El cielo sobre Darjeeling (42 page)

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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

Winston asintió con timidez y se levantó bruscamente.

—Es mejor que me vaya ahora. —Dio un paso y se volvió una vez más a mirarla—. ¿Por qué estabas en el jardín precisamente esta noche? No era la primera vez que estaba yo solo aquí...

Profundamente sonrojada, Sitara agachó la cabeza.

—Las... las manzanas —dijo finalmente a toda prisa, señalando las frutas relucientes, que seguían dispersas sobre las baldosas. Se levantó apresuradamente para recogerlas y le tendió una a Winston.

Él no pudo menos que sonreír interiormente por el simbolismo, pero cuando fue a agarrarla y sus dedos rozaron los de Sitara y sus ojos se encontraron, se olvidó de todo lo demás, incluso de respirar. Por un breve instante solo existieron ellos dos. Creyó que caía en la profundidad de aquellos ojos oscuros antes de soltarse bruscamente.

—¿Vendrás... vendrás otra vez? —preguntó ella con timidez cuando él se volvía para irse.

Él se volvió a medias y asintió con la cabeza.

—Lo prometo.

5

Noche tras noche regresaba Winston como embrujado al jardín para ver a Sitara; hacía que sus encuentros con Mohan Tajid tuvieran lugar durante el día o los suspendía. Estaba encantado con su manera de hablar, por cómo se movía, y la conmoción por su destino cruel fue dejando paso poco a poco a la alegría. Alegría de verla sonreír cada vez con mayor frecuencia hasta reír finalmente a carcajadas, con una risa cálida que hacía vibrar todo su cuerpo. Él le hablaba de Inglaterra, de su tierra natal de Yorkshire, con sus lúgubres pantanos grises y su cielo nublado, de las escarpadas rocas de la costa rociadas por la espuma de las olas y de la amplitud del océano, a ella, que nunca había visto el mar y no conocía superficies mayores de agua que los estanques que se llenaban después de las precipitaciones del monzón. También le contó sus impresiones de la India, de su vida en el cuartel de Calcuta. Sitara le escuchaba con atención y le formulaba preguntas con curiosidad, igual que hacía él cuando ella le contaba las antiguas leyendas de Rajputana o las travesuras que ella y Mohan habían hecho en otros tiempos. Disminuían cada vez más las palabras de ambos, perdiéndose en un silencio muy elocuente en el que mantenían diálogos mudos con sus miradas.

Una noche en que la luna era una hoz luminosa en el cielo azul tinta, Sitara se calló súbitamente. Winston vio el resplandor de las lágrimas en sus ojos cuando volvió la cabeza.

—¿Qué ocurre? —La miró desconcertado.

—Yo... —Tragó saliva y la primera lágrima se le deslizó por el pómulo mientras se miraba los dedos hundidos en el regazo—. No he podido menos que pensar que en algún momento te marcharás de nuevo.

Winston permaneció en silencio, confuso. Él mismo había apartado cualquier pensamiento relacionado con el final de su estancia en el palacio y con el regreso a Calcuta. Desde aquella noche en la que se había encontrado con Sitara el tiempo no parecía existir para él, como si el mundo se hubiera detenido por completo, pero su comentario hizo que el mundo extramuros del palacio reapareciera bruscamente en su conciencia alcanzándolo de lleno, como un puñetazo en la boca del estómago.

Le habría gustado consolarla prometiéndole regresar, pero sabía que no podría mantener su promesa. Sus últimos encuentros con el rajá habían puesto de manifiesto que este jamás cedería su poder a la Corona, ni siquiera con la garantía de mantener su nombre y su estatus. Su misión había fracasado y tendría que enfrentarse a ese fracaso en Calcuta. No le darían seguramente una segunda oportunidad, y no era de esperar que las tropas de la Compañía Británica de las Indias Orientales ocuparan el principado.

—Winston... —El susurro ronco de ella le hizo alzar la vista.

Sitara se había levantado y colocado frente a él. Como hipnotizado, vio que se desprendía de su sari. Vuelta tras vuelta de tela blanca fue cayendo al suelo hasta que quedó desnuda en toda su belleza. Su piel parecía irradiar una luz plateada, y Winston vio con sorpresa que no era ni de lejos tan delgada ni delicada como le había parecido bajo los pliegues del sari. Sus pechos eran llenos y grávidos; su talle fino describía una curva en la suave redondez de las caderas. Su cuerpo estaba enmarcado por la negra melena sedosa, y la vulnerabilidad de su desnudez contradecía la mirada de sus ojos, que anunciaban orgullosamente su feminidad.

