El cielo sobre Darjeeling (4 page)

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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

A su izquierda se alzaba la parte del acantilado conocida como Witch’s Head. Los pliegues del terreno y las zonas erosionadas se asemejaban a las cuencas de los ojos y al cabello revuelto de la cabeza de una gorgona. Una gran cavidad que recordaba a una boca desdentada terminaba en una lengua de roca pelada que cruzaba transversalmente la playa, adentrándose luego en el mar, y en cuya superficie rugosa rompían las olas silbando y formando remolinos.

Tiró de las riendas y clavó los talones en los flancos de
Aquiles
, forzando al capón a girar de lado. El animal se asustó con la visión de la áspera elevación de aquella lengua de roca, pero Helena lo obligó implacablemente a avanzar. Con los cascos temblorosos, el caballo pardo fue ascendiendo con su cuerpo rechoncho, encontrando apoyos paso a paso en aquella costra de piedra; dando traspiés bajó por el otro lado, aterrizó en la arena con un salto de alivio y avanzó a un galope precipitado.

El forastero contempló fascinado aquella maniobra digna de un húsar sin dar muestras de querer perseguir a la joven. Siguió con la mirada el caballo tosco que se alejaba de allí a toda prisa, levantando la pesada arena como si fuera un surtidor.

Con una expresión en los ojos difícil de descifrar se volvió hacia el segundo jinete que había aparecido tras él como una sombra.

—Quiero saber quién es.

Esa noche, Helena, ausente y muda, removía con la cuchara la sopa de col. Era un plato nunca le había gustado especialmente. Ni siquiera se dio cuenta de que Margaret, a modo de consuelo para todos, había puesto en la sopa tocino de verdad, porque había decidido que, dadas las circunstancias, la cosa no dependía de gastar unos peniques más o menos. La mujer la observaba inquieta, aunque atribuía el silencio de Helena a la visita del abogado y al hecho de que se hubiera enterado de su desoladora situación financiera. Por su parte, ella guardaba silencio porque no había nada que pudiera decir que sirviera de consuelo. Solo de vez en cuando pasaba cariñosamente la mano por la cabellera de color rubio pajizo de Jason, mortificado por el deprimente ambiente de la casa y la preocupación de no saber qué iba a ser de ellos.

Helena se fue temprano a la cama, pero, aunque no se sostenía de agotamiento, no lograba conciliar el sueño. Una y otra vez se llevaba la mano a la muñeca, que seguía doliéndole por el apretón implacable del forastero. Volvió a imaginárselo delante de ella, escuchó su voz, que había hecho vibrar en su interior algo para lo que no tenía ningún nombre. Finalmente fue cayendo en un sueño inquieto en el que volvió a verse en la playa. Las nubes negras de la tormenta que se avecinaba colgaban plomizas en un cielo gris pálido, las primeras ráfagas de viento encresparon el mar y las grandes olas batieron con toda su fuerza la orilla. Un cuervo más alto que ella desplegó sus alas con gesto amenazador, graznando: «Ten cuidado, ten cuidado.» Sus ojos refulgentes eran los de aquel forastero.

2

En la costa de Cornualles, el mar marcaba el ritmo, y su ir y venir era el permanente latido tranquilizador de la tierra y de sus gentes. Eran gentes peculiares las que allí habitaban, circunspectas y con mucho arraigo, curtidas por el rudo clima y el áspero mar, vinculadas a los viejos tiempos, cuando Cornualles era todavía celta. Sus antepasados habían sido contrabandistas y piratas, y se decía que hasta épocas muy recientes algunos aldeanos saqueaban todavía los barcos que zozobraban con las tormentas y se estrellaban contra los peñascos, y que a veces incluso encendían fanales en los acantilados para confundir a los marinos y conducirlos a una muerte segura. Estaban profundamente arraigadas al suelo pelado de su tierra y eran un poco ajenas al resto del mundo; casi nadie había viajado más allá de la aldea colindante o de la ciudad más cercana. Y las historias que en las largas veladas se contaban sobre elfos y hadas, gigantes y caballeros, druidas y magos, parecían más relatos históricos que mitos o cuentos de hadas.

Sue Ansell era una de aquellas personas, nacida hacía unos cuarenta años a solo dos puertas de la tienda en la que había pasado más de la mitad de su vida entre harina, azúcar, betún, hilos de coser y todos los enseres de la vida diaria, además de las pocas cartas y paquetes que llegaban al pueblo o salían de él. Su George la conocía desde antes de que hubiera aprendido a andar y la había desposado en San Esteban, en una pequeña colina situada frente a la ciudad.

