El cielo sobre Darjeeling (23 page)

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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

El frufrú nervioso de la seda al arrastrarse y el tintineo de cadenitas le hicieron levantar la vista. Nazreen, una de las mujeres mayores a su servicio, llegaba corriendo con los niños haciéndole señas.

—¡
Huzoor
ha regresado,
memsahib
! —gritó de lejos, sin aliento.

Con el corazón desbocado y un tirón de felicidad en la zona del estómago, Helena se puso en pie de un salto y echó a correr por el patio hacia la casa. Pero cuando alcanzó a Nazreen, esta le impidió el paso.

—Quiere que lo espere en el aposento de usted hasta que mande a buscarla,
memsahib
.

Por un instante, Helena creyó que la tierra se abría bajo sus pies. Miró incrédula aquel rostro moreno.

—Lo ha ordenado así —corroboró Nazreen, y había compasión en sus ojos brillantes.

Helena tragó saliva y se volvió lentamente. Cada paso le pareció infinitamente pesado, una auténtica humillación.

Hacía ya rato que los últimos rayos del sol vespertino habían desaparecido tras los muros del palacio; el breve crepúsculo se había extendido por los tejados y disipado bajo el peso de la incipiente noche. Las sombras de los murciélagos se deslizaban veloces por el aire del patio y desaparecían sin ruido en la oscuridad. Ya brillaban las primeras estrellas y Helena seguía esperando. Silencioso y solitario se encontraba el aposento en el que había pasado su noche de bodas y cuyo vacío la había hecho dormir desde entonces mal por las noches. Apenas vio que una criada entraba en el cuarto sin hacer ruido, encendía los quinqués y volvía a marcharse silenciosamente.

La brisa fría de la noche se colaba en la habitación sin mitigar el ardor de las mejillas de Helena, coloradas de indignación. Él la encontraba poco interesante, fea, no cabía duda. Entonces, ¿por qué había querido casarse con ella a toda costa?

Helena tiró con rabia de la seda fina de su sari, se despojó con impaciencia de aquellas vueltas que parecían infinitas, se desabotonó el
choli
, se puso el camisón y se dejó caer en el taburete, frente al tocador que habían traído a su cuarto. Un quinqué iluminaba suavemente el tablero de la mesa, veteado y pulido, dando al reflejo de Helena un tinte dorado. Cogió el cepillo de plata repujada y se lo pasó maquinalmente por el pelo, que enmarcaba en ondulaciones pesadas y suaves su rostro redondeado. Sus ojos brillaban al resplandor de las llamas. Por un momento se sumergió en la contemplación de sí misma antes de arrojar el cepillo sobre el tocador y levantarse de un salto.

Con su chal sobre los hombros, se apresuró a grandes zancadas por los largos pasillos débilmente iluminados e inquietantemente solitarios. Al doblar el primer recodo le salió al encuentro una criada joven, que, al verla, apretó asustada contra su cuerpo la bandeja de plata en la que llevaba los restos de una cena.


¿Huzoor kaháañ hai?
—le habló Helena en tono imperioso.

La chica, intimidada y con los ojos como platos, indicó con un gesto la puerta de madera oscura que tenía detrás.

Helena la abrió de golpe y se precipitó dentro del cuarto. Revestido de madera, con estantes llenos de libros y cubierto de alfombras gruesas, producía un efecto sombrío en aquella penumbra apenas iluminada por los quinqués y el fuego de la chimenea. Un escritorio de madera maciza ocupaba buena parte del espacio y, desde él, Ian la miró perplejo. El joven recadero, vestido con chaqueta y pantalones blancos, que acababa de hacerse cargo de varios sobres, se la quedó mirando fijamente sin disimulo, boquiabierto.

—Tjelo! —
lo despidió Ian con un gesto enérgico.