—Hazme mujer antes de irte. Ahora. Aquí.

Sin rechistar, consintió que lo tomara de la mano y tirara de él hasta tumbarlo en el suelo. La piel y el pelo de Sitara eran indistinguibles de la seda del sari, y comprendió que deseaba exactamente lo mismo.

Sus encuentros carnales habían sido hasta ese momento breves y apresurados; primero con las criadas complacientes, en el pajar, más tarde con las rameras de los
lal bazaars
de Calcuta, muy maquilladas y que olían a perfume barato, con las que se había procurado alivio por algunas rupias y que le habían hecho sentirse asqueado y sucio. Siempre le había resultado incomprensible el entusiasmo y la codicia de sus compañeros por las mujeres de piel morena. La belleza de Sitara, sin embargo, la inocencia y a la vez el hambre de sus ojos otorgaron a ese momento algo de solemnidad, de pureza.

Los besos de ella eran cálidos, su cuerpo ardía con las caricias, y los dedos que rozaban su piel con ternura lo iban liberando prenda a prenda del uniforme, abrasándolo y refrescándolo a la vez. Aspiró profundamente su olor almizclado mientras dibujaba con sus manos y su boca cada hueco de su cuerpo y lo cubría con su propia piel, admirando su elasticidad firme, su suavidad y su calor. El temblor que recorría el cuerpo de ella cada vez con mayor intensidad, los sonidos guturales que emitía intensificaban aún más su ansia. Cuando creyó que iba a reventar de deseo la penetró, sintió el desgarro del himen, el estremecimiento asustado de ella, luego un acaloramiento que la hizo suspirar profundamente. Sin temor aguantó ella firmemente su mirada, lo rodeó con brazos y piernas, con un ardor que los fundió el uno con el otro.

Sus cuerpos estaban perlados de sudor cuando más tarde se arrimaron el uno al otro, ardiendo y sin embargo temblando de frío en la cálida brisa nocturna. Winston se sentía satisfecho y bendito, acechaba el sonido de su propio corazón palpitante, el pulso de Sitara bajo la piel, su respiración acelerada, el canto de los grillos, el silencio atronador cuando cesaban estos su cricrí durante unos momentos. Levantó la vista cuando sintió a Sitara moverse y rozarle el codo. Ella lo estaba mirando fijamente, con lágrimas de profunda felicidad en sus ojos negros. Se llevó la mano de él al bajo vientre, sobre el oscuro triángulo de entre sus piernas.

—Llevaré a tu hijo dentro de mí. Lo sé.

6

Independientemente de lo secreto que pueda ser el amor, lo propio y característico de él es que delata al amante con una ligereza en el andar cuando anteriormente arrastraba los pies, con un brillo en los ojos cuando anteriormente parecían apagados, con una aureola tenue en torno a esa persona que hace saltar chispas en cada uno de sus movimientos. Y por muy prudentes y seguros que se imaginaban estar Winston y Sitara, lo cierto era que su secreto no podía tardar mucho en ser descubierto.

Noche tras noche se encontraban los dos en aquel patio interior, hambrientos de la cercanía del otro, colmando los deseos del cuerpo y del alma, y no quedaban nunca ahítos y se prohibían cualquier pensamiento sobre el tiempo que se les iba escurriendo inexorablemente entre los dedos.

La luna se volvió redonda, menguó de nuevo y brillaba escéptica a través de una brisa cálida y bochornosa sobre Winston y Sitara, que estaban abrazados sobre la chaqueta del uniforme de él, besándose y riéndose mientras Winston empezaba a ocuparse torpemente del extremo del sari de Sitara. En ese instante oyeron un ruido de metal contra metal y los dos se incorporaron asustados. Pareció que la luna se oscurecía y apartaba su mirada llena de malos presagios.

Con su larga espada rajput desenvainada se encontraba ante ellos Mohan Tajid, y un odio puro ardía en sus ojos.

—Aparta tus sucios dedos de
feringhi
de mi hermana.

Winston iba a levantarse de un salto para defenderse y defender a Sitara, pero ella lo obligó a permanecer sentado clavándole dolorosamente las uñas de una mano en el muslo. Ella sí que se levantó, pero sin prisas, sin miedo, y apoyó su espalda en él mientras con la otra mano se protegía el vientre.

