El cielo sobre Darjeeling (10 page)

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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

Dirigió una mirada meditabunda al puro al que daba vueltas entre los dedos. Se inclinó hacia delante para depositar la ceniza en el cenicero dispuesto a tal efecto y volvió a recostarse.

—Una hija extraordinariamente guapa, aunque algo tonta. Hace no mucho tiempo hubo un pequeño escándalo con ella que no supieron ocultar bien. Un calavera le sonsacó una promesa de matrimonio y dejó plantada a esa cretina de la noche a la mañana. De una cosa así siempre acaba enterándose la gente. No hay hombre de posición y dinero que tenga interés en la porcelana tocada. La madre, próxima a la demencia, busca refugio en casa de unos parientes que los acogen de mala gana. Un revés de la fortuna como ese deja un estigma en toda la familia. Bueno, quizás ahora le sirva eso de provecho al que fue el heredero para cambiar el signo de esta historia. Ha sido una persona débil hasta ahora, que no ha hecho nada útil en su vida; tal vez el trabajo honrado y el sudor de su frente lo conviertan en un hombre de provecho.

Ian se levantó impulsivamente, se acercó a Helena y la miró a los ojos. El corsé se le clavó en las costillas al alzarse y contraerse su tórax con rapidez.

—No me mires con esa cara de susto. Tendría que darte cierta satisfacción después de todo lo que te hizo esa familia. Retén esto bien en la memoria: al final, todos recibimos lo que nos merecemos. —Sin esperar una réplica por su parte, se volvió y abandonó el salón.

Sus palabras, frías y distantes, le dieron miedo. Pero aún más lo que había percibido en sus ojos: un placer cruel y una satisfacción glacial.

Aquella tarde Helena no conseguía concentrarse en los lazos y arabescos con el extremo superior rematado por una línea recta, formando palabras como ribetes de la hoja de papel, que eran las consonantes y vocales del hindi. Le parecían vallas de hierro forjado, inexpugnables, un símbolo de la opresora soledad y el miedo en el que estaba atrapada. Solo la calma que emanaba del uniforme flujo sonoro de la voz de Mohan Tajid, que combinaba palabras en inglés y en hindustaní, la arrancaba de sus vacuos pensamientos. Levantó la vista con gesto de culpa, pero no vio crítica alguna en los ojos oscuros del hombre.

La estaba mirando, pensativo.

—Usted no es feliz aquí.

A su pesar, las lágrimas le inundaron los ojos. Helena trató en vano de retenerlas.

—¿Cómo iba a serlo?

El hindú frunció las cejas oscuras.

—Yo estaba en contra de este matrimonio, pero no pude evitarlo. No hay nada que hacer cuando a Ian Neville algo se le mete en la cabeza. Tiene la fuerza de voluntad de un guerrero, una voluntad de acero y cortante como una espada forjada y templada en sangre.

A pesar de que a Helena estas palabras le dieron escalofríos, el orgullo y la admiración que había en los ojos de Tajid le picaron la curiosidad.

—¿Lo conoce desde hace mucho tiempo?

Una sonrisa apareció en los ojos de Mohan Tajid.

—De toda la vida, y más.

—¿Cómo...? —Se le quebró la voz bajo el peso de la desdicha—. ¿Cómo es capaz de soportarlo? —La mirada de Mohan Tajid se perdió más allá del brillo claro del quinqué.

—Porque me vincula a él algo que va más allá de lo insignificantes que somos como seres humanos. Usted lo llamaría destino, en mi tierra lo llamamos karma. Es algo tan poderoso que he llegado al extremo de poner en peligro incluso mi alma inmortal como hindú cometiendo la imperdonable falta de viajar con él por el
kalapani
, por el mar. —Se la quedó mirando fijamente—. Cuando conozca usted la India, conocerá el fondo de su alma. Comprenderá entonces muchas de las cosas que hoy le parecen incomprensibles.

