El sol abrasaba ya antes del mediodía el pavimento y, sin embargo, el aire en Darjeeling era incomparablemente más agradable que en el delta del Ganges. Parecía esa magnífica y alegre época de comienzos de verano en Europa. Estaban a finales de mayo y en Calcuta y los llanos circundantes el agobiante aire bochornoso del verano bengalí dificultaba todo movimiento, convirtiendo en fatigoso incluso respirar. Quien se lo podía permitir ya había huido del calor a las montañas, así que la Mall hervía de damas que charlaban, con sus vestidos de tarde de telas ligeras estampadas abotonados hasta el cuello y tocadas con sombreritos descarados. Niños vestidos de marinero empujaban un aro con un palo, y sus hermanas o primas, con volantes o encajes, hacían gala de buenos modales de la mano de una niñera inglesa o, con mucha mayor frecuencia, de una
ayah
, la nodriza hindú ataviada con su sari de colores. Soldados con uniformes de gala o funcionarios civiles con trajes sobrios de cuello tieso se quitaban el bombín o el sombrero de paja a modo de saludo al cruzarse con un conocido.
La paciencia que había demostrado Richard Carter para llegar hasta allí era tanta como febril la prisa que se había apoderado de él al irse acercando a Darjeeling. Cada kilómetro recorrido en ferrocarril o a caballo le parecía indeciblemente largo. No había prestado apenas atención al paisaje por el que pasaba, solo contaba kilómetros, horas, días, secas unidades métricas que lo separaban de la meta de su deseo. Y el tiempo era muy valioso. Estando de camino le llegó la noticia de que Ian Neville había partido hacia Calcuta para controlar la carga del té en el puerto. Un baño corto, un afeitado, ropa limpia, un traje de montar y montó a toda prisa en el caballo que había alquilado por telégrafo.
Callejones estrechos subían serpenteando desde la Mall por las colinas. Entre arboledas y espigadas cañas de bambú se arracimaban las casas con sus ventanitas, sus balaustradas de madera tallada y sus tejados con ripias, cubiertas por plantas trepadoras y fucsias encarnadas. A un trote rápido dejó tras de sí la ciudad, espoleó su caballo castrado marrón y le hizo subir por las angostas calles al galope, por cuestas empinadas y boscosas, y cruzando las plantaciones de té abandonadas después de la cosecha, siempre con los refulgentes campos de nieve del Himalaya a la vista, brillando a la luz del sol.
En una nube de polvo refrenó su caballo cuando alcanzó la última elevación, y miró hacia el valle que se extendía a sus pies. Los campos de té cubrían kilómetros, entremezclados con algunos pinos, setos y prados repletos de flores silvestres. Encajada en un gran jardín de aspecto similar a un parque, rodeada por robustos robles y castaños y por arriates de flores, se alzaba una imponente casa de dos plantas que daba la sensación de ser aún más grande por la terraza acristalada rodeada de columnas y los balcones tallados que circundaban la planta superior. Aunque todavía estaba demasiado lejos para leer la inscripción del arco del portal frente a la entrada de gravilla, sabía que tenía su meta al alcance de la mano. Con una inspiración profunda espoleó el caballo colina abajo.
Ella no lo vio venir, así que, mientras se acercaba paso a paso, tuvo tiempo suficiente para contemplarla detenidamente durante todo el camino desde la terraza acristalada y pasando por el césped, los rododendros en flor y el jazmín perfumado movido por una brisa ligera. Vestida con una sencilla blusa en la que quedaba atrapado el viento, pantalones de montar y botas, estaba inclinada sobre los rosales todavía bajos pero ya cargados de flores, cortando ramitas y bromeando con uno de los jardineros que la ayudaban en la labor. Había cambiado mucho en ese medio año, y no solo de aspecto. Seguía siendo delgada, pero no demacrada como en su encuentro en el baile; las redondeces de su cuerpo se marcaban claramente bajo las finas telas. Tenía la piel ligeramente morena y el sol había dado a la opulencia indómita de su cabello una tonalidad rubia de tintes cobrizos. Lo llevaba sujeto con una sencilla cinta. Parecía mucho más segura de sí misma, más resuelta, casi feliz, y a pesar de la alegría manifiesta de Richard al verla, sintió también una punzada. Por un instante creyó haber cometido un error, haber perseguido una quimera. En ese momento Helena se irguió y se apartó con el dorso de la mano los mechones de pelo suelto de las sienes húmedas de sudor. Entonces lo vio.
Frunció el ceño por la sorpresa y se quedó pensativa un instante durante el cual el corazón de Richard dejó de latir. Por fin se deslizó por su rostro la señal del reconocimiento. Entonces apareció un brillo alegre en sus ojos que penetró hasta lo más íntimo de Richard.
