El Cerebro verde (2 page)

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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

—Condenados borrachos —añadió su compañero.

El cerdo emitió una serie de agudos chillidos que sirvieron para distraer la atención.

En aquel momento adelantó a los dos individuos y se introdujo en el sendero, arrastrándose en dirección al río. Observó el agua, que hervía debido a la aireación procedente de la barrera de los filtros, y en la superficie pudo apreciar la espuma resultante del tratamiento sónico.

Tras él, uno de los portadores del cerdo le dijo al otro:

—No creo que esté borracho, Carlos… Tiene la piel seca y ardiente. Puede que esté enfermo…

Él comprendió inmediatamente, intentando incrementar su velocidad. El segmento perdido de la piel de estimulación se había deslizado pierna abajo. El aflojamiento de músculos del hombro y la espalda amenazaban su equilibrio.

La vereda bordeaba un terraplén de basura y suciedad, sumergido en un túnel que se abría a través de helechos y matorrales.

Se deslizó a toda prisa por el verde túnel. Donde éste acababa, vio la primera abeja mutada. Estaba muerta por haber entrado en aquella barrera de vibraciones sónicas sin protección contra semejante trampa letal. La abeja pertenecía a uno de los tipos de mariposa con alas iridiscentes, de color amarillo y naranja. Yacía en el hueco de una hoja verdegueante y en el centro de un círculo iluminado por la luz solar.

Continuó arrastrando los pies. Registró cuidadosamente la forma de la abeja y su colorido. Su propia especie había considerado a la abeja como una forma posible, pero existían serios problemas. Una abeja no podría razonar con los humanos. Y los humanos tenían que escuchar pronto la razón; en caso contrario, toda la vida acabaría.

Le llegó el ruido de alguien que corría tras él por el mismo sendero. Pasos rudos golpeaban el suelo.

¿Una persecución?

¿Por qué tendrían que perseguirle? ¿Le habrían descubierto?

Una sensación análoga al pánico le invadió, insuflándole aparentemente una dosis de energía. Mas se hallaba reducido a un lento arrastrar de pies y pronto sólo sería un avance insignificante. Buscó un lugar donde esconderse entre el verdor que le rodeaba.

Divisó una valla de helechos a su izquierda, a la que conducían pequeñas pisadas humanas. Probablemente de niños. Encontró un pasaje bajo y estrecho que discurría a lo largo del terraplén. En el sendero yacían abandonados dos aerobuses de juguete, uno rojo y otro azul. Sus pies tambaleantes se afirmaron en el suelo.

El sendero continuaba junto a una pared festoneada con enredaderas. Formaba un brusco recodo que emergía sobre la boca de una cueva vacía. En la oscuridad de la entrada de la gruta había pequeños aerobuses junto con otros juguetes.

Se arrodilló, se arrastró sobre los juguetes en aquella bendita oscuridad y permaneció a la espera.

Al poco rato los pasos precipitados pasaron a pocos metros debajo de él. Las voces le llegaron claramente al oído:

—Se encaminó hacia el río. ¿Crees que se echó en él?

—¡Quién sabe! Me parece que estaba enfermo.

—¡Por aquí! ¡Alguien ha bajado por aquí!

Los hombres descendieron por el sendero. Habían pasado por alto el escondite. Pero ¿por qué le perseguían? Él no había molestado seriamente ni herido a aquel individuo.

Olvidó las especulaciones.

Poco a poco se insensibilizó por cuanto pudiera haber hecho; puso en juego sus partes especializadas y comenzó a horadar en la tierra de la cueva. Horadó más profundamente, echando hacia atrás la tierra removida para dar la sensación de que la cueva se había hundido.

Cavó unos diez metros bajo tierra. Su provisión de energía era aún suficiente para la próxima etapa. Se desprendió de las partes muertas de las piernas y el dorso, liberando a la reina y su enjambre de guardia en la tierra removida bajo su espina quitinosa. Se abrieron los orificios de los muslos, exudando la espuma del capullo para formar la verde cobertura que lo protegería como una vaina endurecida.

Aquello era una victoria; las partes esenciales habían sobrevivido.

Ahora todo era cuestión de tiempo; cosa de veinte días para reunir nueva energía, seguir con la metamorfosis y dispersarse. Pronto habría millares de él, todos con la misma ropa mimetizada, cada uno con sus documentos de identificación y cada uno, igualmente, con la misma apariencia de humanidad.

Todos idénticos, todos y cada uno.

Habría otros puntos de comprobación y control, pero menos severos.

Aquella copia humana había demostrado ser buena. La suprema integración de su especie había elegido bien. Aprendieron mucho del estudio de los cautivos diseminados por el sertao. Pero resultaba muy difícil comprender bien a las criaturas humanas. Era casi imposible razonar con ellas, incluso cuando se les permitía una libertad restringida. Su suprema integración eludía todo intento de contacto.

Pero quedaba siempre en pie la cuestión primordial: ¿Cómo podría permitir cualquier suprema integración el desastre que abarcaba la totalidad del planeta?

