El cielo sobre Darjeeling (16 page)

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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

El coche de caballos avanzaba muy lentamente por las calles de la ciudad. Les salían al paso otros coches y
rickshaws
tirados por culis, pero no en línea recta: salían de todas partes y tenían que frenar y se bloqueaban el camino unos a otros. Niños desnutridos corrían junto a su coche tendiendo los bracitos flacos, tiraban violentamente de las mangas del vestido color cáscara de huevo de Helena, con manos implorantes.


Memsahib, memsahib, rupia, rupia
—exclamaban.

Helena miró asustada a Ian, con ojos suplicantes, pero él sacudió la cabeza a modo de advertencia y la liberó entre imprecaciones a gritos en hindustaní dirigidas a los niños.


Djaoo! Djeldii
—echaba pestes Mohan Tajid, dando manotazos hacia el otro lado del coche. Jason, pegado a Helena, tenía los ojos desorbitados.

—¿Por qué no? —Helena miró a Ian echando chispas de rabia—. ¡Tienes de sobra!

—Precisamente por eso. Si les diera algo, se correría la voz, más rápidamente de lo que tú tardas en guiñar un ojo, de que por aquí anda un
sahib
generoso. Otro parpadeo y estaríamos rodeados por una chusma que no repararía siquiera en partirnos la cabeza a plena luz del día y en mitad de la calle para llevarse y convertir en dinero todo lo que no esté clavado y remachado.

Helena lo miró con recelo, y él repuso sosegadamente a su mirada.

—Créeme, hay otros medios y vías para ayudar a estas personas, y sin humillarlas.

—¿Sí, cómo? —La voz de Helena seguía siendo punzante.

—Haciéndolas trabajar para mí a cambio de un sueldo entre aceptable y bueno. Y son muchos los que lo hacen.

De pronto se dio cuenta Helena de que él seguía teniendo sujeta su mano y le acariciaba suavemente la palma con el pulgar. La habría apartado, pero notaba cómo la suave caricia enviaba agradables oleadas por su cuerpo. Una leve sonrisa iluminó el rostro de Ian, como si se hubiera percatado de sus sensaciones.

—Tus ojos son muy atractivos cuando estás colérica.

Helena se puso roja y apartó la mano con enfado para hundirla en la otra, que tenía sobre el regazo. Siguió ruborizada un buen rato por las caricias de Ian y, mientras miraba fijamente la calle con la barbilla levantada, vio que él seguía observándola con una sonrisa entre divertida y burlona en la comisura de los labios.

El coche de caballos avanzaba con mucha lentitud. Lo que Helena veía producía en ella una impresión avasalladora. Los mercaderes exponían sus mercancías en la calle: joyas de oro y plata que destellaban al sol; especias de color verde oliva, naranja, amarillo, de todos los tonos imaginables de marrón y rojo; piezas de tela bordada y estampada de color rosa, turquesa, azul, escarlata, verde y violeta, que se repetían en la vestimenta de las mujeres que pasaban presurosas, consistente en un corte de tejido sin confeccionar, el
sari,
que, tal como le explicó Mohan Tajid, se enrolla al cuerpo de un modo prefijado, y con cuyo extremo muchas se tapaban la cabeza. Había mendigos andrajosos y tullidos en cuclillas a la sombra de los sucios muros de las casas. Pasaban vacas flacas entre el gentío, rumiando con indiferencia. Y había personas, por todas partes, personas haciendo ruido, sudorosas, arracimadas; rostros anchos y hundidos, algunos con expresión radiante de vida y otros como muertos, algunos de piel clara, otros casi negros, con el cabello negro o castaño; gente caminando con prisas o sentada o apoyada de pie en una esquina con apatía. Hombres, mujeres, niños, ancianos.

La Estación Central, un edificio de piedra con la cubierta de cristal como el de cualquier ciudad inglesa, era el final de su trayecto en calesa. Seguía habiendo personas que los acosaban, pero tres hindúes con turbantes escarlata y uniforme blanco los escoltaron al interior de la estación. El acceso a una de las vías estaba cerrado por un cordel rojo. Un vagón enganchado a una locomotora que ya resoplaba los estaba esperando. Tenía unos diez metros de largo y era de madera rojiza, con ventanillas anchas que daban a un pasillo estrecho desde el cual se accedía a los compartimentos por unas puertas.

Uno de los hindúes estaba ayudando a Helena a subir los escalones cuando un grito fuerte a su espalda los hizo detenerse.


Huzoor, huzoor!

