El cielo sobre Darjeeling (2 page)

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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

1

Cornualles, noviembre de 1876

Su vestido de tela negra rígida se deslizaba susurrante por el suelo de madera desgastada, y el eco de sus tacones bajos le resultaba desagradablemente molesto. Se detuvo un instante ante la puerta a la que la habían conducido sus pasos como para hacer acopio de valor y luego inspiró profundamente y notó en la mano el frío metal manchado del pomo de la puerta. Las incontables motas de polvo que se arremolinaron cuando la abrió bailaron en los pálidos rayos de luz que entraban por la angosta ventana de la habitación, en cuyo centro había un vetusto escritorio y una silla tapizada de piel cuyo relleno empezaba a asomar por las grietas del cuero. Los montones torcidos de papeles apilados y las plumas rotas y sucias de tinta indicaban que allí se había estado trabajando hasta hacía no demasiado tiempo. Hasta la viga del techo ennegrecida de hollín, las cuatro paredes estaban forradas de libros que olían a moho, descoloridos y llenos de marcas, apretujados: obras de Platón y Aristóteles, Plutarco y Homero, de muchas de las cuales había varias ediciones; escritos de arqueología, filosofía, retórica y gramática. En algún momento, las estanterías de sencillas tablas se habían quedado cortas y los libros habían seguido acumulándose en el suelo, pegados a las patas del escritorio, y creciendo en pilas con alarmante inclinación que iban invadiendo la habitación.

El santuario de su padre.

Tomó la senda que recorría aquella jungla de erudición. Encima del bosque de papeles había un volumen releído con las páginas rasgadas y amarillentas. Tenía un pasaje en letra pequeña marcado. Quizás había sido la última lectura de su padre.

Canción – A Celia

Ven, Celia mía, demos muestras,

mientras podamos, de las delicias del amor.

El tiempo no será nuestro para siempre.

Él bifurcará nuestro destino común,

así que no malgastes sus obsequios.

Los soles que se ponen

puede que vuelvan otra vez a salir,

pero, si perdemos algún día esta luz,

viviremos entonces una noche eterna.

B
EN
J
ONSON

A través del cristal combado miró hacia abajo el ralo paisaje de la costa, que producía un efecto de desnudez. La playa brillaba plateada a la luz mortecina de aquel día de noviembre y parecía agazapada contra el ímpetu de las olas que en ella rompían.

—El señor Wilson está esperando abajo.

Helena no reaccionó al oír aquello. Tampoco parecía haberse percatado de la llegada de Margaret.

—Nunca me llamó la atención que se sentara siempre de espaldas al mar —susurró.

Edward Wilson, uno de los hijos del bufete de abogados Wilson & Sons, de Chancery Lane, Londres, echó un vistazo despectivo a aquella habitación que en otro tiempo quizás hubieran llamado salón. Como el resto de la casa, parecía haber vivido mejores tiempos. La madera de los muebles, muy pasados de moda, se había oscurecido con los años y tenía arañazos; las fundas, de tonos pastel, tenían un aspecto apagado y más de un remiendo bastante burdo. Saltaba a la vista que no se consideraba que valieran la pena esas labores.

World’s End, ¡qué nombre tan apropiado para aquel pedazo de tierra dejado de la mano de Dios! Wilson ya empezaba a creer que el cochero se había equivocado de camino o que tenía intención de entregarlo a una banda de ladrones en aquellos parajes intransitables cuando apareció la casa semiderruida, gris, como los abruptos acantilados que coronaba, y desprotegida del intenso viento que soplaba desde el agitado mar. Las colinas, exuberantes en el interior del país, parecían allí haberse quedado en los huesos; incluso la valeriana, que brotaba como la mala hierba en esas tierras, crecía raquítica en aquel suelo árido. Si tal como se decía, el rey Arturo reunía a los caballeros de su mesa redonda más al norte, en el castillo de Tintagel, aquella parte de la costa no quedaba sin duda dentro de las fronteras de su reino. Daba la sensación de que más allá empezara el fin del mundo. Solitaria e inhóspita, aquella tierra era como un último puesto avanzado del imperio Británico en la frontera y, además, un frío infierno húmedo. No era lugar en el que pudiera medrar una persona sana, normal y sensible más allá de lo estrictamente necesario, pero Arthur Lawrence, al parecer, ya no era el mismo en sus últimos años. La semana anterior el Señor lo había redimido finalmente de sus sufrimientos terrenales, así que había recaído en él la ingrata tarea de administrar la exigua herencia. Wilson resoplaba despectivo, mesándose el bigote descolorido.