El enigma que le planteaba con esas palabras le pareció irresoluble. La confusión se le notaba claramente en la cara. La ternura dulcificó el semblante oscuro de Tajid.

—Tenga paciencia. A fin de cuentas estoy contento de que sea precisamente usted la que está a su lado. Quizá consiga usted... —Como si se hubiera dado cuenta de que estaba a punto de traspasar un límite peligroso, enmudeció y apartó la mirada. Inspiró hondo y se rehízo—. Terminamos la lección por hoy, ya es la hora. El señor Neville me ha pedido que la envíe arriba después de la clase para que pueda arreglarse para esta noche.

Se levantó con determinación, dejando a Helena en un estado de confusión que se posó sobre ella como una carga opresiva que le dificultaba la respiración.

—Gracias, Ralph. —El mayordomo realizó una breve reverencia y a continuación cerró tras de sí con suavidad la puerta del cuarto de estudio. La habitación, con artesonado oscuro, se hallaba sumida en la penumbra crepuscular; el brillo débil de la farola de la calle, frente a la ventana, y la luz del quinqué colocado encima del gran escritorio no llegaban a iluminarla suficientemente.

—¿Me ha mandado usted llamar, señor? —Margaret realizó una profunda reverencia.

Ian Neville se arrellanó en el sillón y desapareció casi por completo en la penumbra del cuarto que cercaba el resplandor del quinqué. En el oscuro y reluciente tablero del escritorio había unos cuantos papeles; todo estaba tan ordenado como si hiciera semanas que no se trabajaba allí.

—Necesito su ayuda, señora Brown. Antes de marcharnos de Londres dentro de unos días tengo que cumplir al menos con una obligación social. He aceptado la invitación al baile de lord y lady Chesterton. Quiero que mi esposa esté lo más guapa posible y confío para tal cosa en el gusto de usted y en su saber. Como es natural, Jane la ayudará si así lo desea. He pensado que con dos horas debería bastar.

—Por supuesto, señor. —Margaret insinuó otra reverencia—. ¿Ha pensado usted en algún...?

—El rojo.

—¡Pero, señor... nosotras... digo, Helena todavía está de luto!

Ian se levantó, sacó un cigarrillo de la pitillera de plata y lo encendió.

—No creo que tengan ustedes en realidad ningún motivo para llorar la muerte del señor Lawrence. A fin de cuentas, fue más bien una liberación para los tres, así que ya basta de teatro. Ese luto no es otra cosa que mojigatería.

Margaret se quedó de piedra por su insensibilidad y su falta de piedad, pero se mordió la lengua y bajó la vista. Hubo una pausa antes de que ella decidiera finalmente abordar el asunto que la tenía en vilo desde hacía algún tiempo.

—Hasta el momento no hemos hablado al respecto, señor, pero... doy por sentado que acompañaré a Helena a la India.

Ian la miró con atención a través del humo de su cigarrillo.

—Me había imaginado que tendría usted intención de hacerlo. —Dio una calada más y expulsó el humo ruidosamente—. Pero no, ni hablar.

—No voy a dejar que mi niña...

Él se apoyó indolente en el canto del escritorio.

—Señora Brown, su sentido del deber y su dedicación a mi esposa la honran, pero no se imagina cómo es esa tierra.

—Señor, en su momento estuve con la madre de Helena en...

—La India no es Italia, ni tampoco Grecia. Si piensa usted que allí soportó verdadero calor, me veo forzado a corregirla. En Darjeeling el clima es agradable, pero el trayecto hasta allí es muy largo. No tiene ni idea del calor abrasador de las estepas y desiertos, donde resulta fatigoso incluso el solo hecho de respirar, por no hablar de los insectos, las serpientes y los escorpiones venenosos que pululan en grandes cantidades, ni del cólera, ni de las fiebres. Los cementerios de Calcuta y de Madrás están llenos de europeos que murieron antes de cumplir los cuarenta años. Con todos mis respetos, señora Brown, conozco la India, nací allí y he pasado prácticamente toda mi vida en ella. Usted es demasiado mayor y no posee la necesaria resistencia.

