El cielo sobre Darjeeling (6 page)

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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

—Es cierto. Pero quiero que me importe un poco. Mire, usted —dijo, frunciendo el ceño—, no soy persona de escasos bienes, y cabría la posibilidad de que le facilitara a usted unos ingresos aceptables. Su hermano recibiría la mejor formación que se puede comprar con dinero y la señora Brown podría acogerse por fin a su merecida jubilación y retirarse a esta casa, si ese es su deseo, de cuyas reformas y mantenimiento me ocuparía yo, como es natural.

Helena necesitó algunos latidos de su corazón para asimilar aquella oferta en toda su extensión. Flotaba algo en el aire todavía por decir que le inspiraba desconfianza, a la vista de una generosidad que prometía su salvación y el cumplimiento de todos sus deseos.

—¿Y qué...? —Tragó saliva, presintiendo ya cuál iba a ser la respuesta—. ¿Qué quiere usted a cambio?

—A usted.

En el silencio que siguió, el tictac de los dos relojes sonó estridente en las campanas de cristal, con un ritmo agresivo.

—Dicho sea para evitar malentendidos: abrigo intenciones del todo honorables.

Helena se sobresaltó cuando la voz de él cortó el silencio.

—Confieso que encuentro cada vez más pesadas esas señoras que me apremian a casarme con ellas o con sus hijas o sobrinas. La India no es lugar para señoras que se echan a llorar cuando descubren una mosca en la pared.

—La India... —se le escapó a Helena con voz ronca.

—Darjeeling, al pie del Himalaya —precisó Neville—. Necesito a una mujer lo suficientemente fuerte y autónoma para llevar una plantación conmigo. Tiene que saber cabalgar perfectamente, ser lo suficientemente inteligente para aprender las lenguas indígenas, capaz de hacerse cargo de la casa y, quizá, de alguna que otra visita no excesivamente aburrida. —Hizo una pequeña pausa—. Le ofrezco aquí formalmente que se convierta usted en mi esposa.

Helena sacudió la cabeza en señal de rechazo, sin decir nada.

—¿Qué le molesta a usted? ¿Que no trate de engatusarla con ramos de flores y bombones? ¿Que no le haga llegar ninguna nota romántica diciéndole que me muero por su belleza y su virtud antes de caer rendido de rodillas a sus pies? —Alzó una ceja divertido antes de volverse de nuevo reservado e impenetrable—. Mire... Yo defiendo la opinión de que los matrimonios concertados, sin pasión, son mejores y más duraderos que aquellos en los que el entusiasmo ciego desemboca con el tiempo en decepción e indiferencia, o incluso en los que el enamoramiento acaba en locura. Admito mis pretensiones, pero estoy dispuesto a intentarlo con usted.

—Dice que está usted dispuesto... —A Helena casi se le atragantaron las palabras en vista de su arrogancia—. ¿Por quién me toma usted? ¡No me puede comprar como si fuera un objeto cualquiera!

—Cada persona tiene su precio, señorita Lawrence; usted también. Usted se encuentra realmente en una situación extremadamente delicada y le convendría no subir en exceso ese precio.

—¡No tengo que negociar nada, y menos con usted!

Neville se levantó, imperturbable. Se detuvo frente a Helena, pegado a su cuerpo, tan cerca que ella percibía su calidez, el agradable aroma del jabón. De cerca sus ojos parecían no tener fondo, temía perderse irremediablemente en ellos si los miraba profundamente. Una vez más, Helena se vio obligada a apartar los suyos.

—Le he hecho una oferta sincera —dijo él en voz baja, y su aliento, que olía ligeramente a tabaco, le acarició las mejillas—, y le doy veinticuatro horas para decidirse. Pero se lo advierto: por regla general obtengo todo cuanto quiero. No se emperre en resistirse. Se meterá usted en un juego que no puede ganar.

La cercanía de su cuerpo confundía a Helena aún más que sus palabras. El miedo, la rabia, el pudor y algo... sin nombre, desconocido, recorrían su cuerpo. De nuevo optó por atacar.

—¡Salga de aquí, márchese!

Más que verlo, percibió cómo se alejaba de ella apresuradamente hacia la puerta.

—Veinticuatro horas —le oyó decir a su espalda—. Si ya está barajando la idea de venderse, yo soy con toda seguridad el mejor postor.

Helena agarró una taza y la arrojó en dirección a la voz de Neville. La taza chocó estrepitosamente en el marco de la puerta y se hizo añicos. El té frío se derramó en el suelo dejando regueros finos, como de lágrimas.

De Neville, ni rastro.

Absorto en sus pensamientos deambulaba dos días más tarde sir Henry Claydon, rechoncho y de rostro rubicundo, por los amplios pasillos de la casa señorial de Oakesley. Había sido construida a principios del siglo anterior con la misma roca granítica de Cornualles que las casas de campo de sus arrendatarios; su magnífico estilo arquitectónico, sin embargo, no dejaba duda alguna respecto al linaje y la fortuna de sus propietarios.

