El cielo sobre Darjeeling (54 page)

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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

La defensa de la India estaba orientada a ataques más allá de sus fronteras. La munición y los almacenes de artillería se encontraban al noroeste, a cientos de kilómetros de distancia. En el Panyab, la «tierra de los cinco ríos», diez mil soldados británicos salvaguardaban desde hacía ocho años los muchos kilómetros de frontera que los separaban de los belicosos afganos. Desde el final de la guerra de los sij, en 1846, se había prohibido a los comandantes del Ejército mantener trenes de artillería debido a su elevado coste. Para el transporte de tropas, municiones y provisiones se utilizaron carros tirados por bueyes, elefantes para el transporte de los cañones, camellos para el equipaje, y hubo que contratar a mozos de cuadra y aguadores.

Cuando el general Anson partió, dos días más tarde, hacia Delhi, estaba claro que transcurrirían entre dieciséis y veinte días hasta poder concentrar unas fuerzas completas de ataque en torno a los muros de la ciudad ocupada. No había vendas ni medicinas, no había carros ni camillas para los heridos, no había munición; las tiendas de campaña no estaban preparadas y no había tropas inglesas en ninguna ciudad grande en un radio de cientos de kilómetros. Y los únicos cañones de que disponían para asaltar la muralla, que en algunos puntos tenía cuatro metros de grosor, eran cañones de campaña del calibre seis y nueve, cuyos proyectiles, en el mejor de los casos, podían abrir un agujero de un metro en aquellos gruesos muros de barro. Los rebeldes de Delhi tenían a su disposición el mayor arsenal de la India, compuesto por cientos de piezas de artillería pesada, decenas de miles de equipaciones completas para los soldados y millones de cartuchos... y quien dominaba el valle del Ganges dominaba la India, tal como se solía decir.

Ni el mismo Anson sabía cómo cumplir la orden de lord Canning, el gobernador general de Calcuta, que vivía a mil quinientos kilómetros de distancia, de proteger Kanpur, situada a cuatrocientos kilómetros al sureste y, al mismo tiempo, con tan solo dos mil novecientos hombres, tomar Delhi al asalto.

La lentitud con la que se ponía en marcha el aparato militar de los británicos contrastaba con la rapidez con la que se difundía el anuncio de la rebelión de boca en boca. Mientras se celebraba el baile de gala en conmemoración del aniversario de Su Majestad la reina Victoria, el 25 de mayo, y lady Canning seguía con sus paseos vespertinos por la ciudad, familias enteras huían de Calcuta en barcos de vapor atestados por el curso lodoso del río Hugli y civiles armados hasta los dientes velaban el sueño inquieto de sus esposas e hijos. El calor tórrido, la fiebre y el cólera abrieron un nuevo frente de guerra, y el general Anson fue uno de los primeros en caer durante la marcha a Delhi de finales de mayo.

Igual que un intenso seísmo, la revuelta abrió una zanja divisoria por todo el país. Numerosos hindúes se pasaron al bando de los rebeldes con entusiasmo, mientras que otros anteponían a su orgullo nacional el provecho que habían sacado de la dominación británica y defendían la causa británica, entre ellos los sijhs y los gurkhas, dos pueblos tradicionalmente guerreros. Algunos marajás que demostraron su gratitud a los ingleses esperaban recibir una compensación por su apoyo; otros vieron llegada la hora de la venganza y de la reconquista de su antiguo poder. Sin embargo, la gran mayoría en la India, millones y millones de hinduistas y musulmanes, campesinos y artesanos, hablaran hindustaní o urdu o el dialecto o idioma que fuera, perseveraban en su condición de espectadores, esperando asustados a ver hacia qué bando del poder se decantaría finalmente el péndulo.

Mohan Tajid libraba su propia batalla contra el calor, contra el hambre y la sed, también contra el tiempo, que se le escapaba inexorablemente a él, pero sobre todo a Ian, llevándose consigo su vitalidad. Cuando el caballo llegó al agotamiento y, cubierto de espuma, se desplomó bajo ellos, Mohan se puso al chico a los hombros y siguió dando tumbos por aquel calor tórrido que cocía y pulverizaba las llanuras de Rajputana. Tenía los labios llenos de llagas y las cuerdas vocales inflamadas, de modo que era silenciosa la oración con la que encomendaba su vida y la de Ian a Visnú, mientras iba dando un paso tambaleante tras otro, y uno más, y otro. La arena le quemaba las plantas de los pies descalzos y el aire ardía a su alrededor, cintilaba, reverberaba, le dolía en los ojos hinchados. Una ola de pleamar fue rodando hacia él, se detuvo de pronto y se levantó formando los tejados y muros de un palacio que parecían querer volver a disolverse enseguida. Sin embargo, permanecieron sólidos y sus contornos se hicieron nítidos con aquel viento ardiente a pesar de que no se acercaban lo más mínimo con el paso de las horas. Mohan arrastraba los pies con obstinación, tambaleándose bajo el peso de Ian, y en su cráneo dolorido resonaban las mudas exclamaciones con las que rogaba que se abrieran aquellas puertas y contraventanas cerradas. Siguió adelante jadeando. La puerta norte, maciza, permanecía en su campo visual, unas veces tan cerca que parecía al alcance de la mano, otras a una distancia enorme, inalcanzable. Cuando le cedieron las rodillas y se hundió en el suelo ardiente, sintió el hálito fresco de las alas de un ave en la piel quemada. Feliz de constatar que Visnú había enviado el águila Garuda a salvarlos, contrajo los labios agrietados en una sonrisa antes de caer en la negrura de la inconsciencia.

