El cielo sobre Darjeeling (47 page)

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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

—Son Rama y Sita —explicó Mohan en voz baja a su espalda—. Jánuman es el héroe del Ramayana. Es hijo de Vaiú, el dios del viento, de quien recibe la fuerza del ciclón y la facultad de volar. Es fuerte y listo, y nadie lo iguala en erudición. Un buen día, Jánuman se escondió en el bosque y encontró allí a Rama. Rama le contó que el demonio Rávana había secuestrado a su querida esposa, Sita, y que él había salido en su busca. Profundamente emocionado por esta historia, Jánuman reconoció que había sido elegido por el destino para ser el sirviente de Rama, y reunió un ejército. Ese ejército no pudo encontrar a Rávana y a Sita, pero Jánuman descubrió el escondrijo de Rávana. Adoptó la forma de un mono común para sortear las legiones de poderosos demonios y entrar de ese modo en el magnífico palacio de Rávana. Allí encontró a Sita, sentada en el jardín, con aire atribulado y custodiada por algunos demonios. Jánuman abandonó su escondrijo, se acercó a ella y le entregó un anillo de Rama. Le contó que Rama estaba desconsolado sin ella, y se ofreció a llevarla sobre sus espaldas y escapar de allí. Sin embargo, Sita rechazó el plan por respeto a su marido, ya que lo deshonraría si no era él mismo quien acudía a salvarla.

»Así pues, Jánuman se aprestó a la lucha contra el rey de los demonios, destruyó las murallas de la ciudad y aniquiló a miles de demonios. Durante la contienda, Rávana prendió fuego al rabo de Jánuman, que adoptó una forma gigantesca e hizo que las llamas devoraran la ciudad de Havana. Regresó hasta donde se encontraba Rama y le contó que había encontrado a Sita. Jánuman y su ejército de monos destruyeron a Rávana y su imperio, y Rama pudo liberar a Sita. Jánuman es el símbolo de la entrega del servidor a su señor y la del creyente a su
ishta
.

La historia del dios mono y el nombre de la heroína, tan parecido al de Sitara, le hicieron dirigir la vista hacia ella, quien le devolvió la mirada con orgullo de sí misma y por lo que había hecho, y al mismo tiempo había tanto amor y un poco de temor en ellos que Winston se sintió infinitamente avergonzado y a la vez invadido por una sensación de calidez. Se recostaron abrazados para descansar unas pocas horas antes de que aparecieran de madrugada por el templo los primeros fieles a orar bajo la protección y los ojos benevolentes de Jánuman, el luchador que toma partido por los amantes.

Winston parpadeó con la luz pálidamente azulada de la mañana que se colaba en el interior del templo por las ventanas en arco. La luz dorada de las últimas lamparillas de aceite, a punto de consumirse, parecía sucia. Desde lejos le llegaban las voces de los muecines llamando a los creyentes a la oración de la mañana desde los minaretes de la ciudad. Tardó unos instantes en ser consciente de dónde se hallaba y lo que lo había llevado hasta allí, y el recuerdo de los sucesos de la noche anterior fue para él como un puñetazo en el estómago. Tenía los músculos doloridos de estar echado sobre la dura piedra y percibió cómo el cuerpo caliente de Sitara se apretaba contra el suyo en el sueño. Pero había algo más que no conseguía recordar: fragmentos vaporosos de un sueño que habían dejado en él una sensación de nostalgia y de alegría. Intentó con todas sus fuerzas recordar ese sueño... Se levantó precipitadamente y sacudió el hombro de Mohan Tajid, quien al instante se despejó y se incorporó.

—Saharanpur —le dijo y, cuando Mohan frunció el ceño sin entender, añadió, agitado—: Allí vive un amigo mío. ¡Él nos ayudará!

Mohan hizo una mueca de escepticismo, pero al mismo tiempo se encendió en sus ojos una chispa de afán de aventuras y de satisfacción.

—Por fin comienzas a pensar por ti mismo...

Fueron a pie por las callejuelas dejándose llevar por la corriente de personas que iban en dirección a la muralla de la ciudad; no se volvieron siquiera a mirar, y nadie se atrevió a hablarles de la muerte de los dos guerreros rajput. A pie, pequeños y humildes, salieron de la ciudad por la puerta que con tantas esperanzas habían atravesado el día anterior a caballo.

Un campesino amable los llevó un trecho en su traqueteante carro de bueyes hacia el norte. Les costaba no mirar con cierta sensación de ansiedad la muralla de la ciudad, cobriza a la luz del sol, tras la cual habían buscado amparo y que había sido una decepción tan amarga para ellos.

Sin embargo, sin decaer, pusieron sus esperanzas de nuevo en manos del azar.