En las angostas habitaciones de encima de la tienda había concebido seis hijos, los había traído al mundo y los había criado. A dos de ellos los había perdido, a uno a causa de una neumoconiosis contraída en la mina de estaño que durante meses lo tuvo tosiendo pedazo a pedazo su cuerpo. Un radio de cinco metros alcanzaba para dibujar el mapa de la vida de Sue.

Cada mañana abría puntualmente su tienda y la volvía a cerrar por la noche, seis días a la semana. Solo los domingos, el día del Señor, permanecía cerrada la puerta de cristal emplomado pintada de azul. Conocía a todo el mundo en el pueblo y todos la conocían. Todos los cotilleos y los chismorreos de aquel microcosmos confluían en el mostrador de madera de su tienda y, desde allí, se difundían por todas las cocinas y cuartos y por el único bar del pueblo: quién esperaba un hijo; quién yacía en el lecho de muerte; quién ponía buena cara a quién, y quién tenía líos en casa.

Pero lentamente, de manera imperceptible, fueron cambiando los tiempos. Una mina de estaño tras otra se agotó y las explotaciones fueron abandonadas. Los hombres se quedaron sin trabajo y ya no podían dedicarse a otras actividades porque habían enfermado bregando duro o bien no tenían ninguna otra posibilidad de ganarse el sustento en una comarca cuyos pobladores vivían más mal que bien de aquello que daban sus campos áridos, sus ovejas y sus vacas, y de lo que les aportaba la pesca.

Todo tipo de historias peregrinas se habían contado de la casa señorial de Oakesley desde que una nueva señora se había hecho cargo de ella hacía más de una década. Muy poco quedaba ya del estilo de vida marcadamente feudal pero campestre de sus anteriores moradores. La señora no solamente viajaba varias veces al año a la lejana Londres en un coche cargado hasta los topes y permanecía allí varias semanas, divirtiéndose, ajena a los problemas y cuidados de sus arrendatarios, sino que regresaba con cajas y paquetes que contenían vestidos nuevos de terciopelo y seda, con encajes, bordados y pasamanería, sombreritos que rebosaban cintas y flores artificiales, zapatos elegantes de tacón alto. Y ahora, además, se había presentado una visita, una visita importante si había que creer los relatos de los mozos y mozas de la finca: un caballero del que hablaban las criadas con los ojos brillantes y a quien los mozos aludían en un tono crítico de envidia. Aquellos relatos adquirieron un aire de cuento fantástico cuando apareció el oriental de piel oscura y turbante que estaba a su servicio. «¡No! —se decía Sue Ansell sacudiendo la cabeza una y otra vez con gesto de desaprobación cuando oía hablar del asunto—. ¡Antes no pasaban estas cosas!»

Por esa razón a punto estuvo de parársele el corazón esa mañana de noviembre, gris y borrascosa, cuando, ataviada con su delantal azul recién almidonado, dio vuelta, como cada mañana, a la llave de la puerta de la tienda. Una vuelta, dos vueltas... y ante ella apareció el mencionado oriental con unos pantalones claros de montar y una chaqueta larga de cuello alzado. Una cinta dorada le cruzaba el tronco como el distintivo de un regimiento extranjero. Ahí estaba Sue, como la mujer de Lot, con la boca abierta, mirando fijamente a aquel individuo de piel morena y barba entrecana, y la pieza que culminaba aquel exotismo: el turbante de un rojo vivo cuyas vueltas le recordaban las capas de una cebolla. Habría querido llamar a su marido, a quien oía revolver en el almacén, pero era incapaz de articular ningún sonido. Además, el forastero se estaba dirigiendo a ella en un inglés correcto, si bien no exento de acento, y le hizo una reverencia respetuosa.

—Buenos días, señora, perdone que la moleste tan temprano... pero ¿no tendría usted por casualidad unas cerillas?

—¿Cerillas? —La voz de Sue sonó ronca. Abrió y volvió a cerrar la boca varias veces antes de sacudir el cuerpo y alisarse bruscamente el ya inmaculado delantal—. Por supuesto que tenemos cerillas —dijo, indignada, encontrando seguridad en el papel de comerciante, bien aprendido desde hacía años. Pasó corriendo detrás del mostrador, rebuscó en un cajón y puso una caja delante de aquel insólito cliente, aliviada de poder atrincherarse tras su muro protector de madera.

El forastero pagó con una moneda de seis peniques y renunció al cambio con un amplio gesto. Luego preguntó por esto y por aquello, habló del tiempo, la felicitó por la tienda y por su pulcritud personal, con tales cumplidos que Sue se puso colorada como una jovencita. Se enzarzaron enseguida en una conversación muy animada sobre Cornualles, el pueblo y sus moradores, de modo que a Sue no le chocó que le preguntara por una joven de rizos rubios alborotados vestida de negro que montaba un caballo bayo velludo.

