Siguió con la mirada la mariposa, la vio revolotear por encima de las largas hileras de matas de té, hacia los muros del palacio. Reconoció a lo lejos a Mira Devi con su
kurta
azul y los pantalones rojos, subiendo a toda prisa la colina, con el
dupatta
ondeando al viento como una bandera, porque se le había soltado de la cabeza, ya prácticamente cana del todo. Tropezó, cayó, volvió a incorporarse a duras penas, siguió corriendo, aguantando el dolor. Por el modo en que gritaba el nombre de su madre se le encogió el estómago. Ignorando la perplejidad de Tientsin echó a correr con el miedo en el cuerpo, presintiendo una terrible desgracia.
Sin aliento, entró como un vendaval en la cocina. Mira Devi hablaba con excitación a Sitara, tratando de convencerla, interrumpiéndose con jadeos violentos para tomar aire convulsivamente. Sitara, envarada y pálida como una muerta, con los ojos oscuros muy abiertos de horror, estaba junto al horno, con una cuchara de palo en la mano. A sus pies se hallaban dispersos los pedazos de una fuente de barro de la que iba derramándose la sopa por el suelo de piedra formando un charco. Emily, arrimada a la pared de un rincón, atemorizada, abrazaba firmemente la muñeca de trapo ya muy vieja que Mira Devi le había cosido. En la cocina se olían el miedo, la agitación, el horror. Aunque Ian no comprendía lo que en realidad había sucedido, dedujo por lo que Mira Devi decía en kangri al menos algunas cosas: «Rajputs. Guerreros. En la ciudad. Os buscan.»
A pesar de tener cuatro años más que su hermanita, comprendía tan poco como ella por qué los enviaban a la habitación que Winston había acondicionado para ellos dos, donde les ordenaron esperar hasta que fueran a buscarlos. No entendía sobre qué discutían en la cocina a gritos sus padres, su tío, Mira Devi, el marido de esta, que trabajaba en la plantación de té bajo las órdenes de Tientsin, y el propio Tientsin, en una mezcla de hindustaní, kangri e inglés de la que apenas podía sacar en claro alguna palabra por mucho que aguzara el oído. Emily, pegada a él, le mojaba la camisa con sus lágrimas, mientras los dos permanecían acurrucados en la cama donde solían dormir con las almohadas que había bordado Mira Devi. Solo una vez oyó el golpe de un puño sobre una superficie dura y a su padre, vociferando en inglés:
—Pero ¿adónde? ¡Maldita sea! ¿Adónde?
Siguió un silencio peor que las voces excitadas de antes y se reanudaron los murmullos de agitación. Solo sabía que tenía miedo, miedo como nunca antes había sentido en su vida y que tenía que haber sucedido algo que iba a transformarlo todo. La respiración de Emily fue sosegándose cada vez más y él le pasó la mano consoladora por la cabeza cuando se quedó dormida, murmurando palabras tranquilizadoras en el pelo castaño claro de su hermana. También deseó que alguien lo estrechara a él entre sus brazos y le dijera que todo iba a volver a estar bien, que no tenían nada que temer. Pero no acudía nadie.
El tiempo pareció detenerse; puede que solo hubieran pasado unos minutos o quizás horas cuando el barullo de voces se disolvió en frases aisladas, órdenes, exclamaciones, pasos apresurados en una y otra dirección, que se repartían por todas las habitaciones y volvían a reunirse. Sonidos traqueteantes, tintineantes, una exclamación de horror de su madre, un breve sollozo, luego un murmullo tranquilizador, susurros, voces de llamada, el relincho furioso de un caballo en el exterior. Ian pensó con ansiedad en las praderas iluminadas por el sol más allá de ese cuarto, en la brisa suave y dulce de la primavera y en el aroma de las hojas de té mojadas.
Se puso en pie de un salto cuando por fin se abrió la puerta y entró su tío.
—¡Sorpresa! ¡Vamos a dar un largo paseo a caballo, todos juntos!
Mohan ponía cara de satisfacción, pero la alegría de sus palabras sonaba falsa, tenían un matiz sombrío. Ian se lo quedó mirando con un gesto escrutador y cuando Mohan vio que no le creía apartó confuso la mirada. Alzó suavemente de la cama a la durmiente Emily e Ian le siguió con el corazón en un puño.