Margaret se irguió, con las mejillas encendidas de rabia y orgullo herido.

—¿Y quiere que deje a Helena y a Jason en esas tierras tan tranquila, es eso? ¿Sabe usted acaso lo que me está exigiendo?

—El viaje será lo más agradable posible para los dos. Desde Bombay viajaremos en mi propio vagón del ferrocarril hasta Jaipur. Desde allí haremos una excursión a caballo hacia el interior de Rajputana, donde... quiero visitar a unos amigos. Desde Jaipur volveremos a tomar el ferrocarril para ir hacia el este, pasando por Agra y Allahabad hasta llegar a Siliguri. La última etapa será la más agotadora, ya que Darjeeling no tiene ninguna conexión directa desde el oeste con la línea del ferrocarril y, como tenemos que llegar como muy tarde a comienzos de abril para la cosecha, tendremos que usar de nuevo el caballo como medio de transporte. Mohan Tajid se ocupará del bienestar de Jason. Ya conoce usted a Mohan, y le aseguro que nadie conoce esas tierras como él. Ni siquiera yo —añadió con una leve sonrisa.

Frunció el ceño y echó mano de un escrito que estaba encima de un montoncito de papeles.

—Por cierto, aquí tengo la confirmación del director de la escuela de San Pablo, en Darjeeling, sobre la matrícula de Jason para el próximo trimestre. San Pablo tiene fama de dar una educación conforme al modelo de las mejores escuelas privadas británicas. Considero conveniente que viva en el centro, por lo menos en los primeros tiempos, y que solo venga los fines de semana a nuestra casa de la plantación. De esta manera encontrará compañía, se integrará más rápidamente y podrá ahorrarse el largo camino a casa todos los días.

—¿Y Helena? ¿Qué ocurre con Helena? Es una mujer y...

Ian echó la cabeza hacia atrás con una carcajada.

—Me olvidaba... ¡El sexo débil! —La miró divertido—. Convendrá usted conmigo sin duda en que a la mujer a la que menos se ajusta esa expresión es a Helena precisamente. —De pronto se puso serio de nuevo—. Un león reconoce a una leona a primera vista. No tiene usted por qué preocuparse por ella, de verdad se lo digo. —La miró fijamente—. Conmigo está en buenas manos, créame.

Su voz había adquirido una calidez que Margaret no le había escuchado todavía, que ni siquiera esperaba de él, incalificable pero que la llevaba a creer lo que decía. A su pesar se entregó a una sensación de alivio infinito y al mismo tiempo humillante.

—¡Jamás!

—Helena, por favor, él ha decidido que sea éste...

—¡Que no y mil veces no! Estoy de luto. No voy a ponerme este... este...

—¿Molesto?

Ian estaba apoyado en el marco de la puerta, indolente, mirando alternativamente con gesto divertido a Margaret y a Helena. El vehemente intercambio verbal que habían mantenido se oía desde el pasillo. Jane, en silencio en un rincón de la habitación, realizó una profunda reverencia. Margaret estaba consternada y desesperada; Helena echaba chispas por los ojos y tenía las mejillas rojas como la grana por la cólera. Con esa rabia dentro se olvidó de todo comedimiento y se acercó en tromba a Ian; los delicados volantes de su bata nueva azul turquesa se arremolinaron. La melena suelta y todavía húmeda flotaba tras ella.

—¡Demonio de hombre! ¿Cómo puedes ser capaz de exigirme que me ponga este modelito pecaminoso? ¡Qué horror! Por lo visto no te importa nada que yo esté todavía de luto. ¡Carámbano insidioso...!