El joven se recompuso rápidamente, se inclinó respetuoso, primero ante Ian, luego ante Helena, no sin dirigir a esta algunas miradas de curiosidad con los párpados entrecerrados que hicieron sonrojar a la muchacha. Luego salió con premura y obedientemente. Ian se dejó caer en la silla de respaldo alto y se encendió un cigarrillo.

—Enhorabuena. Has hecho que se tambalee su visión del mundo. Según una creencia muy extendida en estas tierras las
memsahibs
no tienen piernas.

Avergonzada, Helena enterró los dedos de los pies en las flores rojo oscuro acampanadas de la mullida alfombra.

—Bueno, ¿qué quieres? —Ian la miró entre el humo, expectante.

Con la barbilla levantada en un gesto porfiado, Helena contestó a su mirada.

—¡Me has hecho esperar todo el día!

—Tenía cosas importantes que hacer.

Helena echó la cabeza atrás. Sus ojos echaban chispas.

—¡Yo no soy ninguna de tus chicas
nauj,
a las que haces ir y venir a tu capricho solo porque les pagas!

Las comisuras de la boca de Ian se crisparon ligeramente cuando se inclinó hacia delante para tirar la ceniza de su cigarrillo dentro de un cenicero.

—Debería prestar más atención al vocabulario que te enseña Mohan Tajid. —Se arrellanó en el asiento—. Pero la comparación no es del todo errónea. A fin de cuentas tú te has vendido a mí. De todas maneras, comparada con las bailarinas, educadas durante toda su vida para gustar a los hombres y practicar todos los capítulos del Kamasutra, resultas un poco cara.

Helena tembló de rabia apenas reprimida. Los celos la acosaron al imaginarse a Ian gozando con una chica esbelta de piel morena. Aquello convertía en una tortura cada bocanada de aire en sus pulmones.

—¡No le consiento esto a nadie! —le espetó, con lágrimas de cólera—. ¡Ni siquiera a ti!

Se dio la vuelta en tromba, pero antes de que pudiera llegar a la puerta Ian la agarró fuerte del brazo y, de un tirón, la obligó a volverse. Luchó por zafarse, pero él era más fuerte. Le levantó la barbilla y la obligó a mirarlo a la cara.

—¡Oh, ya lo creo que debes consentirlo! Esta parte de Rajputana es libre, no está bajo control inglés. Aquí rige únicamente la ley del hinduismo. ¡Nos hemos casado por el rito hinduista y, por tanto, eres de mi propiedad!

El ardor de sus ojos le dio miedo a Helena, pero el odio le dio valor. Se soltó de un tirón y levantó una mano para golpearlo, pero Ian le dobló el brazo y se lo sujetó a la espalda, maniobra que le arrancó una exclamación leve de dolor. Él se rio en voz baja.

—No te esfuerces, siempre seré más rápido que tú. —La apretó con tanta firmeza que ella podía percibir sus músculos a través de la fina vestimenta. Sin ceder un ápice en su abrazo inmovilizador, le pasó los labios con suavidad por el rostro. Helena se estremeció a su pesar.

»Admite que me has echado de menos —le susurró con los labios pegados a su piel antes de mirarla con gesto escrutador.

Silenciosa y porfiada lo miró Helena, echando chispas por los ojos, antes de que él la besara en la boca de un modo casi doloroso. Soltó un gemido sofocado al notar que se le doblaban las rodillas y supo que se había delatado. Respondió a sus besos vertiginosamente, bebió de sus labios, sedienta, exigente, casi colérica, aferrándose a él, insaciable. Abrió perpleja los ojos cuando Ian la apartó de repente. Sonreía diabólico mientras la mantenía apartada, a la distancia de sus brazos extendidos.

—Oh, no, mi pequeña Helena —susurró con voz ronca—, no voy a ponerte las cosas tan fáciles.

Le rozó la mejilla con los labios al darle las buenas noches en tono sosegado antes de dejarla plantada. Helena se quedó mirando estupefacta cómo la puerta encajaba suavemente en la cerradura.