Una animada música de piano burbujeaba por los pasillos como el champán; las risas y los comentarios entre una dama joven y un caballero, tan armoniosos como si el mismísimo Chopin los hubiera incluido en su partitura, hacían vibrar de despreocupación los nobles muros de la casa.

La cosecha de aquel año había vuelto a ser mala y los arrendatarios habían empezado a quejarse de que su señor invertía muy poco en maquinaria y de que, por esa razón, el rendimiento seguía siendo escaso; uno o dos de ellos habían dicho que lo dejarían al final de ese mismo año económico y que, o bien se mudarían al sur a trabajar en una de las pocas minas de estaño que seguían siendo productivas o a la gran ciudad a buscar suerte y, sobre todo, la posibilidad de ganarse el sustento en las fábricas ruidosas que tiznaban de hollín el cielo.

Sir Henry contemplaba meditabundo la gruesa alfombra bajo sus zapatos hechos a medida; los tapices decorados con escenas de caza y los paisajes pintados al óleo demoraban sus pasos. Los candelabros de plata relucientes, sin mácula, y la madera lustrada de las cómodas y las mesitas de centro subrayaban la atmósfera aristocrática de aquella casa señorial. Un escenario para una riqueza perdida hacía ya mucho tiempo. ¿Adónde habría ido a parar todo aquel dinero? Él no lo sabía.

Se encaminó mecánicamente hacia el lugar de donde procedían la música y las voces. Sin embargo, no era el primero que se había sentido atraído por ellas. Uno de los batientes de la puerta estaba abierto; a la sombra del otro vio a su esposa, a la que sentaba de maravilla la moda moderna de los vestidos muy ceñidos. Estaba de pie, escuchando atentamente para que no se le escapara ni una palabra, ni la más leve emoción de ninguna de las dos voces.

—Sofia... —le susurró, tan bajo que apenas se le oía, disgustado por el hecho de haber sorprendido a su esposa en la misma indiscreción que él mismo había estado a punto de cometer.

Lady Sofia no había sido nunca una belleza; su perfil se asemejaba demasiado al de un ave rapaz. Sin embargo, en sus ojos ardía siempre un fuego que, aunque criticado por ser impropio de una dama, conquistaba a los hombres y daba fe de su energía irrefrenable. Sus dos hijos habían heredado lo mejor de ella: su esbeltez, los ojos gris claro, la abundante cabellera negra de brillo azulado, la tez de porcelana.

Era con aquella energía suya precisamente con lo que había sabido ganar para su causa al maduro coronel Henry Claydon, once años mayor que ella. Eso había sido en Calcuta, hacía más de veinte años. Había odiado la India desde el primer día en que sus padres la habían mandado llamar y se había visto obligada a dejar la seguridad del internado para hijas de oficiales del Ejército, ubicado en uno de los barrios más distinguidos de Londres. Había odiado el calor, el polvo, la suciedad y la gente.

Cada domingo, en misa, daba las gracias al Señor por su infinita gracia: por haber hecho posible que ella consiguiera, contra todo pronóstico, a sir Henry, mayor y sin hijos. Estaba también orgullosa de sí misma por haber elegido marido con tanta habilidad. Ser la esposa de un coronel estaba muy bien, más tratándose de un coronel que había hecho tantos méritos durante la rebelión hindú de 1857 como era el suyo. Lady Sofia seguía considerando una afrenta personal la insurrección en la que aquellos morenos desagradecidos e impíos habían mordido la mano bienhechora de los británicos que los alimentaba, a pesar de que, exceptuando por la ausencia de su consorte, no se había enterado de aquellos sucesos. Pero aún mejor que ser la señora de una hacienda como Oakesley era tener un título. Entusiasmada había viajado hasta allí hacía dieciséis años, dispuesta a llevar la casa señorial con mano férrea y educar a su hijo, que tenía tres años por aquel entonces, como heredero de su fortuna y de sus tierras. Cada noche rezaba fervorosamente para que la criatura que estaba creciendo en su vientre por entonces fuera una niña, de una belleza y un atractivo tales que llegara a ser un excelente partido. Y, tal como correspondía a un Dios indulgente como el suyo, este respondió a su ruego.

Lady Sofia se volvió hacia su esposo con un dedo en los labios.

—Pedirá su mano esta semana, ya verás —le susurró con una sonrisa que apenas iluminó sus duros rasgos—. Tomemos una taza de té porque así sea.

Con sus pelucas empolvadas, los antepasados de la familia Claydon observaban desde sus anchos marcos dorados; de tanta raigambre que el terreno en el que vivían era de su propiedad y podían legarlo en herencia a sus descendientes, cuando, por tradición, las tierras del condado pertenecían casi exclusivamente al príncipe de Gales; las fincas solo podían arrendarse como máximo cien años y, en la comarca, solo eran de propiedad privada la casa señorial de Oakesley y la diminuta mancha de World’s End, antiguamente parte de la finca y escindida de ella hacía tiempo por un litigio hereditario.