—Esa debe de ser la pequeña Lawrence. Es triste lo que le pasó al padre, pero de todas formas ya no estaba totalmente en sus cabales. Una persona extraña, un artista. El ama de llaves, Marge, es de aquí, de esta comarca. De pequeña hizo un hatillo con sus cosas y se fue a la ciudad. Había bastante agitación por aquel entonces. Bueno, quién sabe por qué tomó la decisión de marcharse. ¡Las cosas no se hacen sin motivo! Y entonces apareció de pronto otra vez por aquí con su amo y los dos pobres niños huérfanos de madre... El chico era todavía un renacuajo. No los hemos visto mucho por aquí, nunca tenían dinero. Los niños no iban a la escuela ni tampoco a la iglesia. Marge, a veces, pero apenas cruzaba algunas palabras. Ayer fue un abogado a su casa, por el asunto de la herencia. Durmió ahí enfrente, en el bar. —Interrumpió su torrente de palabras pronunciadas en tono distendido y echó una vistazo suspicaz por la tienda, como si se hubiera escondido entre los estantes, los sacos y los barriles algún chismoso indeseable. A continuación inclinó su pequeño cuerpo compacto estirándose sobre el mostrador para acercarse al oriental y añadió susurrando—: Dicen que están arruinados. ¡No les queda ni un penique, solo un montón de deudas! —Sacudió la cabeza con un gesto compasivo y se afanó por limpiar el impecable tablero reluciente con una punta del delantal—. Estas cosas pasan cuando uno se tiene por alguien mejor de lo que es. Helena... ¡Es suficiente con ese nombre! Ninguna persona en su sano juicio bautiza así a una hija... ¡Probablemente ni la han bautizado! Los niños no tienen la culpa, pero van a pagar los platos rotos, a pesar de todo. No tengo ni idea de lo que va a ser de ellos... Ningún mozo del pueblo con un poquito de seso querrá casarse con la chica. No es educada, siempre ha vagabundeado por ahí a solas, no tiene nada que pueda aportar al matrimonio y además ni siquiera es guapa. No... —Suspiró—. ¡Qué desgracia la suya! ¡Aquí estas cosas antes no pasaban!

Cuando el exótico forastero se marchó por fin de la tienda y desapareció doblando la primera esquina, se abrieron casi al unísono las puertas de las casas vecinas; las amas de casa, que habían observado tras las ventanas o desde sus huertos la llegada del oriental, acudieron a toda prisa a la tienda con la excusa de necesitar hilo o una aguja de coser y asediaron a preguntas a Sue sobre aquella extraña visita. Y Sue les contó solícita, adornando el encuentro con todo lujo de detalles, que estaba muy interesado en la comarca y en sus gentes. Surgió entonces la pregunta sobre si su rico señor tendría intención de quedarse y por qué razón, y en el debate, pródigo en especulaciones, que se entabló a continuación, Sue se olvidó de que también Helena había sido objeto de la conversación.

Eran las primeras horas de la tarde cuando el oriental abrió la puerta del salón que comunicaba las dos habitaciones para invitados del ala adyacente de la casa señorial de Oakesley. Su señor, vestido con camisa y pantalones de montar, se había acomodado en uno de los sillones tapizados de azul y oro. Cuando oyó que entraba, bajó el periódico que había estado leyendo y lo miró expectante.

—¿Y bien?

El hombre del turbante arrojó indolente la caja de cerillas sobre la mesita baja de patas arqueadas con motivos tallados. Su interlocutor frunció el ceño.

—¿Eso es todo?

Sin que se lo ofrecieran, el oriental se sentó en el otro sillón con un ligero suspiro, estiró las piernas enfundadas en unos pantalones claros bien ajustados y las botas de montar, y comenzó a desgranar el relato de Sue Ansell sobre la muchacha de la playa. Mientras hablaba, su señor dobló el periódico, lo dejó a un lado y se encendió un cigarrillo con las cerillas de la tienda de Sue.

Fabricados en Europa y en ultramar con tabaco fino cortado y enrollado en papel finísimo, los caros cigarrillos se consideraban objetos de lujo en Inglaterra y en Francia. Mientras sus padres y abuelos los miraban con desaprobación, los hijos de lores, barones y banqueros chupaban con placer el tabaco que ardía en su funda de papel, algo que estaba muy de moda. Quien podía permitírselo se rodeaba de un halo exótico fumando cigarrillos manufacturados en El Cairo.

—He tenido suerte —prosiguió el empleado del forastero—. He dado con ese abogado, que seguía en la taberna. Estaba a punto de emprender viaje, parecía muy impaciente por irse de aquí. Sin embargo, he podido convencerle para que se quedara una o dos horas haciéndome compañía.

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