Despertó sobresaltada. Tenía el corazón en la boca y algunos mechones de pelo pegados a sus mejillas húmedas. Miró aturdida a su alrededor. No era capaz de acordarse de cómo había llegado a su cama. Miró de reojo la otra mitad del lecho.

Las sábanas sin arrugas le confirmaron que había dormido sola otra noche más y aquel hecho activó en su memoria con toda claridad la humillación sufrida la noche anterior. La cólera se mezcló con la tribulación que la había arrancado del sueño. Solo guardaba algunas impresiones borrosas de lo que había estado soñando. Corría y corría, con la sensación de un peligro inminente, tangible pero a la vez difuso, cosa que la había atemorizado aún más. También recordaba vagamente haber avisado a Ian, pero no era capaz de decir acerca de qué. ¿O había alguien a quien tendría que haber puesto sobre aviso acerca de Ian? No podía acordarse ya...

Se dejó caer en la almohada con un hondo suspiro, entregándose a aquella sensación miserable que recorría todo su cuerpo. Solo de mala gana alzó la vista cuando se abrió la puerta y entró rápidamente una criada con la bandeja del desayuno. Tras ella iba Nazreen, que traía bien doblados los pantalones de montar y la camisa, la ropa con la que Helena había llegado a ese lugar.


Huzoor
desea salir a cabalgar con usted,
memsahib
—anunció radiante de alegría en respuesta a la mirada inquisitiva de Helena.

«Al infierno él y sus caballos», pensó sombríamente Helena, pero la idea de montar a lomos de un caballo, a cielo raso, ejercía una atracción irresistible sobre ella. Tras una corta batalla consigo misma, se tragó el orgullo junto con el té y la fruta.

Poco después caminaba a grandes zancadas por el patio hacia el portón de entrada al palacio, entre colérica y alegre por la emoción. Ian esperaba hablando y bromeando despreocupadamente con uno de los mozos de cuadras. Antes de que ella llegara junto a él se volvió. Los pantalones de montar ceñidos, las botas altas y relucientes y la chaqueta fina de color marrón contra la que se destacaba la camisa, de un blanco reluciente, realzaban su porte orgulloso y a la vez flexible.

Una brisa suave acariciaba su cabello ondulado, y los rasgos sombríos e impetuosos de su rostro se relajaron en una sonrisa. Unas ansias ardientes y un deseo torturador se dispararon por las venas de Helena. Con gesto desdeñoso se echó atrás el pelo.

—Buenos días —le espetó.

—Buenos días, Helena —repuso él con calidez, y se inclinó hacia delante para darle un beso.

Helena apartó rápidamente la cabeza. Su olor a jabón y a una discreta loción de afeitado estuvo a punto de debilitarla. Vio chispitas en los ojos de Ian antes de que añadiera:

—¿Has dormido bien?

—Espero que tú también, independientemente de en qué cama hayas pasado el resto de la noche —fue la respuesta helada de Helena, una respuesta que aún acentuó más su sonrisa.

—¡Oh, ya lo creo, he dormido perfectamente! —contestó satisfecho, para disgusto de Helena.

Dos mozos de cuadras condujeron los caballos al patio. La belleza de los dos animales, un semental negro y una yegua blanca como la nieve, dejó sin aliento a Helena, distrayéndola por el momento de su enfado y de su herido amor propio. Delgados y gráciles, con los músculos llenos de energía, no tenían nada que ver con los caballos toscos y mansos que los habían llevado hasta allí. La curvatura de sus cabezas orgullosas, las articulaciones finas y la piel reluciente delataban la sangre árabe que corría por sus venas.

—¡Qué belleza! —murmuró Helena acariciando la testuz y los ollares de la yegua con cuidado. Con prudencia y a la vez confiado, el animal miró a Helena con sus grandes ojos inteligentes y la empujó amistosamente con la cabeza.

