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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (31 page)

¿Y cómo era que estaba ahora al descubierto, y con aquellos maniquíes señalándolo? ¿Quién lo había preparado todo? Quizá había sido Gens, y entonces se trataría de otra de sus pistas o desafíos, pero si era así, ¿qué significaba?

Di un paso, luego otro. Incluso antes de decidirlo racionalmente, ya estaba recorriéndolo. Al pisar la tierra miré hacia arriba, temiendo que algo pudiera desmoronarse sobre mí, pero el techo, aunque fuera de mi alcance, no era muy alto y revelaba una cuidada labor de mampostería, con tablas cruzadas en aspa. En algunas de estas había números y letras escritos con tiza, misteriosamente preservados del deterioro: «2A», «2B», «3C», «4D»... Advertir aquel orden arquitectónico me provocó un extraño escalofrío.

El pasillo era un camino recto, pero en un momento dado las tablas a mi izquierda se esfumaron, formando una abertura. Lo que aparentaba ser un nuevo ramal no era sino una pequeña cámara sin salida con las paredes de madera forradas de anaqueles metálicos vacíos. Retorné al pasillo y me detuve.

Crujidos. Golpes remotos. Pasos.

—¿Hola? —dije en voz alta —. ¿Quién hay?

Silencio, ruidos de nuevo, y terminé suponiendo que, después de todo, sí que podía haber ratas.
O quizá el maniquí que falta. Quizá Isabela, caminando bajo su toca blanca.
Me sentí estúpida ante aquella brusca fantasía, pues sabía que los fantasmas existen, pero son siempre personas vivas. ¿Acaso era mi amor secreto? Pero ¿cómo había descubierto el Espectador aquel túnel?

Hallé otra cámara algo mayor a la derecha, con una mesa y una silla plegable metálicas y tomas de corriente instaladas en el suelo. En las tablas de la pared, ganchos clavados a alturas variables. Pasillo abajo había otras dos cámaras. Todas las puertas se hallaban abiertas, aunque todas poseían cerrojos, pero las puertas de aquellas dos cámaras tenían los cerrojos
por fuera.
Y si la primera me había parecido un almacén y la segunda un pequeño despacho, el fin concreto de estas últimas se me escapaba: más ganchos en paredes y suelo, cadenas colgadas del techo, más enchufes...

No era que no comprendiese
para qué
podían servir algunas de esas cosas. Mi
curriculum
quizá no resultaba útil a la hora de obtener un trabajo honrado, pero estaba repleto de experiencias reales o fingidas en decorados así. La memoria de los cebos profesionales tiene un cuarto de Barbazul que procuramos no abrir nunca, y hubo momentos durante mi exploración en que las bisagras del mío hicieron
ñic
y vislumbré ciertas escenas que prefería no recordar: el
psico
que me había tenido colgada de los brazos durante horas antes de que yo pudiese engancharlo, los sádicos que me encadenaron a la pared y se divirtieron apagando cigarrillos en mi piel hasta que logré que uno de ellos eliminara al otro... Recintos sin aire, mordazas, oscuridad y cadenas formaban parte de mi vida. Mi cuerpo albergaba pequeñas cicatrices, como rúbricas, de
comienzos
de torturas que, por fortuna, siempre había logrado detener a tiempo. Pero, incluso en sus comienzos, la tortura es de esa clase de aprendizajes que nunca olvidas, como montar en bici.

Creía saber
para qué
podía servir aquel reducto clausurado, pero no
por qué ni para quién.
A fin de cuentas, nuestro entrenamiento en la granja ya contaba con ejercicios donde te dejaban atada y encerrada durante horas y solo te visitaban para vapulearte. No comprendía la existencia de una zona «censurada»; era como ocultar un solo quirófano en todo el sangriento hospital. ¿Qué había ocurrido allí?

Unos metros más allá, el suelo del corredor empezaba a ascender. Tenía que haber una salida al otro extremo, y debía de estar abierta, a juzgar por el aire que recorría el pasadizo. Quizá había respiraderos a la entrada en los que no me había fijado, y que le daban fuerza a la corriente. En aquel punto había otra cámara, un reducto asfixiante con una letrina mohosa en el suelo donde —esta vez sí— distinguí una rata de verdad escabullándose. Retrocedí asqueada y me fijé en que había una cámara más en la pared de enfrente, que me había pasado desapercibida antes debido a que tenía la puerta cerrada, aunque el cerrojo no estaba echado. La empujé con la punta de la zapatilla de deporte y oí un golpe. Algo había chocado contra ella, un obstáculo. Hice presión con la mano libre, pero la puerta no acababa de abrirse, de modo que me asomé por la abertura.

El terror convirtió la luz de mi linterna en un foco teatral manejado por un loco.

No grité, o no recuerdo haberlo hecho, pero tampoco sé cuánto tiempo estuve mirando aquello, intentando asimilarlo. Como siempre me sucedía cuando me arrojaba de cabeza a la piscina helada del pánico, no logré hilvanar luego un solo pensamiento coherente acerca de mí misma en aquel momento; mi organismo tomó el relevo, y todo lo que yo era se disolvió en todo lo que
veía.