—¡Señor Carter! —Con pasos largos se acercó a él por el césped, se quitó los guantes, demasiado grandes, y le tendió la mano derecha para saludarlo.
—Es una gran alegría para mí volver a verla, señora Neville —respondió él con irónica formalidad, inclinándose sobre su mano.
A Helena se le agolpó la sangre en el rostro, tanto por esa aparición inesperada como por su contacto y el aspecto que tenía ella.
—Disculpe la vestimenta. Es inapropiada para recibir visitas, pero no tenía la menor idea de que...
—Disculpe usted, por favor, mi insolencia. No he anunciado mi visita porque mi intención era sorprenderla. ¡A nosotros, los norteamericanos, se nos conoce de sobra por nuestros malos modales!
Helena sumó su risa a la de él.
—Hasta el momento no he tenido ocasión de percatarme de ello, seguramente debido a que mi propia educación deja mucho que desear en ese sentido. Si fuera usted tan amable de disculparme un momento para que me... —Tiraba con timidez del cuello de su blusa y, en ese momento, se convirtió de nuevo en la chica insegura, tímida, cuya imagen había mantenido consigo en el recuerdo tanto tiempo.
Richard hizo un gesto de rechazo con la mano.
—No lo haga por mí. Yo la encuentro encantadora así.
Helena, que ya se encaminaba a grandes pasos hacia la terraza acristalada, se volvió al pronunciar él esas últimas palabras y se lo quedó mirando mientras se acariciaba un mechón de pelo por detrás de una oreja en un signo evidente de perplejidad.
—Bien —asintió, visiblemente confundida, y llamó a la chica, que comenzó de inmediato a poner la mesa en la terraza acristalada.
Poco después Richard daba sorbos a su té, cuyo sabor ligero, áspero y dulce al mismo tiempo, recordaba el aire de las montañas, el aroma de los bosques, las naranjas maduras y jugosas.
—No soy ningún experto, pero su té es excelente.
Helena estaba radiante.
—Es el nuestro, de la
first flush
, la primera cosecha de este año.
Richard bajó la vista. Más rápidamente de lo que hubiese querido emergió la sombra de Ian Neville a su lado, el propietario de la plantación de té, de aquel jardín, de aquella casa... y de Helena.
—¿Qué es lo que le trae por Darjeeling, señor Carter? —La voz de Helena penetró en sus pensamientos, y levantó la vista cuando ella prorrumpió en una carcajada luminosa al tiempo que sacudía la cabeza, confusa y divertida—. ¡Me temo que no soy especialmente ducha en mantener conversaciones de cortesía!
Richard se unió a su risa, con calidez y simpatía.
—Bueno... —Carraspeó. «Es usted quien me ha traído aquí, porque no he podido olvidarla en todos estos meses
»,
tenía en la punta de la lengua, pero respondió—: Tengo algunos negocios que atender aquí. Y pensé que tal vez usted estaría dispuesta a mostrarme un poco estas tierras.
Helena se lo quedó mirando con mucha atención y él se sustrajo a su mirada sumergiendo la suya en la taza que tenía agarrada fuertemente con la mano, sintiéndose culpable por su mentira inocente y contemplando desde el borde de la taza el té de color cornalina con la aureola clara de un pálido dorado. Le pareció que ella no creía ni una palabra, pero para su sorpresa la oyó decir tras una pequeña pausa:
—Con mucho gusto.
La casa estaba en silencio. Era ya tarde, todos se habían ido a la cama, solo Helena permanecía sentada en el cuarto de trabajo y, a la luz de un quinqué, tenía muchos papeles, facturas y notas en torno al gran libro encuadernado en piel en el que solía anotar concienzudamente todos los gastos de la casa y el jardín. El discreto tictac del reloj de la repisa de la chimenea fue interrumpido por el toque melodioso de las horas, y Helena se levantó sobresaltada. «Pero si ya es la una...» Turbada, miró las páginas todavía en blanco y los papeles que había tenido seguramente ya una docena de veces en sus manos y había vuelto a dejar a un lado, la pluma cuya tinta hacía rato que se había secado. Con un hondo suspiro se apoyó en el tapizado de piel de la silla, que crujió agradablemente, y se quedó mirando fijamente la oscuridad del cuarto.
Pese a que el haz de luz del quinqué apenas alcanzaba a iluminar la gran superficie del escritorio, creyó poder ver el cuarto con todo detalle: el gran globo terráqueo sobre su pedestal torneado de madera, la piel de tigre frente a la chimenea de mármol, la estatua broncínea de Shiva aplastando la creación con una danza salvaje, el armario bajo con puertas de madera tallada en el que Ian guardaba los libros de cuentas de la plantación de té.