Ian agarró la brida de manos del mozo de cuadra y acarició el costado del caballo blanco con delicadeza, con una expresión cariñosa en los ojos.

«Ojalá me mirara a mí así...», pensó Helena.

—En las historias del emir Abd al-Qadir se cuenta que Dios dijo al viento del Sur: «¡Condénsate! Quiero crear un nuevo ser a partir de ti.» —Ian hablaba en voz baja, como si hablara consigo mismo—. Con un puñado de la materia que surgió creó el primer caballo y dijo: «Te llamo “caballo”. Eres árabe y te doy el color castaño de la hormiga. Reinarás sobre los demás animales.» Después creó otros caballos a los que dio el color azabache de los cuervos, el marrón rojizo de los zorros y el color blanco como la cal de los osos polares. Luego hizo que se dispersaran las manadas y se repartieran por la Tierra. Y hasta la fecha, cada caballo lleva en sí el recuerdo del viento del sur a partir del que fue creado. —Miró a Helena y le tendió las riendas con una sonrisa difícil de interpretar.

»La yegua se llama
Shaktí,
por la faceta luminosa de la esposa de Shiva, el principio femenino. Nació en los establos de Shikhara y pasó sus primeros dos veranos en sus praderas.

El cálido aliento de Ian rozaba su mejilla y notó un escalofrío en la espalda. Se apresuró a montar. Lo detestaba porque, con unas pocas frases, una sonrisa y su cercanía hacía que su cólera se derritiera como la nieve bajo el sol de marzo.

Se volvió al oír un relincho agudo. Sin motivo aparente, el semental se había encabritado. El joven que lo llevaba de las riendas se encogía atemorizado. Ian le arrancó con decisión las riendas de la mano, pilló con habilidad el estribo y se montó sobre el caballo terco mientras los mozos de cuadra se ponían fuera del alcance de las herraduras. El animal se encabritó varias veces más y se sacudió antes de tranquilizarse, resoplando. Finalmente se dejó guiar complaciente por las exclamaciones persuasivas de Ian.

—Y ese se llama
Shiva
, claro —comentó Helena con sarcasmo.

Ian prorrumpió en una sonora carcajada.

—Exactamente. ¡Y es un verdadero diablo, tal como puedes ver!

«Igual que tú», pensó Helena frunciendo el ceño.

La mirada burlona de Ian delataba que le había adivinado el pensamiento. Se quedó mirándolo fijamente, enfurruñada. Él volvió grupas con chispitas en los ojos.

Helena se sintió aliviada cuando los omnipresentes guardas abrieron el portón y pudo concentrarse en las riendas y en guiar al animal con una ligera presión del muslo. La asombró lo sencillo que le resultaba, como si
Shaktí
presintiera lo que quería de ella antes de expresar sus intenciones con la brida. Sin embargo, percibía que bajo aquella aparente tranquilidad y dulzura de la yegua latía un natural fogoso.

El golpeteo de las herraduras sobre el suelo de piedra se convirtió en un sonido sordo cuando pisaron el pedregoso desierto; inmediatamente los caballos se pusieron a un trote ligero. El sol matinal del invierno colgaba apagado en el cielo azul pálido. El silencio reinaba sobre la tierra polvorienta de color gris amarillento, con zarzales descoloridos y algún que otro árbol nudoso. El aire era fresco, y Helena agradeció que Ian la obligara a aceptar la chaqueta de montar de manga larga. Había subestimado el frío del invierno en esa región. El paisaje era solitario hasta donde alcanzaba la vista; solo un águila ratonera, que lo sobrevolaba en círculos amplios, daba algún testimonio de vida. Espontáneamente,
Shaktí
y
Shiva
se pusieron al trote y soltaban de vez en cuando un relincho feliz al que Helena habría añadido su voz con mucho gusto, llenándose los pulmones de aquel aire nítido que olía a polvo, tierra árida, vegetación y madera secas.

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