El cielo sobre Darjeeling (44 page)

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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

—Fue muy inteligente por tu parte no jugar al ajedrez con el rajá, porque lo habrías perdido todo, hasta la cabeza. No eres capaz de anticipar tres movimientos seguidos.

Aquello le costó un puñetazo, que él encajó con otra sonrisa burlona aún más amplia.

Cuando montaron en sus caballos, con los músculos rígidos y entumecidos por el frío, y emprendieron el camino hacia el suroeste, Winston, con los párpados entornados, no dejaba de mirar atrás una y otra vez en busca de cualquier indicio sobre la suerte corrida por Bábú Sa’íd. Al final Mohan le propinó un golpe suave en el hombro. Winston lo miró, y el otro sacudió la cabeza.

—Nunca mires atrás, Winston. Jamás.

Cabalgaban preferentemente de día, a pesar del riesgo que entrañaba de ser detectados con mayor facilidad en el desierto. Mohan Tajid apostó por que los perseguidores no les supondrían tan insensatos ni tan locos como para intentar atravesar a caballo un paisaje que se había transformado en cuestión de horas en un lodazal por el que se deslizaban arroyuelos que iban formando estanques cuya profundidad no podía adivinarse. Gracias a su experiencia, a su lógica y a su instinto, supuso que el rajá enviaría a sus hombres a todos los confines de su territorio en cuanto la tierra comenzara a secarse, y entonces retomaría su rastro y los perseguiría sin piedad. El monzón era su amigo porque estaban seguros mientras durara.

Avanzaban penosamente; a cada paso se hundían las herraduras en el barro con un chapoteo, cada kilómetro significaba una breve eternidad para ellos y un enorme esfuerzo para los caballos mientras los cálidos vientos monzones azotaban la tierra con la lluvia. Solo podían descansar en cuevas, bajo los salientes de las rocas o sobre la pura piedra. Si no hallaban ningún lugar así, dormitaban algunas horas a lomos de sus caballos exhaustos.

Lo más insoportable de todo era la lluvia. Hacía días que no tenían un solo centímetro del cuerpo seco. En algunos momentos amainaba algo el monzón, se abrían claros en el manto de nubes, pero poco después volvía a caer agua a cántaros despiadadamente. La lluvia los tenía hechos polvo, y también el hambre. Por miedo a dejar un rastro que le fuera fácil seguir al rajá, no se atrevían a pasar por una de tantas localidades desperdigadas ni a descansar en una casa de campo solitaria y apartada, y sus escasas provisiones se estaban acabando. Nadie en sus cabales emprendía un viaje en esas condiciones; sin duda resultarían sospechosos para cualquiera por su aspecto andrajoso, cansado y sucio.

Era su unión lo que los hacía aguantar. Una mirada entre Mohan y Winston, una señal de ánimo con la cabeza o unos golpecitos en el hombro, las manos de Winston y de Sitara que se encontraban, los dedos de ella que acariciaban la costra oscura y fina en la palma de la mano de él; todo esto les infundía ánimos y les hacía soportar los agobios; eso y la mirada inquebrantablemente dirigida hacia delante.

Parecía que habían transcurrido varios meses, ¿o habían sido solamente una docena de días y de noches?, cuando tras la cortina de lluvia aparecieron unos bloques de piedra, las casas de Jaipur. Ante ellos se levantaba la Singh Pol, la puerta de los leones, como unas fauces que amenazaban con tragárselos, a ambos lados de la cual se extendía la muralla almenada de la ciudad, de siete metros de altura y tres de grosor, con cañoneras y aspilleras, por naturaleza más intimidatoria que seductora. Se veía claramente que las ciudades de Rajputana servían primordialmente de fortificación. Las calles eran rectilíneas, anchas, arboladas, con un cruce cada siete manzanas. Además estaban desiertas; las pocas personas con quienes se cruzaron caminaban a toda prisa bajo la lluvia para regresar lo más rápidamente posible a un lugar seco. Aquello jugó a su favor, ya que apenas nadie prestó atención a los tres jinetes destrozados y empapados sobre sus exhaustas monturas. En las callejuelas de los bazares se sentaban juntos comerciantes y artesanos con parientes, vecinos o clientes, tomando un vaso de
chai
, negociando con poco entusiasmo o simplemente charlando mientras chorreaba el agua de los tejados por delante de sus puestos, en los que se exponían las más variopintas mercancías. Mohan Tajid cabalgaba con determinación por el trazado de las calles, y Sitara y Winston trotaban detrás de él con gesto cansino.