9

Era un camino fatigoso. Recorrían largos trechos a pie, pernoctaban al aire libre con los miembros doloridos. Una caravana de camellos los llevó de Baghpat a Kandhla y les procuró allí un techo para pasar la noche. Por un precio descomunal pudieron comprarle a un campesino a la mañana siguiente un carro medio destartalado y un buey decrépito con el que siguieron avanzando lentamente hacia al norte. Su aspecto cansino, andrajoso, les era de provecho allí, en la llanura fértil entre los ríos Yamuna y Ganges, por los ondulantes campos de cereales y los exuberantes pastos de las vacas. La gente de la zona era pobre, tenía lo estrictamente necesario para sobrevivir, aunque no llegaba a pasar hambre, y aquellos viajeros de aspecto mísero procedentes del sur parecían de los suyos. No había ningún motivo para sospechar de ellos, por lo menos para no compartir con ellos
chapatis
recién hechos, una jarra de leche o un cuenco de
pilaw
. Mohan y Winston se alternaban en el pescante del carro mientras Sitara, hecha un ovillo en la caja del carro bajo una manta rala, dormía casi ininterrumpidamente, menos cuando Winston intentaba que tomara un pedazo de
chapati
y algunos tragos de agua. La criatura había comenzado a producirle algunas molestias desde hacía algunos días y el recorrido por carreteras malas en las que el carro traqueteaba constantemente no contribuía en absoluto a su restablecimiento. El camino parecía infinito, una odisea. Un entumecimiento silencioso debido al agotamiento se había apoderado por completo de ellos. No parecía importarles nada más que la ruta hacia el norte, que no perdían de vista en ningún momento.

Mohan no volvió a hablar, por primera vez desde hacía varios días, hasta que no tomaron la carretera principal de Saharanpur, una pequeña ciudad dedicada a la artesanía.

—¿De qué conoces a ese...?

—William —completó la pregunta Winston, mirando preocupado hacia atrás, a Sitara, semiincorporada tras el pescante, aparentemente durmiendo con los ojos abiertos, y volviendo de nuevo la vista al frente—. William Jameson. Viajamos en el mismo barco de vela en el verano del treinta y ocho hacia Calcuta. Él ocupaba su cargo como capitán médico en el Servicio Médico Bengalí y yo prestaba servicio en el Ejército. Nos hicimos amigos rápidamente. Se quedó muy poco tiempo en Calcuta, lo trasladaron a Kanpur, posteriormente a Amballa y, desde hace dos años, dirige el Jardín Botánico de aquí. Siempre le han gustado más las ciencias naturales que a la medicina.

—¿Estás seguro de que nos ayudará?

Winston se encogió de hombros con cierta amargura.

—Eso espero.

Volvieron a enmudecer mientras seguían la ruta que les había indicado un zapatero a la entrada de la localidad.

Igual que el paraíso, el jardín del Edén, surgió ante ellos el Jardín Botánico de Saharanpur. Cercados por una tapia baja florecían hibiscos, rododendros y adelfas en un opulento esplendor. Cuando el carro cruzó la puerta abierta sobre la gravilla de la entrada, les salieron al encuentro bancales primorosamente cuidados con plantones y hierbas. Unos letreritos anunciaban al mundo con orgullo su nombre en latín y su difusión geográfica.

Uno de los muchos jardineros que por todas partes, bajo la vegetación de gran altura, rastrillaban las hojas caídas, arrancaban las malas hierbas y cortaban las flores mustias, se acercó corriendo a ellos gritándoles. ¿Qué buscaban allí? Mohan saltó del pescante y los dos se enredaron en un ruidoso y acalorado enfrentamiento verbal en urdu, que Winston, pese a sus aceptables conocimientos lingüísticos, solo pudo seguir con bastantes lagunas. Se acercaron presuroso otros jardineros, no con intención de devolver la paz a aquel paraíso, sino por mera curiosidad, y se inmiscuyeron en la disputa con no menos ruido y apasionamiento.


Kyâ
hai
, ¿qué sucede? —exclamó con disgusto un hombre.

Un europeo larguirucho de aproximadamente la misma edad que Winston se les acercó a grandes zancadas, con la camisa arremangada mojada de sudor y las perneras embutidas en unas botas de color tierra. Su rostro delgado, con un bigote rubio ceniza, enrojecido por el esfuerzo y por un disgusto manifiesto, quedaba a la sombra de un sombrero de ala ancha. Cuando ya casi había llegado al centro del tumulto se detuvo de pronto, mirando fijamente a Winston, con incredulidad o con desconfianza.