Un hombre bajito, delgado, se acercaba jadeando a ellos, agitando en la mano un sobre que entregó a Ian con una profunda reverencia y un torrente de palabras en hindustaní pronunciadas con demasiada rapidez para que Helena entendiera algo. Ian frunció el ceño y abrió con impaciencia el sobre mientras el mensajero, respirando con dificultad, esperaba una reacción de su señor.

—¿Malas noticias?

Ian se sobresaltó al leer aquellas líneas y miró confuso a Helena una fracción de segundo antes de recuperarse.

—No. —La emoción con la que estrujó el escrito con el puño delataba apenas una rabia contenida—. Sin embargo, tengo que partir inmediatamente. Adelántense ustedes, yo los alcanzaré más tarde.

—Pero...

Sin prestar atención a la tímida protesta de Helena, Ian se fue con el mensajero a grandes zancadas. Helena le siguió con la vista, completamente fascinada.

—Suba. —Mohan Tajid le rozó ligeramente la espalda, animándola con un gesto—. No se preocupe en absoluto, pronto volverá a estar con nosotros.

Helena subió los estrechos escalones titubeando. Mohan Tajid le había adivinado el pensamiento una vez más. Había sido un instante, apenas lo que dura el latido de un corazón, pero lo que había visto en el rostro de Ian al leer aquella carta urgente, le había causado espanto. «¿Qué sería de nosotros si le ocurriera cualquier cosa?» Se reprendió por su temor irracional, y todavía más por el hecho de sentirse de pronto desamparada en ausencia de Ian.

Cerraron la puerta desde el exterior. La locomotora emitió un silbido estridente y se puso en marcha entre chirridos, con una lentitud pasmosa al principio, para ir ganando luego velocidad. Salieron de la semipenumbra de la estación a la deslumbrante luz del sol. El tren traqueteó en los cambios de aguja, una, dos veces, y los llevó a velocidad moderada por las calles de la ciudad y sus alrededores. Luego aceleró y enfiló por verdes campos llanos con algún que otro árbol hacia las colinas situadas en el horizonte, cubiertas por una neblina azulada: hacia los vastos territorios de la India.

9

Los rayos del sol entraban oblicuos por la ventana del vagón, todavía dorados, sin la pesadez cobriza de la luz vespertina. Helena apretó los ojos. Le ardían de las muchas horas pasadas mirando por la ventana. El traqueteo monótono y las sacudidas del tren la estaban adormeciendo. En estado de duermevela iba viendo los espesos bosques; los extensos campos llenos de vida en el invierno hindú; tierras anegadas donde las mujeres, ataviadas con saris de colores, metidas hasta los tobillos en el agua, con sus hijos a cuestas, se inclinaban sobre las briznas tiernas de arroz; campesinos que caminaban detrás de su yunta de bueyes; colinas de un azul difuminado en el horizonte y formaciones rocosas en escalera que ascendían desde la llanura; raras veces una ciudad, una pequeña aldea, ríos que ellos cruzaban por puentes con gran estrépito. La mirada de Helena seguía las bandadas de aves que surcaban los cielos, los patos y gansos que echaban a volar apresuradamente cuando pasaba el tren por las vías, prácticamente en línea recta, por un paisaje que parecía exactamente igual que el que había visto el día anterior tras dejar atrás Bombay.

Recostó la cabeza en el respaldo del sofá de terciopelo marrón que ocupaba casi toda la longitud del compartimento además de dos sillones del mismo color que formaban parte del conjunto. Sobre el mantel de mesa bordado con pavos dorados tintineaba levemente su taza de té encima del platillo al ritmo del tren, como lo hacían los cristales de la librería situada en un rincón. En el opuesto había un diván, junto a cuya cabecera había una mesita redonda con un tablero de ajedrez. Las gruesas alfombras que cubrían el suelo permitían ver tan solo algunos trocitos del pulido parqué de madera de roble. Todo un vagón, con el mayor lujo posible para el ocio durante los viajes largos. El primer compartimento tras la locomotora era el reino de los criados. Albergaba la cocina, el almacén y los dormitorios del servicio. En el segundo dormían Helena y Jason. Detrás estaba el vagón salón y, al final de este, seguía otro sin duda reservado para Ian. Helena, incapaz de contener su curiosidad, había ido una vez a ver qué había allí y se había encontrado la puerta cerrada con llave.

El susurro de la seda le hizo levantar la vista. Shushila se inclinó ante ella con elegancia.


Memsahib
, ¿un poco más de té? —le preguntó en hindi con su voz fina, esforzándose por hablar con la lentitud y la claridad necesarias para que Helena la entendiera.

Helena sacudió la cabeza y la siguió con la mirada. Vio cómo se movía con agilidad por el compartimento y llenaba las tazas de Mohan Tajid y de Jason, que estaban enfrente, sentados a la mesa de comedor, inclinados los dos sobre sus libros.