16

El péndulo se movía sobre la India sin decidirse, oscilaba hacia un lado, luego hacia el otro, trazaba curvas y elipses, se detenía unos instantes cuando oficiales sensatos y decididos lograban desarmar a sus soldados hindúes o asegurarse su lealtad en Lahore, Agra, Calcuta, y de este modo, el Panyab y Bengala permanecían en calma en su mayor parte. Sin embargo, ardía un fuego latente bajo la tierra quemada; no había pasado lo peor ni mucho menos, como algunos irreflexivos proclamaban a voz en grito. La nota redactada por lord Canning y difundida por el país, en la que se decía que el Gobierno no se entrometería en asuntos religiosos ni en las costumbres de las castas de sus súbditos, cayó en saco roto. Estallaron nuevos focos en Rohilkhand y en Oudh, aguas del Ganges abajo, y otros aislados hasta Rajputana, que acabaron finalmente por prender en el corazón del subcontinente una guerra que arrasó una superficie equivalente a la cuarta parte de Europa cuando los hindúes se levantaron contra sus señores coloniales: en Mathura, Bharatpur, Gwalior, Jhansi, Allahabad, Saharanpur, Benarés, Lucknow, Jodhpur. Y Bahadur Shah, proclamado nuevo emperador mogol de la India, compuso jubilosa y conscientemente esta frase tan lograda:
Na Iran, ne kiya, ne Shah russe ne – Angrez ko tabah kiya Kartoosh ne
. «Conquistaron Persia y derrocaron al zar de Rusia, y esos mismos ingleses cayeron por un simple cartucho.»

En Bareilly, una bala disparada por su propio cipayo hizo trizas la espina dorsal de un general de brigada, que murió lentamente, retorciéndose de dolor, oyendo las campanadas del domingo; su sangre empapó la paja y el abono del corral de los camellos. Los insurgentes ataron por los pies a un trabajador que se había convertido del hinduismo al cristianismo y lo arrastraron por las calles de Delhi para que la gente lo pisara, le escupiera y se burlara de él; finalmente lo decapitaron de un golpe de espada, de modo que la sangre manó de su torso derramándose por la calle. Enseñando los dientes como perros sedientos de sangre, unos hombres con turbante asaltaron una iglesia durante la oración, despedazaron a hombres, mujeres y niños; una niña de cinco años que sobrevivió milagrosamente a la masacre despertaría el resto de sus días gritando, acosada por pesadillas que tenían por escenario esa iglesia. Un juez esperaba en Fatehpur, Biblia en mano, el asalto de los rebeldes. Consciente de su deber, había enviado a todos los demás europeos de la ciudad a Allahabad, río abajo, y se había impuesto a sí mismo la misión de una resistencia heroica. Cuando llegó la oleada de chusma a la casa, en la que había montado una barricada, consiguió matar a disparos a dieciséis antes de que acabaran con él. Sus rabiosos asesinos entraron a saquear el edificio pasando al lado de la columna en la que el mismo juez había colocado en su día un cartel con la inscripción de los diez mandamientos en inglés e hindustaní: «No robarás. No matarás.» A partir de entonces lo único que tenía validez era el «ojo por ojo, diente por diente»
.

El péndulo de la guerra oscilaba frenético, se sucedían día a día los informes con detalles cada vez más crueles, más exagerados, sobre las acciones cometidas por almas agitadas de ambos bandos. Los soldados se convirtieron en ángeles vengadores que intentaban apresar con espada y fuego el demonio desatado de la rebelión; estaban orgullosos de sus actos, que consideraban justificados después de las atrocidades de Meerut y Delhi y los crímenes de las semanas y los meses posteriores.