Con aire de satisfacción, los antepasados examinaban a la pareja sentada en los asientos de patas de madera noble y tapicería de chintz rojo vino. En las finas mesitas y la repisa de la chimenea de mármol blanco había bibelots y maravillas de la relojería repartidas con gusto, suficientes para subrayar la importancia de la casa pero no tan abundantes como para que el efecto fuera recargado. Las altas ventanas permitían contemplar sin obstáculos el parque, con sus amplias zonas verdes y sus viejos robles, más antiguos que la misma casa y que habían dado su nombre a la propiedad, cuyas ramas desnudas se perdían en la niebla de noviembre que colgaba espesa sobre la casa señorial de Oakesley.

—¿Qué te lleva a pensar en una petición de mano por su parte? —murmuró sir Henry detrás de su taza; el vapor le humedecía agradablemente la barba cana. Aquel aroma suave trajo consigo recuerdos de tierras abrasadas por el sol y de noches de bochorno a orillas del Ganges, de fuegos de estiércol y aroma de mangos maduros; recuerdos que suscitaban en él una nostalgia punzante, una huella del pesar por aquello a lo que había tenido que renunciar a cambio de un título y una propiedad.

—Le veo atrapado desde hace tiempo en la red de sus encantos. —Lady Sofia hizo una seña al criado de librea para que añadiera nata a su té. Sin una palabra de agradecimiento, volvió a tomar su taza.

Sir Henry dio un buen sorbo y disfrutó del sabor puro del té, una delicada flor que él jamás aplastaba con el denso dulzor de la nata, en todo caso reforzaba su aroma con unas gotas de limón, dependiendo de la variedad y de la cosecha. Aquel líquido aromático regaba la nostalgia agridulce y la arrastraba garganta abajo.

—No estoy muy seguro de si debería dar por buena una relación así —dijo, al cabo de esos breves instantes de disfrute—. Pese al respeto que siento por nuestro invitado, tengo que señalar que sabemos muy poco acerca de él. Demasiado poco para confiarle a nuestra hija con tranquilidad. No me gusta lo que se dice por ahí de él. No es solo el hecho de que no posee ningún título; además, su ascendencia es un completo misterio.

—A un caballero como él le está muy bien no malgastar demasiadas palabras sobre su origen.

En las sienes de sir Henry comenzó a latir una vena.

—¿Y qué me dices de los innumerables líos con mujeres que se le atribuyen, de las tremendas orgías en diversos clubes con alcohol y juego? ¿Qué hay los rumores de que ya ha matado a un hombre en un lance de honor?

Lady Sofia bajó la mirada. Suave pero inexorablemente, repuso:

—No vas a negar ahora que resulta de provecho que vosotros, los hombres, os desfoguéis antes de acceder al estado sagrado e indisoluble del matrimonio. —Dirigió una mirada muy significativa a sir Henry, quien no pudo menos que bajar la vista a su vez—. Neville está a punto de celebrar su trigésimo segundo aniversario, tiene contados sus días de golfo, créeme, Amelia se encargará de que sea así. Puede que no tenga ningún título —añadió con dureza—, pero tiene dinero, mucho dinero, y tú deberías haberte enterado entretanto de que son otros tiempos y de que no podemos permitirnos dejar escapar una oportunidad así.

En el silencio que siguió, cada cual quedó absorto en sus propios pensamientos. Sir Henry cavilaba sobre el escrito que su huésped había recibido hacía algunos días y que se había dejado olvidado en el salón del desayuno. Tal como era su obligación como padre de Amelia, le había echado un vistazo y se había felicitado por la idea genial de haber aceptado inmediatamente por telégrafo un empréstito sobre la propiedad, y de haber invertido en ese negocio tan lucrativo que a Neville parecía interesarle tan poco y cuyo cierre le había sido confirmado ese mismo día por mensajero.

Dejó la taza en el platillo.

—La pequeña Lawrence me ha visitado esta mañana.

—¿Qué quería? ¿Pedir limosna?

—Ha venido a rogarme una moratoria de su deuda, hasta que encuentre un trabajo y pueda pagarla a plazos.

—¿Encontrar trabajo? —Lady Sofia soltó una carcajada—. ¿Cómo va a conseguirlo? No sabe nada, absolutamente nada, porque ese viejo iluso no permitió a sus hijos ir a la escuela. ¡No los dejaba siquiera ir a la iglesia! Ir a la fábrica a cambio de un sueldo de miseria, sí, eso sí que sabrá hacerlo, pero apenas le quedará nada.

Su esposo se acodó en los brazos del asiento y, con aire pensativo, juntó las manos y apoyó en ellas su incipiente papada. Estaba claro que sabía que la suma que en su momento le había pedido Arthur Lawrence estaba muy por encima del valor de la finca. Pero sintió compasión por aquel hombre apesadumbrado y no tuvo coraje para regatear la suma con él, a pesar de que no contaba con volver a ver el dinero.

—La habría ayudado con gusto. Pero ayer, después de la cena, Ian me hizo la oferta de sufragar los pagarés de los Lawrence a un precio muy bueno. Yo acepté, naturalmente, aunque no tengo ni la más remota idea de los planes que alberga respecto a esa finca.

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