Una sensación de opresión y de envidia le atenazó el estómago viendo a la joven hindú. Llevaba el brillante pelo negro recogido en un moño sencillo y las pestañas pobladas y oscuras de sus ojos almendrados daban sombra, como dos abanicos, a sus pómulos. Aunque Shushila era bajita y grácil, tenía el pecho y las caderas redondeados, hecho que se encargaba de realzar más que de esconder su sari azul celeste con ribetes plateados. Con movimientos rápidos y diestros que hacían tintinear los innumerables aros plateados de sus delgados brazos morenos, cambió el plato vacío de las galletas por otro lleno, sobre el que se precipitó de inmediato Jason con avidez. No poseía la elegancia rígida de las damas inglesas, sino una elegancia suave, femenina y sensual. Helena se vio a sí misma tosca y torpona a su lado. ¿La encontraba deseable Ian? La idea la asaltó e inmediatamente la alejó de sí. Ese pensamiento, no obstante, volvió a dejarle una sensación de vacío en el estómago.

—Y, si sigues calculando, ¿qué te sale entonces?

Jason tenía la vista clavada en el papel y el ceño fruncido; era a todas luces evidente que estaba cavilando. Finalmente se le iluminó el rostro, sacó la lengua y garabateó apresuradamente la solución con la pluma.

—¡Muy bien, ahora ya sabes! —dijo Mohan, riendo y pasándole la mano grande y morena por el pelo.

Radiante, Jason agarró la hoja y corrió hacia su hermana. Se sentó a su lado en el sofá y se la puso con gesto victorioso tan pegada a la cara que ella solo distinguió algunos signos negros borrosos.

—Mira, Nela, ¡lo he entendido!

Helena dejó que Jason le explicara cada paso del cálculo efectuado, a pesar de no entender apenas nada. Alzó la vista.

—¿Dónde ha aprendido usted todas estas cosas, Mohan?

Tajid la miró sonriente.

—Tuve la suerte no solo de crecer con las antiguas tradiciones de mi pueblo sino también de tener un tutor inglés. Mi familia sentía mucha simpatía por la cultura y los conocimientos de la potencia colonial inglesa.

Helena asintió como si lo entendiera, aunque en realidad no acababa de entenderlo. ¿Cómo una persona como Mohan Tajid, que pertenecía claramente a una familia pudiente, podía estar ahora al servicio de Ian? Oficialmente era su secretario. Más aún, seguro que era su hombre de confianza. No obstante, no dejaba de ser un sirviente, como lo eran Shushila y los hindúes con pistola y largas espadas al costado que andaban incesantemente de un lado a otro del vagón, acechando el paisaje en movimiento.

El tren frenó su marcha. Dio una leve sacudida cuando se accionaron los frenos, con suavidad pero de manera continua, hasta que finalmente se detuvo.

—¿Hemos tenido algún accidente? —Jason se arrodilló en el sofá y pegó la nariz al cristal de la ventanilla, contemplando con ojo crítico las hojas de brillo plateado de las plantas de bambú diseminadas, las tecas y los árboles de sándalo que se agolpaban junto a la muralla de una fortaleza en ruinas, cubriéndola a medias y formando luego un bosque espeso que ascendía hasta las colinas del horizonte.

Mohan consultó un pequeño reloj de bolsillo.

—Probablemente sea la hora de reponer el suministro de carbón. Hemos ido a buena marcha hasta el momento. Ya hemos dejado atrás Indore.

—¡Por allí se acercan dos jinetes! —exclamó emocionado Jason.

Helena se puso en pie. Los caballos se acercaban a galope tendido, zigzagueando entre los árboles y los arbustos, golpeando las ramas. Las herraduras levantaban la tierra negra, fértil. Pese al ritmo del galope, los movimientos de los hombres producían un efecto de ligereza y elasticidad.

—¡Ian, es Ian! —exclamó Jason entusiasmado, precipitándose afuera.

Helena se dejó caer de nuevo en el sofá con el corazón palpitante. Involuntariamente hizo el gesto de retirarse de la cara unos mechones de pelo inexistentes, tiró de las mangas largas del vestido blanco, lujosamente estampado con flores azules, se alisó la falda de tela fina.

Al instante siguiente estaba Ian ya en el interior del vagón, riendo y bromeando con Jason, con sus botas altas sucias de polvo, la camisa blanca empapada de sudor. El compartimento que antes producía una sensación de tranquilidad casi soporífera vibraba con la energía estimulante, casi irresistible, que Ian traía consigo. Con un suspiro se dejó caer en uno de los sillones. Inmediatamente Shushila le alcanzó una taza de té.

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