A once hombres sospechosos de haber asesinado a un médico huido de Delhi y a su familia después de violar a la esposa les frotaron el cuerpo con manteca de cerdo, les embutieron a cada uno un trozo de carne de cerdo en la garganta y los ahorcaron. Colgados de las ramas de los árboles se bamboleaban los cuerpos de hindúes que, justa o injustamente, habían sido ahorcados acusados de rebeldía. Algunos cuerpos estaban agrupados formando conjuntos estrafalarios debidos a la imaginación cruel de alguno; tales escenas se veían en las calles por aquellos días. Los cipayos amotinados de un regimiento fueron reducidos y congregados en el patio del cuartel y destrozados por fuego de artillería. Cualquier hindú que apresaban era ahorcado, quemado, fusilado, masacrado; saqueaban los pueblos, ultrajaban a sus mujeres. Los hindúes, enfurecidos por esas acciones, se desquitaban a su vez masacrando a hombres, mujeres y niños.

Durante mucho tiempo, Mohan Tajid se debatió entre la vida y la muerte, moviéndose en un mundo de sombras en el que caminaba por los pasillos y patios del palacio convertido nuevamente en un niño pequeño, seguido por Sitara, que se esforzaba por seguirle y no podía porque se lo impedían las tiras de tela de su sari. Le gritaba entonces que la esperara, pero, al volverse con una sonrisa, lo alcanzaba la onda expansiva de la explosión. Lo último que veía antes de caer al suelo era el asombro en el rostro de Sitara, que se solapaba con el de Emily, en cuyos ojos anidaba una angustia mortal. Volvía a encontrarse en las calles de Delhi, desiertas y en un silencio opresivo. El suelo cedía bajos sus pies y cuando bajaba la vista veía el pavimento cubierto de cuerpos inertes. Por mucho que se esforzaba en no pisar ningún muerto para no infamarlo, no lo conseguía porque eran demasiados. Veía todos aquellos rostros desfigurados por la agonía de la muerte y buscaba a su familia en ellos, pero todos los rasgos le eran desconocidos. Tropezaba, se caía, no aguantaba más sobre sus piernas, seguía hacia delante arrastrándose y apretando los dientes. Haces de luz se elevaban frente a él como dedos y sabía que debía llegar, tenía que llegar al final de la carretera; cuando creía que ya no podía seguir porque el sol era demasiado doloroso para sus ojos, la carretera dio paso a un amplio valle verde en el que soplaba una brisa suave que refrescó agradablemente su piel quemada.

—Mohan —oyó que susurraba a lo lejos una voz suave y, cuando levantó la vista, ante él estaba Winston abrazando por la cintura a Sitara y con la otra mano sobre el hombro de Ian.

Emily se le echó encima de un salto con una risa argentina y alegre. Suspiró de alivio y se arrastró hacia su familia, pero entonces el suelo se abrió y cayó en el abismo, incapaz de distinguir nada más.

Abrió los ojos. Lo veía todo borroso. Alzó una mano pesada y algodonosa para frotarse los ojos, pero alguien lo sujetó por la muñeca.

—¡No! —exclamó una voz masculina en hindustaní con acento rajput—. ¡De lo contrario no hará efecto el ungüento!

Mohan intentó hablar pero sus cuerdas vocales no emitieron ningún sonido. Carraspeó y la garganta le dolió tanto que se estremeció. Lo intentó otra vez, y otra, y por fin graznó:

—¿Y el chico?

—Se salvará. Los dioses han sido más que generosos con vosotros.

Mohan quiso levantarse para ir a ver a Ian, pero una mano lo empujó para que apoyara de nuevo la cabeza en la almohada.

—Quedaos tumbado. Todavía os queda mucho para recuperaros.

—El rajá... al chico... no hacer nada... su nieto —dijo atropelladamente Mohan, y cada palabra le arañaba la garganta como una piedra cortante.

—Tranquilizaos, Alteza —dijo la voz en tono apaciguador y autoritario a partes iguales—. Estáis sanos y salvos, los dos.

Mohan no podía asentir todavía.

Cayó de nuevo en la negrura de la inconsciencia, en el reino de las sombras, donde se topó con Krishna y le exigió acaloradamente una respuesta a por qué habían tenido que morir Sitara y Emily. Krishna lo miró, le dio la espalda y se fue sin más. Mohan, incapaz de moverse, como si hubiera echado raíces, le gritó, lloró, imploró, blasfemó. Pero los dioses, tanto Krishna como Visnú y Shiva, permanecieron en silencio. Mohan Tajid tuvo que seguir caminando una vez más por el desierto, y el sol quemaba tanto que las zarzas entre las rocas estallaban espontáneamente en llamas claras. Un fuerte crujido hizo que levantara la vista. El ala de un águila le rozó y le hizo caer al suelo. Luego se vio a lomos del ave, con Ian durmiendo a su lado. El águila remontó el vuelo hasta alcanzar una altura vertiginosa, y el viento secaba las lágrimas de Mohan y le cerraba los párpados con suavidad hasta que se quedó dormido.

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