—Jane, señora Brown, déjennos unos instantes a solas, por favor. —La voz de Ian cortó en seco el torrente de palabras de Helena, actuando como un muro de contención.

Apenas cerraron la puerta tras de sí las dos mujeres, Ian la agarró con fuerza del brazo antes de que ella pudiera tomar aire de nuevo.

—¡No tolero que me vengas con tales numeritos delante del servicio! ¡Cuando estemos a solas puedes ponerme lo verde que quieras, pero mientras esté el personal presente, tienes que controlarte como es debido!

—Suéltame —le espetó Helena, con la cara rojísima de la vergüenza de recibir de él una reprimenda como una niña tonta, y también de la rabia que sentía. Luchaba con todas sus fuerzas por liberarse de su garra, pero él aumentó la presión e incluso la atrajo más cerca de él y se la quedó mirando fijamente a la cara, sin moverse.

—¡Olvidas que yo soy aquí el señor de la casa, y tú, como esposa mía, tienes que obedecerme! ¡Solo yo tengo la palabra, por lo menos hasta que dejes de comportarte como una niña tonta y malcriada!

—Sí, soy tu esposa, a la fuerza, ¡pero eso no quiere decir ni mucho menos que sea de tu propiedad! ¡No puedes exigirme que me presente vestida así, con ese vestido! ¡No!

Ian la estudió largamente. Su mirada la dejó sin habla. Le costaba respirar. Esta vez, sin embargo, fue capaz de hacerle frente con firmeza, empleando todas sus fuerzas.

—Es un vestido pecaminoso —dijo él finalmente en voz baja—, te doy la razón. Pero tú tampoco eres una interna de un colegio de monjas, todo menos eso. Así que trata de no fingir.

Ella echó la cabeza atrás y comenzó a darle golpes con la mano libre.

—Suéltame ahora mismo, canalla, maldito bastardo, yo...

Él le giró la cara de un bofetón. La cara le ardía de dolor cuando cayó en la cama, donde estaba extendido en todo su esplendor el rojo motivo de la discordia.

Incrédula, se palpó la mejilla ardiente y levantó la vista hacia Ian. Vio su imagen borrosa por el torrente de lágrimas.

—No vuelvas a llamarme bastardo nunca más. Nunca más —le dijo él entre dientes, con aspereza, de un modo que hizo que Helena se estremeciera con un violento escalofrío. En la puerta se volvió de nuevo—. Te envío a Margaret y a Jane. Dentro de dos horas quiero que estés presentable —le ordenó con frialdad, y cerró de un portazo.

Richard Carter se aburría, pero eso no era nada nuevo. A fin de cuentas, no estaba allí por diversión, sino para ahondar en los contactos de negocios existentes y para trabar nuevas relaciones. Le fastidiaban las superficiales rencillas, la charla insulsa de los arrogantes caballeros y de sus damas acicaladas y estúpidas. Esa noche había hecho ya su primera ronda: estrechando manos, manteniendo conversaciones insustanciales sobre el tiempo, la política actual y la situación económica. En aquel momento estaba buscando con la vista a algún que otro cliente con el que mereciera la pena tener una conversación más profunda conducente a un lucrativo acuerdo final tras algunas copitas de whisky de malta escocés. Salió a la galería y miró a la gente congregada abajo, cuyas voces, como el zumbido de una colmena, llenaban la sala de baile iluminada. Llegaba hasta él el sonido ascendiente y descendiente de las risas mientras dejaba vagar su mirada por los elegantes vestidos de noche de color malva, verde esmeralda, amarillo pálido y azul; por aquellos escotes ribeteados de encaje y adornados con joyas; por los abanicos aleteantes; por el contraste entre el blanco y el negro de los fraques de los caballeros y, repartidas aquí y allá, alguna que otra guerrera roja galoneada en oro. Su mirada quedó prendida en una figura situada en un lateral de la sala e involuntariamente sus manos agarraron fuertemente la barandilla.

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