Mohan sofocó al instante con algunas monedas de plata la desconfianza del zalamero
bhatiyárá
del albergue apartado, y ocuparon dos habitaciones conectadas entre sí por una puerta, sencillas pero sorprendentemente limpias.

Durmieron como marmotas un día y una noche, y cuando Winston despertó a la mañana siguiente con el murmullo constante del monzón, se sentía como recién nacido a pesar de que le dolían todos los músculos. Haber escapado a los inminentes peligros de la corte rajput le hacía sentirse liberado. Volvió la cabeza hacia Sitara, que se había ovillado junto a él sobre el jergón de paja cubierto con sábanas y continuaba durmiendo profundamente, como un tronco. Con el cabello desgreñado y la cara sucia daba la impresión de ser una niña de pueblo asilvestrada, pero sus rasgos mostraban la paz de alguien que se ha salvado de un peligro amenazador. Como si notara que la miraba parpadeó hacia la luz del día, de color gris perla, y, cuando vio a Winston, se deslizó por su rostro una sonrisa. Se estiró como una gata y se arrimó cariñosamente a él, igual de silenciosa que durante toda la fuga.

Un golpe en la puerta los hizo levantarse precipitadamente, pero no era sino Mohan Tajid, limpio y con las modestas prendas de vestir color barro de la gente humilde, el
dhoti
y la chaqueta ancha, un chal de algodón en la cabeza a modo de turbante. Llevaba una bandeja de madera con un cuenco humeante, una pila de
chapatis
y una jarra de
chai
. Sentados con las piernas cruzadas dieron cuenta, hambrientos, de la montaña de
muttar pilaw
, el arroz cocido en caldo con verduras y pollo, e hicieron planes para la prosecución de su fuga.

Mohan ya había estado en el bazar a primera hora de la mañana y les había comprado ropa nueva. Ya con un aspecto civilizado había ido poco después a deshacerse de los caballos y conseguido por su venta tan solo algunas rupias, porque nadie quería aquellos fatigados animales. Pero durante la transacción se había enterado de que el escribano que vivía a dos calles buscaba un ayudante con desesperación. Durante la época del monzón, todo el mundo parecía acordarse de repente de cartas urgentes que se habían olvidado de leer o de escribir, y asediaba al escribano para que se las leyera o, en su caso, para que se las escribiera sobre papel. Mohan Tajid se presentó allí con otro nombre y contó una historia espeluznante, falsa, sobre que había escapado, a pesar del monzón, hacia Jaipur, con su mujer, a la que había desposado recientemente, para huir del propietario lascivo de sus tierras, que quería ejercer su derecho de pernada la noche de nupcias con la novia; una historia muy del gusto del alma popular rajputana, tendente a la tragedia, el drama y las historias de enamorados en apuros.

El escribano le había ofrecido una mano llena de rupias por semana y también una habitación vacía en el patio trasero de su casa como alojamiento.

—Lo más tardar en dos meses se habrá terminado la época de lluvias —prosiguió Mohan, llevándose a la boca el último trozo de pan ácimo antes de cambiar la bandeja que estaba entre ellos por un mapa del norte de la India—, y el suelo del desierto se seca muy rápidamente. No debemos quedarnos aquí mucho tiempo. Jaipur es demasiado pequeña, demasiado ordenada como para movernos clandestinamente aquí una temporada larga sin correr peligro.

