego, sino tan solo un espacio de negrura húmeda y gélida, sin salida al exterior, con algunos muebles viejos. Quizá le habrían llamado la atención los maniquíes apoyados en las esquinas y la sorprendente presencia de una cabina de ducha en un rincón. Pero no hubiese podido imaginar la perenne orgía de cuerpos adolescentes, las escenas teatrales gritadas por nuestras jóvenes gargantas, las idas y venidas de Gens señalando, dirigiendo.

Era difícil para mí avanzar por aquel campo minado de mi memoria. No bien daba un paso cuando otra vergüenza me saltaba a la cara. Allí había dejado de ser una niña para siempre. Allí, Cecé y yo, como tantos otros, nos habíamos convertido en pura rabia y pura mentira. Allí el teatro nos había estallado dentro. Pero no eran las horas de crueldades fingidas o reales que soportábamos lo que más humillación me causaba recordar, sino la vacua mirada de Gens detenida en nuestros cuerpos con minuciosa concentración, como el armero experto observa la pistola que fabrica día a día.

Por supuesto, ni la oscuridad ni el estado del lugar suponían un obstáculo a la hora de explorarlo; albergaba un plano mental como grabado a fuego de la disposición de aquel antro, y tras escuchar el ruido de nuevo, más cerca, y superar la primera impresión, me moví con soltura.

Sabía que el sótano constaba de dos grandes escenarios a cada lado de un pasillo que conducía a otras habitaciones: un almacén para
props
y disfraces, un comedor y una cámara al fondo, amplia, que nos servía de dormitorio. Todo dispuesto para pasar varios días olvidados de Dios y los hombres. El ruido provenía de más allá del pasillo. Tac tac, clop clop. Salí del primer escenario y dirigí la luz hacia las habitaciones, negras como boca de lobo. Sorteando algunas tablas, penetré en el siguiente escenario. Reconocí el gran espejo de cuerpo entero con marco de metal colgado de la pared de la entrada y el enorme telón rojo del fondo sobre la tarima de madera.

También había dos o tres personas de pie, en la oscuridad.

Mi impresión no fue muy grande, pero aun así sentí como si toda mi sangre fuese refresco y alguien me agitara antes de abrirme. Hallar un maniquí en una extraña postura era una cosa, y otra muy distinta encontrarlos vestidos con gorgueras, jubones, botas y faldas, como
en los viejos tiempos.
Los demás —una buena docena— seguían desnudos y sucios en el suelo. Era como si alguien hubiese escogido
precisamente
aquellas tres figuras y las hubiese desempolvado y arreglado solo para la ocasión.

Los dos maniquíes masculinos se apoyaban en la pared frente al espejo, el femenino se recostaba contra el telón. Me acerqué a los primeros y comprobé con cierto asombro que portaban pequeños letreros prendidos de la ropa, semejantes a los que les colgábamos en los ensayos: «Angelo», «El Duque». El primero con jubón negro y capa, el «Duque» con una especie de brocado. Un ojo del «Duque» había sido raspado por el tiempo o las ratas, «Angelo» era calvo. Ambos alzaban las manos como pidiendo clemencia. Era perturbador imaginarlos así, quietos en la oscuridad.

Recordaba la obra a la que aludían,
Medida por medida,
una de las comedias más perversas de Shakespeare. Angelo, hombre de rígida moral a quien el Duque deja el gobierno durante su aparente ausencia, siente de pronto el deseo lujurioso de poseer a una monja que le ruega por la vida de su hermano, pero el Duque lo descubre y castiga. Según Gens, aquella pieza, que hablaba de la justicia implacable —«medida por medida»—, contenía también las claves ocultas de la máscara de Castidad.

Lo más llamativo, sin embargo, eran los carteles; me fijé en que la tinta de rotulador brillaba bajo la linterna, como si alguien los hubiera escrito recientemente.

Estaba valorando aquel hallazgo cuando, de repente, el ruido se repitió a mi izquierda, muy próximo esta vez. Apenas necesité mirar para saber qué lo producía.

El viejo telón que ocultaba toda la pared del fondo, desde el techo al suelo de madera de la tarima, se agitaba parsimoniosamente, y el maniquí femenino, apoyado en él, oscilaba sin llegar a caerse. El ruido lo formaban la ondulación del cortinaje y el repiqueteo de los pies de plástico contra la tarima. Se repetía. Cesaba. Se repetía. Pensé en las ráfagas de viento que removían los matorrales. Pero era absurdo: sabía que detrás de aquel telón no había aberturas, solo una pared de lona y ladrillos. Se trataba de un trampantojo que usábamos para ciertas máscaras.

Se repetía. Tac tac, clop clop. Cesaba.

El maniquí parecía asentir con su rubia cabeza. Llevaba peluca en vez de una toca religiosa, y por tanto no representaba a Isabela, la monja de
Medida.
En realidad, no portaba cartel alguno. Vestía un ajado ropaje estampado con flores rojas, y sus manos alzadas mostraban el dorso, como invitándome a acercarme.

Sintiendo como si viviera un sueño, puse un pie en la tarima, que emitió un sonido quejumbroso, aparté el maniquí con suavidad y lo dejé acostado sobre la madera. Me concentré en el telón. Lo movía el
viento,
sin duda, y al apartarlo descubrí por qué.

Era una puerta. En la pared. El hecho de que siempre hubiese estado allí podía no resultar obvio, pero así me lo pareció, ya que el trabajo era detallado: la hoja, abierta hacia el lateral de mi derecha, estaba forrada de trozos de ladrillo. Cerrada, resultaría difícil de descubrir. A ello se unía que aquella pared siempre se hallaba cubierta por una lona de color crudo, que ahora alguien había descolgado y dejado caer bajo el telón.

Más allá, un angosto pasillo parecido a la entrada a una mina abandonada. El aire llegaba desde su densa tiniebla, por lo que debía poseer una salida al exterior, pero durante el trayecto se impregnaba de fetidez. Era como si algo muerto me soplara en la cabeza, desordenando los cabellos que no había sujetado con la goma y borrando como a lametones el sudor de mi rostro. Moví la linterna en el umbral para examinar la construcción. El suelo era de tierra, pero las paredes estaban cubiertas de finas tablas, como las entrañas de un viejo barco.

¿Qué era aquello? Desde luego, no parecía un trabajo reciente, pero yo no lo recordaba. Había pasado años entrenándome a escasos centímetros de aquel tabique, y todo lo que había visto siempre era una lona sobre unos ladrillos. Nadie me había revelado nunca la existencia de aquel túnel, o lo que fuese. Me pregunté un instante si tendría que sentirme mal por ello o, por el contrario, agradecida.

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