Desde que habían metido las últimas hojas de té en cajas, desde que Ian y Mohan Tajid habían abandonado Shikhara montados en sus caballos para escoltar los carros que transportaban aquella valiosa carga e ir luego por ferrocarril hasta el puerto de Calcuta, Helena disponía de muchísimo tiempo. Demasiado tiempo. Algunas ideas molestas habían empezado a acosarla.
Echaba de menos a Ian. La rutina diaria era más llevadera si le veía aunque solo fueran unas horas al día; aunque luego se fuera y pasara el día en los campos o en la fábrica, eso era preferible a que estuviera a cientos de kilómetros de distancia de ella. Con cada hora que pasaba sola iban siendo más molestas las preguntas que se hacía una y otra vez, preguntas que a fin de cuentas se resumían en un único enigma: ¿quién era Ian en realidad?
Él le había contado que había nacido en un valle de la parte occidental del Himalaya, del que su familia había tenido que huir cuando él tenía aproximadamente la edad de Jason. ¿Por qué tuvieron que emprender esa huida? ¿Qué había sucedido? Su familia... ¿Solamente sus padres o tenía también hermanos? ¿Cómo había vivido él esa huida, cómo había sobrevivido? Al parecer había sido el único superviviente. ¿Quiénes fueron sus padres? ¿Cómo consiguió llegar desde allí a Surya Mahal, donde pasó una década de su vida, y después, desde el corazón de Rajputana, hasta allí, hasta Darjeeling? Contó que de niño habían vivido con sencillez... ¿de dónde había sacado el capital para adquirir las tierras para las plantaciones de té? Cuanto más reflexionaba, más enigmático le aparecía Ian y tanto más confundida se sentía. No se atrevía a indagar sobre él en la casa; temía quedar mal si admitía que no sabía en realidad nada sobre el hombre con quien se había casado, y aún menos se atrevía a preguntarle al mismo Ian. Sin embargo, en una ocasión, antes de su partida, le había pedido a Mohan Tajid que le contara cosas sobre la familia de Ian. Fue de noche, en el salón, estando los dos a solas. Una sombra se había deslizado por el rostro de Tajid y Helena no habría sabido decir si había sido de disgusto o de preocupación.
—Eso debería contárselo él mismo —había respondido con aspereza antes de ponerse a mirar fijamente el fuego de la chimenea.
Helena había comprendido que no podía esperar que dijera nada más al respecto. Una respuesta así contradecía su habitual disposición a ayudarla de obra y de palabra en todo lo que estaba en su mano, de modo que se quedó más asombrada que enfadada.
«
Rajiv
el Camaleón,
así te llamaban los niños en aquel entonces...» A Helena le parecía que había personas en el entorno de Ian que sabían de dónde procedía, quién era. Sin embargo, no parecía que hubiera nadie dispuesto a contárselo. ¿Por qué motivo? Era como si él guardara un secreto que no debía salir a la luz, y le dolía estar, ella, su esposa, al margen de ese secreto.
Un cierto rencor y desconocimiento de la situación quizás habían sido la razón por la que se había mostrado dispuesta tan rápidamente a enseñar a Richard Carter los alrededores de Darjeeling, si bien había sentido al ofrecerse un asomo de remordimiento de conciencia. Su sorprendente visita sin anunciar de la tarde había añadido aún más confusión y más enigmas a sus disquisiciones. ¿Qué andaba buscando por allí? Por su tono de su voz había intuido que no eran los negocios lo que realmente le había llevado a realizar ese viaje, pero que estuviera allí por ella le parecía demasiado absurdo como para planteárselo.
Sus dedos resbalaron espontáneamente por el brazo de la silla, contonearon la forma repujada del pomo, lo abarcaron, abrieron al ritmo de sus pensamientos el cajón, lo volvieron a cerrar. Otra vez lo abrieron y lo cerraron de nuevo. Helena se detuvo y titubeó unos instantes antes de abrir lentamente el cajón lo suficiente para echar un vistazo a su interior. Con cuidado sacó la carpeta de piel y ojeó las secciones en las que había cartas escritas con la letra de Ian. Parecía tratarse únicamente de correspondencia en torno al cultivo y al comercio del té. La volvió a colocar en su sitio y continuó rebuscando en el siguiente cajón. De esta manera fue revisando todo el escritorio. Golpeó con los nudillos con cuidado los laterales y los fondos, buscando algún cajón secreto. Palpó para localizar algún que otro objeto que pudiera haber escapado a sus ojos con aquella luz deficiente. Cuando hubo cerrado el último cajón la asaltó una sensación tórrida de vergüenza. ¿Qué estaba haciendo? Ian era demasiado listo como para guardar en un lugar tan accesible algún documento que contuviera pistas sobre su tan bien guardado secreto.