En realidad, aquella cámara no tenía mucho de especial en comparación con las demás. Había mantas en un rincón, maderas podridas, humedad. Lo diferente estaba en el techo. Se trataba de cuatro muñecos colgados del cuello a las tablas superiores por sendas cuerdas. Tres eran más bien muñecas calvas, sin brazos, sucias y desnudas. El cuarto muñeco era grande, de tamaño natural, y su presencia constituía el obstáculo que la puerta no lograba salvar. También estaba desnudo, y, aunque no le faltaba ningún miembro, la expresión de su rostro de ojos saltones mostraba mucho más sufrimiento que el de sus compañeras. Se balanceaba suave, pesadamente, y a sus pies había una silla volcada y ropas elegantes de caballero.

Era Álvarez.

—No acudió al trabajo en toda la mañana —me explicó Miguel cuando lo llamé por segunda vez esa noche, su voz tranquilizadora resonando en el interior de mi coche mientras yo conducía a toda velocidad de regreso a Madrid—. Al principio pensaron que estaba de viaje, pero ni en su casa ni en el ministerio sabían nada... A mediodía se le dio oficialmente por desaparecido... ¿Y dices que encontraste su coche?

—Sí, al salir de ese... túnel. Hay una trampilla que da a la parte de atrás de la torre, y estaba abierta. Álvarez aparcó en ese lugar, por eso no lo vi cuando llegué.

—Ya. —Miguel hacía pausas, como si tomara notas—. Tuvo que ser horrible descubrirlo, cielo. Lo siento.

—No fue un espectáculo agradable. —Me mordí el labio mientras adelantaba vehículos que parecían inmóviles en la autopista—. Miguel, ¿estás seguro de que no tienes ni idea de lo que es ese túnel?

—Ni idea. Pero si ya estaba allí cuando ensayábamos, entonces es lógico que no lo sepa... Yo era cebo también en aquella época, ¿recuerdas? Y, por cierto, había leído la letra pequeña de mi contrato, donde se menciona lo del material clasificado...

Yo no disponía de mucha paciencia para soportar el clásico afán legalista de Miguel, pero intenté controlarme.

—Ya sé que no nos contaban cosas. Lo que me pregunto es
qué
era...

—No lo sé. ¿Lo recorriste todo? Supongo que no tocarías nada... Ahora mismo hay un verdadero ejército de sabios de chaleco fosforescente examinando el lugar.

—No, no toqué nada... Obviamente, Álvarez sí lo conocía.

—Obviamente —repitió Miguel y escuché su titubeo—. Supongo que sabes que querrán hablar contigo. Tengo ahora mismo como una docena de llamadas perdidas y cinco en espera, dos de ellas de Padilla... Se las arregla para llamar a la vez desde dos teléfonos distintos, ya sabes —añadió, hallando espacio para una pequeña broma que me hizo sonreír—. Lo que quiero decir es... ¿realmente fuiste a la granja a... a reflexionar?

Yo le había contado aquella idiotez para evitar hablarle de mis planes con Gens. Aun cuando Miguel sabía que Gens seguía vivo, ignoraba que yo había acudido a él, y desde luego yo no estaba dispuesta a revelar nada en aquel momento. De modo que repetí mi versión, añadiendo que me sentía nerviosa por la desaparición de Vera y necesitaba meditar regresando al sitio donde me había convertido en cebo. Pero de repente se me ocurrió que la pregunta de Miguel implicaba otras cosas.

—Oye, lo de Álvarez ha sido un suicidio, ¿no? —dije mientras el primer semáforo que encontraba a la entrada de Madrid me hacía detenerme. Los oídos me zumbaban.

—Desde luego. —Miguel parecía sorprendido de que yo fuese quien lo dudara—. Cuando llamé a Padilla para informarle, me dijo que acababan de descubrir una nota de despedida en su despacho... Y, a decir verdad, era de esperar: últimamente andaba muy quemado con el trabajo. Seguro que eligió la granja por su aislamiento...

«Oh pobre. Muy
quemado.
No quieras ver cómo estamos
nosotros,
los cebos», pensé con cierta furia, recordando la última vez que había visto a Álvarez, casi dos semanas antes, para presentarle mi dimisión. Sentía, en verdad, pena por él
(ese rostro espantoso, como si ahorcarse hubiese sido una lenta tortura),
pero no tanta.

Había detalles que seguían chocándome. Quise comentarlos con Miguel.

—Esos maniquíes que preparó, con personajes de
Medida por medida...
Es raro. Creo recordar que Álvarez no sentía ningún interés por nuestro trabajo...

—Últimamente había leído algunas cosas sobre filias y teatro. Padilla me lo dijo.

—Pero ¿por qué atar esas muñecas al techo, Miguel... ? Tan parecidas a... —Me detuve, dejando que intuyera lo que no me atrevía a decir.

Renard.

—Comprendo lo que insinúas, cielo —murmuró Miguel—, pero debo recordarte que Renard murió hace casi tres años, cuando iba a ser arrestado...

—Ya lo sé, pero ¿por qué Álvarez haría algo así?

