—Bábú Sa’íd —comenzó a decir Mohan con mucha prudencia, pensando febrilmente cómo escapar de allí con la suficiente rapidez como para no poner en peligro a Sitara.
Sin embargo, Bábú Sa’íd no le prestaba atención. Contemplaba meditabundo a Ian y dijo, más para sí mismo, que para Winston:
—Tu hijo, ¿verdad? Un chico guapo. Seguramente estás muy orgulloso de él.
Con una agilidad mayor de lo que habría cabido esperar de un hombre tullido como aquel, dio un salto hacia delante, agarró a Ian y llevó el filo de su sable al cuello del chico. Miró con malicia a Winston y a Mohan, que estaban como petrificados.
—¿Qué os parece? ¿Comienzo por él?
Mohan sabía que no tenía ninguna posibilidad. Solo podía ganar un poco de tiempo.
Dejó en el suelo lentamente a la llorosa Emily, que se aferró de inmediato al borde de la
kurta
de Sitara y se pegó a su madre. Mohan agarró sin miramientos a su hermana, por cuyo rostro corrían incesantes las lágrimas del miedo, y la empujó junto con Emily a un lado, hacia el centro de la calle, donde las dos se abrazaron con la mirada aterrorizada puesta en ellos.
—Bábú Sa’íd... —comenzó diciendo Mohan con sumo cuidado, estudiando con detenimiento la postura del cipayo y esperando encontrar un punto débil para liberar a Ian de su garra—. El chico es quien menos culpa tiene de lo que sucedió en aquel entonces. Déjalo ir... por favor...
Eran las tres y media de la tarde. Desde primera hora de la mañana, el teniente George Willoughby y ocho de sus hombres se habían atrincherado en el polvorín, detrás del cementerio. Sabían que era cuestión de tiempo que los rebeldes intentaran apoderarse de las municiones y estaban pobremente armados para resistir un ataque: nueve cañones de campaña del calibre seis y un obús del calibre veinticuatro apostado frente al edificio de las oficinas no bastaban para mantener a raya un asalto de los furiosos cipayos. Había que impedir a toda costa que la munición cayera en manos de los sublevados, aunque les fuera la vida en ello. Regueros negros de pólvora iban desde el limonero marchito del centro del patio de armas hasta el corazón del arsenal. Los soldados esperaban su rescate por las tropas estacionadas en la guarnición situada a escasos kilómetros de la ciudad o la ejecución de su misión suicida.
Con el clamor y los aullidos de la chusma que los habían acompañado durante esas largas horas, llegaba otro sonido, el golpeteo del hierro sobre la piedra. Por encima de los muros distinguieron las cabezas de los rebeldes que trataban de entrar en el polvorín pertrechados con escaleras reforzadas con hierro. El hombre de confianza de Willoughby, el teniente George Forrest, y el sargento Buckley dispararon metralla con uno de los cañones de campaña, abriendo brechas en las filas de los insurgentes, que contraatacaron con disparos de fusil. Las primeras balas silbaron cerca de los ingleses y dos de los hombres gritaron al ser alcanzados.
—¡Ahora, por favor! —exclamó en ese instante Willoughby y, tal como habían acordado, Buckley le hizo una seña con la gorra para indicar que había oído la orden.
Silbando como una cobra corrió el ascua a lo largo del reguero de pólvora y desapareció en el arsenal.
La tierra tembló hasta Amballa, situada a doscientos kilómetros de distancia. Algo golpeó a Mohan en la cabeza arrojándolo al suelo; lo único a lo que pudo asirse fue Winston, al que arrastró consigo; con el rabillo del ojo llegó a ver cómo la onda expansiva de la explosión llevaba fragmentos de piedra y de hierro. Llovía polvo del cielo y, al golpearse contra el suelo perdió la conciencia y quedó tendido.
Durante unos instantes reinó el silencio, un silencio de estupefacción, horror y muerte. A continuación, como un mar encolerizado en ebullición, llegó un murmullo ensordecedor procedente de la ciudad que fue convirtiéndose en gritos y carreras enloquecidas de masas aterrorizadas que veían su única salvación en la huida.