Difíciles seres humanos…, su esclavitud en el planeta tendrían que revelarla ellos, tal vez dramáticamente.

La reina se estremeció en la proximidad del barro fresco, aguijoneada por sus guardianes para entrar en acción. La comunicación unificada alcanzó todas las partes del cuerpo, buscando todos los supervivientes, reuniendo fuerzas y agrupándolas. Esta vez aprendieron cosas nuevas sobre noticias que se escapaban de los humanos. Todos los enjambres subsiguientes compartirían tal conocimiento. Uno de ellos, cuando menos, tendría que alcanzar la ciudad junto al Amazonas, al «río mar» donde parecía haberse originado la
muerte-para-todos
.

Uno de los enjambres tenía que llegar allá.

2

Un conjunto de suaves humos de diversos colores llenaba el ambiente del cabaret. Cada uno era como el indicativo de la mesa correspondiente, de cuyo centro surgía el humo mediante un secreto ventilador. Aquí un malva pálido, algo más allá un humo rosa tan delicado como la piel de un bebé, y a continuación un verde, que traía a la mente la visión de la hierba de las pampas. Acababan de dar las nueve de la noche, y en el «Achigua», el más lujoso cabaret de Bahía, comenzaba la función nocturna. Una música enervante y sensual envolvía la atmósfera del establecimiento, mientras un conjunto de bailarines trenzaban sus ritmos y sus danzas, fantásticamente vestidos con atuendo de hormigas, cuyas falsas antenas y mandíbulas se movían entre los humos cromáticos del ambiente.

La clientela del «Achigua» ocupaba unos bajos divanes. Las mujeres eran como una explosión de color tropical, con la riqueza de las flores de la jungla, junto a los hombres vestidos con blancas ropas. Y aquí y allá, como contrapunto, las resplandecientes blusas de los bandeirantes. Aquella era la zona Verde, lugar donde los bandeirantes podían relajarse tras el servicio en la selva Roja o en los límites fronterizos de las zonas acotadas.

El murmullo de las conversaciones en una docena de idiomas llenaba el ambiente del «Achigua».

—… Esta noche voy a tomar una mesa de color rosa a ver si me da suerte. Es el color del pecho de las mujeres, ¿no?

Y en otra mesa:

—He rociado con espuma el nido de hormigas mutantes, como las de Piratininga. Por allá deben de haber tal vez veinte mil millones…

La doctora Rhin Kelly estuvo escuchando, atenta a la tensión creciente que reinaba en aquel lugar.

—Sí, ese nuevo veneno funciona.

Aquello lo decía un bandeirante de la mesa de atrás como en respuesta a su pregunta respecto a los supervivientes, a las especies resistentes. Continuó:

—La limpieza de enemigos va a convertirse en un trabajo brutal de artesanía, como ha sucedido en China. Tuvieron que matar a mano los últimos bichos.

Rhin notó estremecerse a su acompañante, y pensó que lo habría oído. Le miró desde el humo ámbar de su mesa y se encontró con sus ojos almendrados. El hombre sonrió, y la doctora Rhin Kelly pensó de nuevo en lo distinguido que era aquel personaje, el doctor Travis-Hungtinton Chen-Lhu. Era un tipo alto, con el rostro cuadrado propio de los habitantes del norte de China, enmarcado por los cabellos que a sus sesenta años todavía tenían un color negro azabache. Se inclinó hacia ella y le susurró:

—En ninguna parte se pueden evitar los rumores, ¿verdad?

La doctora Rhin hizo un gesto adecuado con la cabeza, imaginándose quizá por décima vez por qué el distinguido doctor Chen-Lhu, director de distrito de la Organización Ecológica Internacional, había insistido en que ella acudiera allí aquella noche, la primera en Bahía. No se hacía ilusiones respecto al motivo de que hubiese ordenado que viniese desde Dublin; evidentemente tenía un problema que afectaba a la sección de espionaje de la OEI. Como de costumbre, el problema se resolvería implicando a un hombre que debería ser manipulado. Chen-Lhu había charlado bastante sobre el particular, en el «resumen general» del día, pero todavía no había dicho el nombre de la persona sobre quien ella tendría que emplear sus artes de seducción.

—Dicen que ciertas plantas están muriendo por falta de polinización —decía una mujer sentada a la mesa de atrás.

Rhin se sintió alertada. Peligrosa conversación aquella…

—Vamos, muñeca —dijo el bandeirante que tenía a sus espaldas—. Hablas como la señora que detuvieron en Itabuna.

—¿Qué señora?

—Estaba distribuyendo literatura carsonita precisamente allí mismo, en el pueblo que hay detrás de la barrera. Cuando había repartido veinte folletos, la policía se hizo con ella. Recogieron la mayor parte, pero ya sabes las consecuencias, especialmente en las cercanías de la zona Roja…

Un repentino alboroto se produjo a la entrada del «Achigua». Alguien gritó:

—¡Johnny! ¡Eh, Johnny! ¡Eh, Joao, tío afortunado! Rhin se unió al resto de la clientela del «Achigua» y dirigió su mirada hacia el origen del festivo alboroto, advirtiendo la indiferencia que pretendía manifestar el doctor Chen-Lhu. Comprobó que siete bandeirantes se habían detenido a la entrada del salón, como bloqueados por una barrera de palabras.