Se detuvo ante una pintura de gran tamaño que, por sus intensos tonos azules y su blanco radiante, captaba de inmediato la atención de cualquiera que entrara en la habitación; incluso parecía absorber la escasa luz que penetraba en ella. Cuando la miraba, tenía uno la impresión de estar en aquella terraza, sintiendo el sol en la piel. Sentada en el banco de mármol frío y jaspeado había una mujer con aspecto de madona pero seductora en su inocencia. El pintor había captado magistralmente el resplandor claro de su piel; casi se intuía el pulso de la sangre por sus venas o uno esperaba una mirada de sus ojos, que parecían hechos de la misma materia que el mar que tenía detrás. Sin embargo, miraba fijamente el ramillete de anémonas púrpura y rosa que tenía a sus pies. El mensaje del cuadro era enigmático. En el fondo quizá se tratara únicamente de una especie de homenaje: la glorificación de una belleza peculiar. Wilson empezó a intuir que Arthur Lawrence tenía que haberla amado hasta la locura.

¡Qué prometedores fueron en su momento los comienzos! Siete años habían pasado en las tierras del sur antes de regresar el mes de septiembre de 1864 a Londres, una ciudad que les dispensó una cálida bienvenida. Los cuadros de Arthur Lawrence, esos paisajes impregnados de sol, esas escenas de historia antigua y mitología, de una vivacidad manifiesta, eran muy codiciados, y no en menor medida también lo eran el artista temperamental, que despedía chispas de encanto, y su esposa, de una belleza élfica. Los anfitriones se desvivían por aderezar sus veladas y sus cenas con la joven pareja envuelta en un halo de aventura y bohemia. Olvidado estaba el escándalo que años atrás había conmovido a la sociedad, cuando el profesor de dibujo, de baja extracción social, se escapó con la hija menor del juez, sir Charles Chadwick, y, en Gretna Green, una aldea escocesa de la frontera, los casó en plena noche el juez de paz de la localidad, herrero de profesión. Hasta las miradas más críticas de las damas que velaban diligentemente por la virtud y la decencia se enternecieron cuando Celia llegó a una reunión para tomar el té y relatar hábilmente sus «circunstancias» con un chal magnífico de seda estampada y llevando a su hija pequeña de la mano, con zapatitos de charol, un vestidito de volantes y los brillantes rizos sujetos por lazos de satén. Arthur Lawrence iba camino del estrellato en el cielo de los artistas. Sin embargo, la fama le duró apenas cinco meses antes de que los dioses le dieran la espalda.

El ruido de la puerta hizo que Edward Wilson se diera la vuelta. Margaret, el genio tutelar de aquella triste casa, de baja estatura y oscura como los naturales de ese condado, ya muy cerca de los sesenta años, hizo una reverencia y se apartó. En el umbral apareció una esbelta muchacha.

Sin poder evitarlo, Wilson miró alternativamente el cuadro y a la hija de Celia, escrutando el parecido. Helena era más delgada, más angulosa, pero también más alta que su madre. Tenía una mata rebelde de cabello ondulado rubio como la miel que, dependiendo de cómo incidía en él la luz, adquiría un tinte rojizo. Aquella melena se resistía a todos los intentos por domeñarla y, suelta, le llegaba hasta la cintura. El luto no la favorecía y marcaba en su rostro con dureza y rigor los rasgos heredados de su madre. Solo de sus ojos podía decirse que eran bellos de verdad. Los tenía grandes, extraordinarios, de un azul verdoso que recordaba el mar del sur, y miraba con ellos el mundo aparentemente sin temor, pero creando una distancia que parecía insalvable.

—Sé que no me parezco a ella —dijo, arrancando de sus pensamientos a Wilson con su voz clara y fresca—; pero no creo que sea ese el motivo de su visita.

El rubor encendió las mejillas de Wilson.

—¿No vamos a sentarnos primero? —propuso, esforzándose por parecer jovial e indicando con un gesto los tres sillones bajos. Sin decir más se sentó y comenzó a apilar de nuevo los documentos y las notas que había esparcido sobre la mesita del té para parecer diligente. Con el rabillo del ojo vio que Helena se sentaba e invitaba a Margaret a hacerlo.

—Margaret, por favor, ¿podría usted...?

—La señora Brown forma parte de nuestra familia desde hace mucho tiempo y tiene todo el derecho a estar aquí presente —lo interrumpió Helena con voz cortante, alzando desafiante la barbilla, en la que se insinuaba un hoyuelo.