Solo entonces cayó en la cuenta Winston del espantoso aspecto que debía de tener, lleno de polvo y empapado de sudor, con los ojos rojos y la cara chupada, con la vestimenta usada de un campesino, con el pelo largo y greñudo, con el rostro agrietado y quemado por el sol y una barba muy crecida de color rubio cobrizo.

—¿Winston? —preguntó William Jameson titubeando, desconcertado y feliz a partes iguales, y un instante después el aludido se vio abrazado con toda cordialidad y recibió unas palmadas alegres en la espalda.

Winston cerró un instante los ojos, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no romper a llorar con lágrimas poco varoniles, porque el abrazo del amigo era el primer gesto familiar para él tras semanas entre desconocidos, corriendo aventuras y peligros, y sintió la alegría profundamente emotiva y a la vez apagada de quien regresa a casa exhausto.

—Entra y date un baño lo primero. Luego nos sentamos los dos a tomar una taza de té y me cuentas qué ha sucedido —le propuso William cariñosamente, y añadió, mirando a Mohan y a Sitara, que se había sentado en el carro y examinaba con atención medrosa el nuevo entorno con ojos ojerosos—: Masud los alojará con los criados.

Winston iba a corregir el malentendido, pero Mohan asintió imperceptiblemente con la cabeza y se dispuso a levantar a Sitara del carro y seguir al jardinero jefe, que los miraba hosco. Con el brazo de William sobre los hombros, Winston se dejó conducir por el camino de guijarros hasta el bungalow de una sola planta con el tejado de paja. Se trataba de una casa pequeña, sencilla, pero a Winston le pareció más seductora que todos los lejanos palacios de Rajputana.

Bañado y afeitado, con ropa de William que le quedaba muy justa, Winston volvió a sentirse por fin un ser humano. Volvía a ser inglés cuando se sentó en el sillón, frente a Willam, en un cuarto lleno a rebosar de libros, vajilla y recuerdos de la patria lejana. El escritorio estaba completamente cubierto de papeles llenos de apuntes y de plantas prensadas todavía por etiquetar y catalogar. La habitación era sala de estar, comedor y cuarto de trabajo a la vez, y por ello triplemente acogedora.

Hambriento y casi olvidando los buenos modales a la mesa se abalanzó, bajo la atenta mirada de su amigo, sobre los gruesos bocadillos y los jugosos pasteles, bebiendo una taza de té con leche tras otra, antes de arrellanarse en el sillón con una sensación casi dolorosa de hartazgo después de zamparse las últimas migajas. William agarró la petaca y comenzó a llenar la pipa con ceremonia. Tomó la palabra cuando el tabaco ya ardía y él había dado las primeras caladas, con el rostro anguloso y moreno casi oculto en una espesa nube de humo.

—Venga, suéltalo ya.

Cuando Winston hubo acabado su relato, William siguió chupando la boquilla de su pipa antes de darse cuenta de que hacía un buen rato que se había apagado. En silencio se inclinó hacia la mesa que estaba al lado de su sillón, golpeó la pipa en el cenicero y la volvió a llenar con más lentitud esta vez, meditabundo. Winston lo miraba angustiado.

William Jameson era dos años más joven que él, pero, debido a su delgadez y a su carácter serio e introvertido, parecía de la misma edad o incluso mayor. Nacido en Escocia, en Leith, se había criado en el seno de una familia de académicos. Sus rasgos faciales eran ásperos como los altos pantanos de su tierra, con unos ojos grises que parecían reflejar el cielo frecuentemente nublado de Escocia y una cabellera rubia oscura que se estaba volviendo ya rala. Sin embargo, Winston sabía por el tiempo pasado con él que también era un hombre de humor, incluso de ingenio, alguien con quien se podía estar bebiendo hasta desfallecer sin que se volviera nunca grosero, alguien para quien la amistad era uno de los bienes más excelsos. Con el corazón en un puño, esperaba la reacción de su amigo, y confiaba fervorosamente en no haberse equivocado en lo relativo a su lealtad.

William expulsó el humo y se arrellanó en el sillón mirando fijamente a Winston.

—Supongo que eres consciente del endemoniado embrollo en que te has metido —dijo tras un leve carraspeo.

Winston se puso rojo hasta las raíces del cabello, pero no dijo nada.

—Pero para tu tranquilidad te diré que no te buscan —prosiguió William, sentándose más cómodamente y cruzando las piernas—, al menos no en estos momentos. Debido a mis cartas, tu compañía se dirigió a mí por el asunto de tus pertenencias en el cuartel, al haber transcurrido tanto tiempo sin tener noticias tuyas y, cuando yo, preocupado por ti, volví a preguntarles por escrito algunas semanas después, me comunicaron que te habían dado por desaparecido. Te creen muerto, Winston, si bien la nota oficial no se publicará hasta dentro de algunos meses.

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