A la cabeza se hallaba de pie un bandeirante con un grupo que como insignia llevaban una mariposa dorada en la solapa. Rhin le observó detenidamente con una repentina sospecha. Era un hombre de mediana talla, piel morena y abundantes cabellos negros, fuerte y enérgico, con cierta gracia al moverse. En contraste, su rostro era estrecho y patricio, dominado por una esbelta y aguileña nariz. Sin duda, entre sus antepasados habría muchos
senhores de engenho.
[4]

Rhin le clasificó como «brutalmente guapo». De nuevo comprobó la aparente actitud de desinterés de Chen-Lhu, y pensó que allí estaba el hombre por cuya causa había venido desde Irlanda. La idea le proporcionó singular consciencia de su propio físico. Sintió un momentáneo desprecio revulsivo hacia el papel que tenía que desempeñar. Había hecho muchas cosas y vendido un tanto de ella misma para encontrarse en Bahía en aquel momento. ¿Qué le quedaría para sí? Nadie deseaba los servicios de la doctora Rhin Kelly como entomóloga. Pero la Rhin Kelly, belleza irlandesa, que sentía placer en otros deberes…, aquella Rhin Kelly estaba muy solicitada. «Si no encontrase placer y alegría en el trabajo, tal vez no lo odiaría», pensó. Se dio cuenta de que necesitaba destacar en aquel lujoso local de bellas y atrayentes mujeres de piel morena. Pelirroja, de ojos verdes, tez suave y delicadas facciones, con ropas que hacían juego con sus ojos y una placa dorada de la OEI en el pecho, Rhin sobresalía por su exotismo.

—¿Quién es el hombre que hay en la entrada? —preguntó.

Una suave sonrisa se dibujó en los labios del chino. Miró de soslayo en la dirección requerida por la doctora Rhin.

—¿A qué hombre se refiere? Parece que allí hay siete hombres.

—No se haga el inocente, Travis.

Los ojos almendrados de Chen-Lhu miraron a ella y luego al grupo de la entrada del cabaret.

—Es Joao Martinho, jefe de las Irmandades, hijo de Gabriel Martinho.

—Joao Martinho —repitió Rhin—. El que limpió la Piratininga…

—Y cobró su dinero. Para Johnny Martinho fue un buen pellizco.

—¿Cuánto?

—Ah, la mujer práctica —dijo Chen-Lhu—. Se llevó quinientos mil cruceiros.

Chen-Lhu se recostó sobre el diván. Cerró los ojos, aspirando sensualmente el incienso mezclado con el humo que surgía del centro de su mesa. «Quinientos mil», pensó. Aquello era suficiente para destruir a Johnny Martinho. Y con la colaboración de Rhin no podría fallar. Aquel blanco de Bahía se sentiría de lo más feliz aceptando a una belleza como ella. Tendrían a su alcance la cabeza de turco, el chivo expiatorio: Johnny Martinho, el capitalista, el gran señor entrenado por los yanquis.

—En Dublin se mencionaba a Martinho en la cuestión de las viñas —dijo Rhin.

—Ah, sí, las viñas… ¿Qué se dijo?

—El problema de la Piratininga. Se mencionó su nombre y el de su padre.

—Comprendo.

—Y además corren extraños rumores…

—… que encuentra siniestros.

—No…, simplemente extraños.

«Extraños», se dijo Chen-Lhu. Aquella palabra le sorprendió con una momentánea sensación de desastre, porque era como un eco del mensaje recibido desde China, el cual le había movido a requerir a Rhin. «Su extraña lentitud en resolver nuestro problema da lugar a que surjan preguntas y cuestiones muy embarazosas». La frase y la palabra empleada por Rhin parecían desgajarse del mensaje. Chen-Lhu comprendió la impaciencia contenida en aquellas palabras: el descubrimiento de la catástrofe que se abatía sobre China y que llegaría en cualquier momento. Chen-Lhu sabía quiénes desconfiarían de él a causa de los malditos hombres blancos de su linaje. Dijo a la doctora:

—«Extraños» no es la palabra idónea para describir a los bandeirantes que han vuelto a infestar las zonas Verdes.

—He oído algunas historias más bien fantásticas —repuso la joven doctora—. Laboratorios secretos de los bandeirantes, experimentos con mutaciones ilegales…

—Habrá notado que la mayor parte de los informes hablan de gigantescos insectos que proceden de los bandeirantes. Ésa es la única extrañeza a que usted se refería hace un momento.

—Es lógico —dijo ella—. Los bandeirantes se hallan frente a la línea donde podrían ocurrir tales cosas.

—Como entomóloga, seguro que no cree en tales fantásticas historias.

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