La luz del sol le deslumbró cuando atravesó el umbral, y parpadeó varias veces antes de reconocer los cuatro caballos ensillados y cargados que se movían con inquietud sobre sus patas. En uno de ellos iba sentado el marido de Mira Devi, huraño, otro lo mantenía sujeto por las riendas su padre, con una expresión en el rostro no menos furiosa. En un primer momento lo invadió una sensación de alivio cuando se dio cuenta del poco equipaje con el que iban a viajar, pero cuando vio cómo se abrazaban llorando su madre y Mira Devi, se le hizo un nudo en el estómago. Al pasar por su lado, Mira Devi tendió una mano hacia Emily y realizó un gesto de bendición sobre la niña dormida; a él le abrazó el cuerpo flaco con tanta fuerza que sintió dolor. Se dejó, como anestesiado, aspirando inconscientemente una vez más el olor de ella, a sal y tierra y hierbas, que le era tan familiar desde la hora de su nacimiento. A una señal de su padre se subió a su montura. Winston montó detrás de él. Sitara se arremangó el kurta para montar, se enjugó las mejillas mojadas antes de asir con determinación las riendas con una amargura en la cara que asustó a Ian. Sin demorarse un segundo más, los caballos se pusieron al trote. Ian se volvió a mirar cómo dejaban lentamente atrás el palacio. Mira Devi lloraba desconsoladamente y se enjugaba las lágrimas con el extremo suelto de su
dupatta
, Tientsin se llevaba un dedo a los ojos por debajo de los cristales de sus gafas, e Ian supo entonces que aquella era una despedida para siempre.
Algo le empujó el brazo y miró al frente. Mohan, con Emily durmiendo en brazos, había puesto su caballo junto al de Winston. Sus ojos tenían un brillo duro, como piedras pulidas, y con voz ronca dijo:
—Nunca mires atrás. Nunca.
Desaparecieron en la espesura de los bosques y el marido de Mira Devi los condujo por senderos antiquísimos, prácticamente borrados por la vegetación, que solo conocían unos pocos nativos de ese valle y prácticamente ningún forastero. Bordearon peñas escarpadas, atravesaron aguas de deshielo y arroyos y cauces de ríos crecidos por las lluvias. Aquel paisaje poco acogedor que tan poco se parecía al suave valle que conocían no hacía sino reforzar la sensación de amenaza que se había cernido sobre ellos, que perseveraban en un silencio obstinado. Cabalgaron muy juntos hasta el borde de la cordillera Shiválik, día tras día, noche tras noche, sin apenas tiempo para un descanso breve tanto para ellos como para los animales. Cuando por fin, muchos días y muchas noches después, el angosto y pedregoso sendero volvió a descender y a ensancharse, el marido de Mira Devi detuvo su caballo y volvió grupas.
Mohan cabalgó hasta él, y su acompañante le dijo algo en voz baja. Mohan asentía una y otra vez en señal de que había entendido. Finalmente, el marido de Mira Devi sacó un pequeño objeto de su chaqueta y se lo puso a Mohan en la mano, cerrándosela a continuación. Los dos hombres se miraron a la cara un instante, luego Mohan le dio unos golpes en el hombro con rudeza y cordialidad a partes iguales y arreó su caballo sin volverse a mirar. Los demás animales le siguieron por la senda empinada y llena de guijarros sueltos, que volvió a estrecharse hasta que solo pasaban los caballos en fila inda. Ian creyó notar en la espalda la mirada inquieta del marido de Mira Devi.
El sol ardía tórrido sobre la llanura que estaban atravesando, a buen paso pero con la suficiente lentitud para que no sufrieran los caballos ni ellos. Ciegos a la particular belleza del paisaje, seguían a Mohan Tajid, que se atenía estrictamente a la descripción del camino, que conducía por parajes vírgenes con lugares apropiados en los que había agua fresca para tomarse un respiro. Por fin, cuando sus provisiones estaban a punto de acabarse, vieron ante sí el centelleo de tejados y murallas vibrando en el aire, y algunas horas después se los tragó un hervidero de gente tras las murallas de la ciudad de Delhi.
Durante el invierno anterior se había levantado por el país un viento susurrante, silencioso, secreto; se había arrastrado por los suelos levantando pequeños remolinos de polvo, primero aquí, luego un poco más allá; había seguido moviéndose con rapidez, saltando de ciudad en ciudad. Los rumores habían comenzado con profecías sobre la próxima resurrección de los tronos abandonados, sobre la desgracia inminente de los ingleses. Algunos los habían puesto adrede en circulación las malas lenguas; otros eran fruto de un deseo impreciso, de un anhelo de tiempos pasados en los que la India no estaba dominada todavía por los ingleses.