Winston tuvo que reconocer a regañadientes que Mohan Tajid tenía razón en lo que argumentaba. La estatura y el color claro de su piel delataban de inmediato que era inglés, aunque se camuflara con la vestimenta del país. Así pues, era un riesgo para la seguridad de todos. El dedo índice de Mohan se deslizó en diagonal por el mapa hacia arriba y se detuvo en el punto más grande del mapa.

—Delhi es incomparablemente más grande y caótica, las callejuelas de los bazares son una maraña, es imposible su control. Si en alguna parte podemos hacer desaparecer nuestro rastro, es allí; no hay otro lugar mejor.

—¿Y allí estaremos seguros? —Winston miró a Mohan Tajid entre escéptico y esperanzado.

Mohan se puso serio. Con la barba cerrada que se había dejado crecer parecía haber envejecido años desde que dejó el palacio.

—No estaremos más seguros en ningún otro lugar —repuso con un deje metálico en la voz—. Coincido además plenamente con el Mahabharata, en el que se dice que un hombre para quien no ha sonado todavía la hora de su muerte no morirá aunque lo atraviesen cien flechas, mientras que un hombre al que le ha llegado la hora no permanecerá con vida aunque solo le roce la punta de una brizna de hierba. No nos queda otro remedio que esperar que los dioses estén con nosotros y nos cuiden.

—¿Alcanza tu sueldo para mantenernos a flote? —quiso saber Winston.

Por fin apareció en el rostro de Mohan su familiar sonrisa burlona llena de dientes.

—No te preocupes. Previendo sabiamente que ya no vería nada de mi herencia por vía legal, me traje una pequeña parte de ella, transportable. Debería bastarnos durante un tiempo.

A la mañana siguiente unas voces encolerizadas sacudieron el pequeño albergue, y los huéspedes que se acercaron al lugar, así como la familia del
bhatiyárá,
se enteraron de que habían robado al sencillo campesino y a su joven esposa, que permanecía en un rincón, silenciosa e intimidada, con la cabeza y la parte inferior del rostro decorosamente cubiertos con el extremo del sari de algodón con estampados de vivos colores. El autor del robo había sido aquel
feringhi
, un soldado desertor al que los dos, por compasión, habían recogido de camino y llevado hasta la ciudad, y que se había largado durante la noche con una parte de sus ya de por sí escasas pertenencias. Echando pestes y maldiciones a voz en grito, el joven rechazó con tanto orgullo como agradecimiento cualquier ayuda en la búsqueda de ese bribón, así como las numerosas ofertas de ayudar a la pareja con sábanas, cuencos, vasos o algunas rupias, con lo cual se ganaron de inmediato el respeto y el reconocimiento de todo el vecindario. En el bazar se estuvo comentando durante algunos días de que no se podía confiar en un
feringhi
y que lo mejor era que ellos se mantuvieran unidos.

La joven pareja se fue con su hatillo entre las felicitaciones de todo el albergue a su nuevo alojamiento en el patio trasero del escribano, donde ya los esperaba Winston con impaciencia desde que Mohan Tajid lo había llevado allí a escondidas al amparo de la noche.

Los siguientes dos meses, en los que el cielo descargó incesantemente sobre Jaipur sus torrentes de agua por tejados y calles, convirtiendo el desierto de Rajputana en un lago fangoso, fueron pesados para Winston en su escondrijo, y se hizo una idea de lo que debió de soportar Sitara durante su larga estancia en la Torre de las Lágrimas. Su espacio vital se reducía a los cinco pasos por cinco de la habitación, sin posibilidad de abandonarla. Solo la presencia de Sitara hacía soportable esa cárcel, aunque fuera un encierro por su propia seguridad. La cercanía de ella, esa absoluta confianza que irradiaba, era como un rayo de sol en la penumbra de los días; además, disfrutaba de la solitaria vida en pareja con su amor, del lujo de poder amarse durante el día en ausencia de Mohan siempre que les apetecía. El vientre de Sitara se iba redondeando, sus pechos se estaban llenando y haciendo pesados, su felicidad por el hecho de llevar en su seno una criatura, su hijo, la hacían a los ojos de Winston aún más deseable. La verdad era que sus horas estaban llenas de ternura.