Mohan volvió en sí, aturdido. Parpadeó varias veces, movió con cuidado los miembros doloridos, se puso a gatas apoyándose penosamente en las rodillas. Le zumbaba la cabeza y tuvo que esforzarse para ver con claridad. En el cielo flotaba una nube de humo blanco amarillento rodeada por una corona de polvo fino y rojo. Tosió, estornudó, estaba vivo. Junto a él se movió algo y reconoció a Winston, que suspiraba hondamente; fue entonces cuando le vino a la memoria dónde se encontraba y qué había sucedido inmediatamente antes de la explosión. Miró a su alrededor buscando, tanteó entre las piedras, el polvo, un charco de sangre, metal retorcido, jirones de tela de uniforme. Su mirada se detuvo en un trozo de una prenda de algodón fino que en su momento había sido roja. Apenas se veía el bordado verde, porque estaba empapada de sangre con una costra de suciedad. Alargó la mano, porque aquella prenda le resultaba extrañamente familiar sin que supiera por qué cuando vio dos cuerpos desfigurados, inertes. Emily y Sitara. Tragó saliva, haciendo un enorme esfuerzo; el dolor que recorría su cuerpo amenazaba con dejarle sin conocimiento. Temblando, siguió arrastrándose a gatas buscando a Ian. Lo encontró enterrado bajo el cadáver de Bábú Sa’íd, cuya espalda, reventada longitudinalmente, dejaba ver la columna vertebral. Jadeando, Mohan hizo rodar el cuerpo y, con sus últimas fuerzas, tiró del chico, que tenía el brazo izquierdo desgarrado desde el hombro hasta el codo y una herida sangrante en el rostro, pero vivía, respiraba aunque débilmente. Meciendo a su sobrino inconsciente, Mohan Tajid se echó a llorar. Lloró por su hermana, por su pequeña; maldijo a Shiva el destructor y a Visnú, que no la había mantenido con vida.
Levantó la vista, nublada por las lágrimas, cuando una sombra alargada cayó sobre él. Winston, cubierto de polvo y lleno de arañazos, miraba en silencio y fijamente los dos cadáveres de su esposa embarazada y de su hijita.
—Tenemos que irnos de la ciudad —articuló a duras penas Mohan, con una voz áspera que era más bien un susurro debido al polvo y a las lágrimas.
Sin embargo, Winston no le prestaba atención.
—Winston... —insistió Mohan.
Con aire distraído, Winston se llevó la mano al cuello, al medallón que llevaba debajo de la camisa destrozada y que Sitara había mandado hacer para él, de plata fina repujada con retratos, en miniatura de ella misma y de los niños, y que él había llevado desde entonces colgado de una cadena. Lo apretó fuertemente en el puño, como si contuviera su corazón, que amenazaba con romperse. A continuación se dio la vuelta, sin siquiera mirar una vez más a Mohan o a su hijo, y se fue cuesta abajo hacia la ciudad.
—¡Winston! —gritó Mohan a su espalda. Fue la única palabra que lograron articular sus labios y su lengua, aunque quería decir: «¡Tu hijo vive, Winston, te necesita! ¡Quédate, quédate con nosotros! Piensa en tu hijo.»
Gritó su nombre hasta que la voz le falló y no le quedó más remedio que ver en silencio cómo el río de fugitivos que corrían por la calle se tragaba a Winston. Entonces apretó los dientes y carraspeó. Tambaleándose, cargó a Ian sobre su hombro y se unió a la muchedumbre que se apresuraba en dirección a la puerta de Nigambodh-Darwazah, hacia la orilla del río. Allí consiguió sosegar un caballo de la caballería, sobresaltado y atemorizado, que había perdido a su jinete entre los juncos, de modo que pudo dejar a Ian encima y subirse a la montura. Cansado, presionó con los talones los flancos del animal y lo dirigió hacia el sur, dando la vuelta a la ciudad en sentido contrario a la marcha de los fugitivos, porque no quería arriesgarse a encontrarse de frente con las tropas, que seguramente ya estaban de camino desde la guarnición del norte y que podrían tomarlo por uno de los rebeldes y en caso de duda no perderían el tiempo con ningún interrogatorio concienzudo.
Pero ¿hacia dónde dirigirse? No conocía las dimensiones del alzamiento en el país. Al anochecer se apercibió de que había tomado rumbo hacia Rajputana. Sin ningún plan, sin ninguna idea clara en mente, continuó cabalgando, siguiendo su brújula interior, que le marcaba inequívocamente un destino: Surya Mahal.
Ningún viaje de los que Mohan había emprendido jamás, ninguno de los que haría con posterioridad en su vida estuvo tan en la cuerda floja entre el reino de los vivos y el abismo de la muerte como en esa huida del infierno de Delhi durante aquellos días y semanas. Un rescoldo de razón le advertía de que era una locura recorrer un trayecto tan largo con un chico gravemente herido bajo el sol tórrido del verano, desarmado, sin provisiones ni agua potable, en una estación del año en la que la tierra de la India se resecaba; le advertía que significaba la amenaza del rajá si lograban llegar con vida a Surya Mahal. La razón le aconsejaba buscar cobijo en una ciudad, en un pueblo o en una casa de campo, al menos hasta que las heridas de Ian estuvieran mínimamente curadas y se hubieran abastecido con lo más imprescindible para el viaje. Sin embargo, no poseía nada para efectuar un canje, porque el último resto de su fortuna, el dinero en efectivo y las joyas sin engastar, se habían quedado en Delhi. Su instinto le decía que en gran parte del país se habían producido sublevaciones o se producirían en breve, y también que el rajá no ocasionaría ningún daño a su nieto indefenso. Finalmente prefirió consumirse en alguna parte del desierto de Rajputana a caer entre las dos líneas del frente sin estar en disposición de poder defenderse ni defender a Ian.