—¿Por qué hacen las cosas que hacen los que se vuelven chalados? —repuso Miguel—. Supongo que tuvo sus razones, aunque nunca las sabremos... Cielo, debo colgar o Padilla enviará a los GEO a derribar la puerta de mi casa...

—De acuerdo. ¿Seguro que podrás contener la avalancha hasta mañana? Estoy agotada, Miguelín, no quiero hablar con nadie... Yo misma hablaré con Padilla mañana a primera hora, te lo juro. Y haré un informe.

—No hay problema. Espero que no. —Emitió una risita—. Son casi las once. Les diré que necesitas dormir y que podrán hacerte las preguntas mañana. Lo que importa es que descanses... Primero lo de Vera, y ahora esto... Necesitas reponer fuerzas, cielo...

«Necesitaría haber
capturado
ya», pensé. Pero ningún Espectador había venido babeando hacia mí en la granja. Me reprochaba haber hecho caso a un viejo demente.

De pronto, mientras llegaba a mi calle y bajaba al aparcamiento, me asaltó otra imagen: me vi acostada en la cama vacía que me aguardaba, ese nido de sábanas donde incubaría mi insomnio, y deseé pedirle a Miguel que viniera, de rogárselo casi. Quería abrazarlo, sentir su cuerpo tibio contra el mío. Pero sabía que no era posible. Él tendría que dar la cara por mí hasta el día siguiente.

—Te amo, cielo, no lo olvides —dijo Miguel, y la comunicación se cortó.

—Te amo —dije en voz alta, venciendo el nudo en la garganta que me oprimía—. Te amo, te amo...

Aparqué y apagué el motor, pero no me bajé.
Aguantar,
¿no era eso lo que mejor sabía hacer? Soportar en silencio.

Pasé un rato viendo mis lágrimas caer sobre el volante. Pensaba en Miguel, en Vera, en mi fracaso como cebo, en Gens y en aquel túnel oscuro al final del cual Álvarez había decidido poner fin a su propio fracaso, fuera el que fuese. Pero sobre todo en Miguel, en mi deseo de hallar consuelo en su presencia tranquilizadora.

Instantes después, cuando logré serenarme, la Diana que montaba guardia en mi conciencia sentenció: «Estás agotada, gilipollas. Vete a la cama. Mañana verás las cosas de otra forma».

Acepté el consejo y salí del coche. A medio camino por el solitario aparcamiento, atestado de vehículos, recordé que había olvidado la bolsa de deporte en el asiento de atrás, maldije entre dientes, di media vuelta y casi choqué contra alguien.

Cazadora color púrpura, larga visera de gorra de béisbol, rastas hasta los hombros, rostro mortalmente hermoso cuando lo alzó hacia mí. Era un niño.

—¿Sabes lo que eres? —me dijo sin énfasis.

En ese instante algo cruzó ante mi cara con gran violencia, y fue como si un telón cayera sobre mis ojos.

II
Entreacto

Ven, Noche cegadora,

venda los suaves ojos del piadoso Día.

Macbeth
, III, 2

22

Oscuridad.

Dos luces atravesándola.

A esas horas de la noche del jueves la autovía del Norte despejada.

El cómodo asiento, los mandos, la suavidad del volante, música de saxofón a bajo volumen como terciopelo frotando su oído... todo contribuía a relajar al hombre. El ordenador de a bordo lanzaba destellos señalando una carretera sin tráfico. Pronto llegaría a la desviación hacia el pueblo de la sierra y el lugar donde se hallaba el viejo pabellón de caza. Media hora, como mucho.

El resplandor de los mandos subrayaba el rostro del hombre en azul. Se observaban huellas de cansancio que hinchaban sus párpados, pero, en general, mantenía una expresión serena. En ocasiones un coche lo adelantaba, las luces como una cortina que se abriese y cerrase sobre su cara: un parpadeo, de nuevo oscuridad.

No había que tener prisa.

El niño iba en el asiento contiguo, extrañamente callado. El hombre le echó un vistazo y comprobó que tenía el mentón elevado y la cabeza echada hacia atrás, de tal manera que la visera de la gorra se inclinaba cubriéndole parte de la cara. El ligero vaivén del Mercedes ranchera lo hacía moverse bajo el cinturón de seguridad como un muñeco. Aquello no gustó al hombre.

—Eh, ayudante —dijo, sonriendo.

Una punta rosada emergió de los labios del niño y los recorrió como palpándolos. Entonces la visera giró despacio hacia el hombre. Un coche los adelantó en aquel instante, provocando una ráfaga de parpadeos en los ojos soñolientos.

—No te duermas, macho. ¿Estás cansado?

Era una pregunta estúpida, pero el hombre sabía que, con el niño, siempre resultaba preciso aclarar las cosas. Las obviedades, para él, eran materia de reflexión.

—Un poco. —La suave respuesta fue seguida de un bostezo.

—Bueno, duérmete. Te despertaré cuando lleguemos.

En realidad, le irritaba que el niño se durmiese, aunque podía comprenderlo: habían pasado más de seis horas seguidas en tensión. Él mismo se sentía agotado.

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