—Bueno —comenzó a decir el abogado—, como usted sin duda ya sabe, me incumbe a mí la tarea de revisar la herencia de su difunto señor padre y de entregársela a usted. Como al parecer no redactó ningún testamento, usted, señorita Lawrence, y su hermano Jason son, en calidad de parientes más próximos, los únicos herederos de sus bienes terrenales. Por desgracia —carraspeó—, por desgracia tengo que comunicarle que, después de revisar todos estos papeles que tenía en mi poder, he calculado un déficit considerable.

—Parto de la base de que ese déficit no es tan abultado que no pueda compensarse con la herencia de mi madre; al fin y al cabo, durante estos últimos años hemos vivido sin gastar apenas.

Wilson notó la amargura que había en sus palabras y bajó los ojos, con una desagradable sensación en el corazón, por lo general muy frío.

—Señorita Lawrence... —Miró los números que tenía delante—. Me temo que hace ya mucho que se gastó la suma de dinero que su difunta madre recibió en su día gracias a la generosidad de la tía de usted, la señora Weston, que se lo entregó para indemnizarla por la exclusión de la herencia de los Chadwick como consecuencia de su boda. En realidad, una vez deducidos los gastos de la atención médica, el entierro y mis modestos honorarios, queda una diferencia de aproximadamente trescientas libras de déficit.

—Entonces tendremos que hipotecar World’s End.

—La casa y las tierras que le corresponden están ya hipotecadas por cuatrocientas libras.

—¡Dios mío! —se le escapó a Margaret.

Helena miraba impertérrita al frente. Luego taladró al abogado con los ojos.

—¿En qué empleó mi padre todo ese dinero?

—En sus documentos hay recibos de transacciones financieras, contribuciones a varios fondos para la promoción de la investigación de la filosofía y de la literatura antiguas. En total ascienden a... —Hojeó algunos papeles sueltos—. A cuatro mil novecientas setenta y tres libras esterlinas en un período de tiempo de unos ocho años. Podrían ser incluso más, porque la contabilidad de su señor padre se ha llevado muy mal, sobre todo en los últimos meses.

—¿Hay alguna posibilidad de reclamar la devolución de al menos parte de ese dinero?

—Me temo que no. Ante la ley, su señor padre estuvo en plena posesión de sus facultades mentales hasta su fallecimiento. Considero una empresa inútil impugnar esto por vía judicial a posteriori.

—Mi madre poseía unas cuantas joyas que yo heredé...

—He echado un vistazo al cofrecillo. Las piezas son muy bonitas, pero carecen de valor.

—Los cuadros que quedan todavía en esta casa...

—Su señor padre no pintó el suficiente tiempo como para afianzarse en el mundo artístico. El nombre de Arthur Lawrence hace ya mucho que no significa nada.

Wilson empezó a compadecerse de la muchacha que un momento antes había ido a su encuentro con un porte tan orgulloso y que ahora veía su vida hecha añicos. Helena estaba pagando las consecuencias de un padre que no había sabido sobreponerse a la muerte de su esposa.

—Hay... —Volvió a toser ligeramente y a remover ruidosamente sus papeles—. Una de las dos hermanas de su difunta señora madre, la señora Archibald Ross, se ofrece para acogerla a usted en su casa como acompañante de sus tres hijos.

—¿Qué será entonces de Jason? —De nuevo una mirada cortante.

—La señora Ross intercedería para que comenzara un período de prácticas como escribano en nuestro despacho de abogados. Podría alojarse, por supuesto, en mi casa, con mi familia, a cambio de una escasa pensión.

—Ni pensarlo. Mi padre siempre quiso que Jason...

—Señorita Lawrence —la interrumpió Wilson con un gesto de esforzada paciencia—, por lo visto su señor padre, que Dios lo tenga en su gloria, no derrochó en los últimos diez años ni un solo pensamiento acerca del futuro de ustedes dos. Deberían darse por satisfechos con este destino... Los hay mucho más deplorables.

—No quiero limosnas. —En los ojos de Helena centelleó la cólera—. ¡Ni de usted ni de mis tías! ¡La familia de mi madre siempre nos ha mirado por encima del hombro! ¡Me harían sentir su menosprecio cada día que yo dependiera de ellos!

Edward Wilson alzó sus cejas ralas, profundamente satisfecho de poner punto final a una conversación que, en su opinión, se había deslizado en exceso hacia el terreno del patetismo.

—Orgulloso es quien puede, no quien quiere, señorita Lawrence. Hasta que alcancen la mayoría de edad, el señor y la señora Ross poseen la tutela legítima sobre ustedes dos... Me temo que no les queda más remedio.

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