Así que cabalgó día y noche por las llanuras yermas y secas de los alrededores de Delhi, por las estepas polvorientas y muertas de Rajputana, evitando cualquier población, aunque eso significara muchas veces un rodeo de varias millas. Durante el día, el sol, de un color blanco cegador, lo abrasaba todo desde un cielo que parecía disiparse en torno a la corona solar en burbujas. El suelo, que reverberaba, le hizo creer en más de una ocasión que se habían desviado del camino y que cabalgaban hacia una de las zonas donde Winston le había contado que podían caer en cualquier momento en arenas movedizas. Por las noches, el calor que ascendía de la tierra resquebrajada, la arena y el polvo apenas permitía que el aire se refrescara. Mohan creía poder tocar las estrellas con la coronilla. Los aguaderos eran muy poco frecuentes, pero cuando daban con alguno Mohan desmontaba, hacía un cuenco con las manos y vertía el valioso líquido en la boca ligeramente abierta de Ian antes de ponerse a beber él. Masticaba hierbas, hojas secas y bayas hasta formar una papilla que ponía en la garganta del chico, como si fuera una cría de pájaro, estimulando así su reflejo de deglución, mientras su caballo arrancaba con desesperación la paja seca y las ramas duras de la tierra. Dos veces se levantó una nube de polvo como por arte de magia, extendió sus alas y se precipitó sobre ellos rugiendo, bramando, engullendo. En una ocasión fue en unas rocas, y en la otra, en los cimientos de un
chattris
semiderruido donde encontraron refugio de las mortales tormentas de arena que barrían la estepa sin previo aviso, metiéndose en ojos, boca y nariz, arañando, ahogando y tragándose caravanas enteras de camellos sin que volviera a saberse de ellas. A veces despertaba Ian de su estado y, sin decir palabra, mantenía abiertos un buen rato los ojos enfebrecidos, sin soltar una lágrima, sin una queja, antes de volver a desmayarse. Se había secado la sangre de sus heridas en torno a la carne viva, y en algún momento Mohan dejó de tener fuerzas para espantar las moscas irisadas que revoloteaban a su alrededor y caían en bandada sobre ellos como si estuvieran marcados por la infamia. Sobre sus cabezas sobrevolaban los buitres, y de noche los rodeaban las hienas de ojos luminosos, que se atrevían a acercarse hasta una distancia de pocos pasos del rocín cansino.
Al principio Mohan le mostraba su descontento a Visnú y hablaba enfurecido con Krishna, exigiendo respuesta y guía, pero como los dioses se mantenían en silencio, como parecían haber apartado su rostro de ellos definitivamente, él se calló también y siguió cabalgando ciego y sordo, con el alma y el espíritu vacíos, minados y resecos, sin espacio para el dolor ni tampoco para la tristeza.
Mientras iban avanzando así, a trancas y barrancas, el teniente Willoughby y sus hombres, que habían escapado todos milagrosamente a la explosión del polvorín, huían de la ciudad con otros oficiales y civiles con esposas e hijos, en carruajes, a caballo y a pie. Huían de una ciudad en la que aquellos que no habían conseguido escapar se entregaban a un macabro juego del escondite con los sublevados en el que nadie sabía cuál de los criados en los que había confiado durante tanto tiempo era amigo o enemigo, quién le escondería a uno en el armario ropero o en el establo, y quién, en un arranque de odio largamente reprimido, optaría por echar mano del cuchillo de cocina.
Muchos escaparon por los pelos a la chusma, pero cincuenta británicos, hindúes y euroasiáticos convertidos al cristianismo fueron capturados y reunidos en la ciudad, encarcelados en el Fuerte Rojo y masacrados en un patio interior del palacio en presencia de Bahadur Shah y de su familia.
En Simla, ciento sesenta millas al norte de Delhi, en medio de rododendros de flores escarlata, llegó el 12 de mayo un telegrama dirigido al excelentísimo general George Anson durante una velada social. Molesto por aquella interrupción en su período de veraneo, deslizó el fino sobre azul debajo del plato sin prestarle mayor atención y siguió dedicado a la conversación ligera con sus invitados, al menú de varios platos en vajilla de plata y cristal fino, a los excelentes vinos. Cuando se retiraron las señoras se sirvió el oporto y el humo de los puros ascendió al techo. Abrió entonces el telegrama mientras hacía un comentario chistoso y se quedó blanco.