—No, Mohan. Antes de matarlo a él, tienes que matarme a mí. A mí y a la criatura que llevo en mí.

Su voz era tranquila y decidida, con un ligero tono de enfado, como el gruñido amenazador de una leona que ve en peligro a su familia.

—Tanto mejor. Un golpe con la espada y se habrá saldado el oprobio que los dos habéis arrojado sobre nuestra familia y sobre nuestra casta —replicó imperturbable, demostrando por primera vez un gran parecido con su padre, el rajá.

Winston apartó con brusquedad a Sitara y se plantó en toda su estatura frente a Mohan Tajid, mirándolo fijamente.

—Hazlo si tienes que hacerlo, pero a ella déjala marchar.

Mohan le clavó los ojos y enarboló la espada lentamente. Winston no hizo ningún gesto para atacarlo o para zafarse, ni siquiera cuando sintió contra su camisa, la punta metálica que, con una respiración demasiado profunda, le habría cortado la piel.

—¡Loco! ¿Darías realmente la vida por una pequeña «negra» que te ha deparado algunas horas de placer? —dijo, escupiendo esa palabra en inglés con dureza en medio de la cadencia suave del hindustaní.

—Es Sitara, y es tu hermana —le replicó Winston cortante, y vio cómo la mirada de Mohan Tajid llameaba una fracción de segundo y se volvía hacia Sitara.

—Nos amamos, Mohan —escuchó Winston la voz de ella a su espalda, intransigente—. Estaba predestinado, y tú lo sabes.

Con gesto de enojo volvió Mohan a envainar la espada.

—Sí, lo sé, y supe desde el instante en que cruzó el umbral del salón del trono que traería la desgracia a nuestra casa. —Los miró consecutivamente, con las pobladas cejas negras fruncidas—. ¿Cómo habéis podido ser tan insensatos? ¿No sabéis que os hará el rajá si se enterara de esto? Y se enterará. Estoy seguro de que no soy el único que se ha dado cuenta de lo mucho que has cambiado —dijo, dirigiéndose a Winston en un tono grosero—. ¡Es solo cuestión de tiempo que los espías del rajá sigan tus pasos hasta aquí, como yo lo he hecho esta noche!

Sitara se levantó y agarró a su hermano del brazo, implorante.

—¡Ayúdanos, Mohan! Ayúdanos a huir de aquí... a cualquier parte.

Mohan miró a Winston, en cuyos ojos leyó el mismo deseo, y sacudió la cabeza.

—Estáis completamente locos. Incluso en el caso de que consiguiera sacaros de aquí sanos y salvos, ¿adónde queréis ir? El palacio está rodeado por kilómetros y kilómetros de desierto. En ninguna parte os darán cobijo ni seréis bienvenidos. ¡El brazo del rajá llega hasta muy lejos!

—La India es grande —se le escapó a Winston con aspereza.

Mohan rio, despectivo.

—¡Pero no lo suficiente! —Agarró con tosquedad a su hermana del hombro y la sacudió ligeramente—. Allí adonde vayáis, tú serás siempre la ramera del
sahib
, vuestros hijos serán bastardos. ¿Eso es lo que quieres?

En los ojos de Sitara brillaban las lágrimas, pero también una voluntad inquebrantable.

—Tú, él y yo sabemos que no es así. Eso debe bastarnos.

Winston vio que Mohan Tajid luchaba consigo mismo, y con todo lo que ahora sabía acerca del honor y de la tradición de los rajputs intuía vagamente lo que estaba sucediendo en su interior. Por mucho que le repugnara no podía hacer otra cosa que darle la razón a Mohan. Las relaciones entre los señores coloniales y sus súbditos estaban mal vistas por ambas partes, y los descendientes de una relación semejante eran tachados de bastardos toda su vida. Sabía que a los ojos de los hindúes, y aún más a los ojos de los rajputs, había deshonrado a Sitara, no solo porque su unión no había sido sancionada por un enlace matrimonial, sino sobre todo porque él era blanco. Y aunque no podía imaginarse cómo sería su vida fuera del palacio, le resultaba inimaginable e insoportable plantearse la vida sin Sitara.

Veloz como un rayo, Mohan Tajid cerró el puño de la mano derecha y le propinó a Winston un gancho en la mandíbula que lo derribó al suelo. Sintió más sorpresa que dolor antes de que Tajid le tendiera la misma mano para ayudarlo a levantarse.

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