Fue en enero cuando el gobernador de la ciudad de Mathura, cercana a Agra, encontró sobre una mesa de su despacho cuatro
chapatis
de harina gruesa. Cuando preguntó a los empleados por su procedencia, le contestaron que un desconocido había entregado un
chapati
al vigilante del pueblo vecino dándole además la instrucción de que hiciera cuatro iguales y los repartiera a los vigilantes de los pueblos de los alrededores con el ruego de que procedieran ellos de la misma manera. Este, por prudencia y sentido del deber a partes iguales, hizo llegar las tortas de pan al gobernador, tal como le habían pedido. Informes similares llegaron al día siguiente procedentes de otros distritos, y pronto pudo leerse en el periódico que los
chapatis
se habían distribuido de la misma manera por todo el norte de la India. Ese suceso era tan desacostumbrado que intervino el Gobierno para iniciar una investigación. Sin embargo, pese a todos los esfuerzos y medios empleados, no pudo aclararse quién o dónde se había iniciado la distribución de las tortas o cuál era su significado. Se decía que había tenido su origen en el principado maratí de Indore, en la India Central, y que, a partir de allí, se había ido extendiendo hacia el norte a por los estados de Gwalior y los territorios de Sagar y Nerbudda, bajo control británico, hasta las provincias del noroeste, Rohilkhand al norte, Oudh al este y Allahabad al sureste, cubriendo rutas de hasta casi trescientos kilómetros por noche.
Los periódicos hindúes de Delhi lo consideraron «una invitación a todo el país a unirse en pro de una meta común que sería desvelada con posterioridad». Mainodin Hassan Khan, un
thanadar
extramuros de Delhi, adujo en contra de la opinión del gobernador local que consideraba los
chapatis
«una señal de que grandes disturbios iban a tener lugar pronto», y explicó que, antes de aquello, a los maratís les habían sido entregados, de pueblo en pueblo, una brizna de mijo y un trozo de pan para anunciar un rebelión inminente. Otros creían que las tortas eran un aviso de que los británicos planeaban imponer el cristianismo a los hindúes. «¿Es una traición o una broma?», se preguntaba el periódico inglés
Friend of India
el 5 de marzo. Al final los sucesos y su posible significado fueron considerados una superstición hindú y olvidados rápidamente, al igual que los rumores según los cuales en los molinos británicos, que producían una harina más barata y de mejor calidad que la molida a mano, se molían también huesos de animales o incluso los huesos de personas muertas recogidas del Ganges, o los que decían que se estaba planeando poner en circulación monedas de piel de cerdo o de vaca.
Por la misma época en la que aparecieron los misteriosos
chapatis
circulaba otro rumor, muchísimo más explosivo y que, a la postre, tendría consecuencias de mayor alcance. Los tubitos de papel que envolvían los cartuchos de los nuevos rifles Enfield con que se había provisto al Ejército recientemente estaban supuestamente engrasados con manteca de cerdo y de vaca para facilitar la carga. Había que morder el cartucho por un extremo, verter la pólvora contenida en él dentro del cañón y empujar con la baqueta el resto del cartucho con la bala. Antes de realizar siquiera un disparo de prueba con los nuevos rifles, corrió el rumor de que con cada disparo los labios de todos los cipayos entrarían en contacto con la grasa impura, de las vacas en el caso de los hindúes y de los cerdos en el caso de los musulmanes, y que los británicos lo habían planeado así sistemáticamente para convertirlos a todos al cristianismo. Nada más llegar ese rumor a oídos de los oficiales estos reiteraron su falsedad, pero sus palabras no fueron escuchadas.
La protesta se expresaba a voz en grito o con la mano tapando la boca, la desobediencia cundió en las guarniciones del país durante toda la primavera. Hubo pequeños motines, diseminados puntualmente por el mapa, que fueron aplastados con prontitud y sin que dieran pie a mayores preocupaciones. Sin embargo, la historia de los cartuchos impuros que escondía otra intención solapada fue la semilla que cayó en un terreno ya bien abonado, y germinó rápidamente nada más comenzar la estación cálida del año.
Rayos de luz amarillenta iluminaban el cielo de Delhi anunciando la llegada de un nuevo día, tórrido como los anteriores, lleno de polvo que secaba la boca y los ojos y hacía rechinar los dientes; un soplo abrasador recorría las murallas ardientes y calentaba el aire en las calles como hornos. Personas y animales sufrían el calor que volvía viscosa su sangre; hasta las incontables moscas parecían perezosas; cuando las espantaban volaban más por cortesía que por auténtico deseo de hacerlo y volvían a posarse con un zumbido cansino en las comisuras de los labios, en la nariz, en el pelo, en los labios. Para los musulmanes de la ciudad los primeros rayos de luz eran la señal para desayunar rápidamente, porque era el decimosexto día del Ramadán, el mes del ayuno, el undécimo día del mes de mayo para los señores colonizadores, un lunes, y tan pronto como amaneciera no debían tomar ningún alimento ni beber ningún trago de agua hasta la puesta del sol. Resonaron las llamadas guturales de los muecines desde las mezquitas por las calles y callejas del barrio situado por debajo del fuerte:
Alla hu akbar!-La ilaha il allah!
«¡Alá es grande! ¡No hay otro Dios que Alá!»