El hecho de que la mujer del ayudante del escribano apenas se dejara ver les parecía algo muy natural a los vecinos, lo veían incluso con plena satisfacción, como prueba de que Sitara era una esposa raramente virtuosa y obediente. Sin embargo, el miedo a ser descubiertos pendía sobre ellos como una sombra cada día, cada noche, solo podían dejarlo a un lado por un tiempo muy breve, pero nunca lo olvidaban del todo. Se convirtió en parte de su día a día, de todos sus pensamientos y acciones.

Mohan Tajid disfrutaba de la vida sencilla como auxiliar del escribano, que le deparaba muchos más placeres que la vida como príncipe rajput que había dejado atrás. Leía cartas a ancianas cuyos nietos vivían muy lejos y habían conseguido llegar a ser algo en otras tierras; redactaba documentos sobre la adquisición de casas y tierras, facturas y reclamaciones por escrito, tanto de artesanos como de sus clientes; intervenía como mediador en disputas familiares sobre últimas voluntades garabateadas en un papel; representaba el papel de embajador del amor para muchachos gallardos y también para muchachas que entraban en secreto en la tienda y enrojecían de pudor por debajo de sus velos. En la escribanía se hallaba en el centro del cotilleo y de las habladurías que sobrepasaban las murallas de la ciudad, y transmitía las noticias a los oyentes interesados. De esta manera se enteró muy pronto de los rumores de que el rajá había ofrecido una elevada recompensa por la captura del soldado
feringhi,
que no solo había deshonrado al clan sino que también había puesto en peligro la vida del rajá, con la colaboración de su hijo renegado y su hija desleal. Finalmente aparecieron un día por la tienda dos guerreros rajputs armados hasta los dientes. Su aura de honradez y de fuerza no se veía menoscabada siquiera por el hecho de llevar el mojado uniforme pegado al musculoso cuerpo y regueros de agua cayéndoles por la cara desde la tela completamente empapada del turbante.

—¡Eh, escribano! —habló uno de los dos en tono imperioso al propietario del negocio, quien, obediente, apartó de sus rodillas el tablero para escribir y se levantó mientras Mohan se inclinaba aún más sobre el suyo.

El corazón le martilleaba dolorosamente contra las costillas, e intentó en vano seguir con la vista enfocada en las líneas de la copia que estaba realizando en ese momento.

—¿Has oído hablar de un soldado
feringhi
que ha pasado por aquí?

—¿Un
feringhi
? ¿Buscáis a un
feringhi
? —Anwar, el escribano, estuvo a punto de soltar un gallo cuando exclamó a voz en grito al capitán rajput, quitándose las gafas y gesticulando—. Ese de ahí, mi ayudante —señaló a Mohan, que no levantó la vista de la carta que estaba escribiendo—. ¡A él le robó uno de esos asquerosos! ¡Le quitó todo, solo le dejó la ropa que llevaba puesta, ese sinvergüenza! ¡Se largó a las montañas con todo lo que poseía, que no era mucho, porque ningún escribano llega a enriquecerse con su oficio! ¡Estos tiempos se están poniendo cada vez peores, la gente ya no quiere pagar, no está contenta con el trabajo que hacemos, discuten y negocian cada línea, cada letra, y luego te cruzas además con un salteador de caminos! Como si los tiempos no fueran de por sí ya lo suficientemente duros. ¡Ya no está seguro uno en ninguna parte! En otros tiempos, cuando yo tenía...

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