El cielo sobre Darjeeling (45 page)

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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

—¡Déjalo ya, viejo! —Uno de los dos guerreros le hizo un gesto malhumorado con la mano para que parara de hablar e indicó a su colega que le siguiera—. Si oís alguna cosa, hacédnoslo saber —dijo por encima del hombro, con cansancio y escaso convencimiento, antes de salir de nuevo a la lluvia torrencial con los hombros encogidos.

Con aire sosegado, Anwar volvió a ponerse las gafas con montura de metal sobre su nariz aguileña, se colocó las patillas detrás de las orejas, bajo el turbante estampado, y se sentó con toda la calma en su cojín con las piernas cruzadas mientras Mohan luchaba con recuperar el ritmo normal de sus pulsaciones.

—Haréis bien en dejar la ciudad lo más rápidamente posible cuando acabe el monzón, antes de que os encuentren, «Ganesha» —dijo Anwar finalmente con la misma indiferencia con que hablaba del tiempo o de la cena del día anterior.

Solo por el énfasis que imprimió al nombre con el que se había presentado Mohan ante él (Ganesha, el astuto dios elefante, hijo de Shiva y de Parvati, dios de los comienzos, las empresas, los viajes y la erudición, que con su colmillo roto había escrito el capítulo final del Mahabharata), delató que conocía la verdad que escondía la comedia de Mohan, o por lo menos la adivinaba.

Desde la última vez que le habían pillado en una broma de chiquillos a Mohan no se le había vuelto a agolpar la sangre en el rostro de esa manera.

—¿Cómo habéis...? —Tragó saliva.

Anwar lo miró con sus ojos bondadosos por encima de los cristales redondos de sus gafas.

—Un escribano aprende muchas cosas a lo largo de los años sobre la vida y sobre las personas. Os habéis esforzado mucho en disimular, pero con mis ojos entrenados supe desde el principio que no erais ningún campesino. Los callos de vuestras manos son de jinete; vuestros rasgos, los de un noble. Y no creo en las casualidades. Nada menos que dos
feringhi
presuntamente infames en el período de un mes que andan en compañía de un hombre y una mujer jóvenes me parecen simplemente demasiados.

Debió de contemplar el terror en la mirada de Mohan, porque en torno a sus ojos apareció la arrugada aureola de una sonrisa.

—No os preocupéis. No os voy a delatar. Me parecéis un joven honrado que no se dedica a cometer delitos. Tendréis vuestros motivos para este juego del escondite, pero no son de mi incumbencia. Y vuestro embuste es verdaderamente casi perfecto. —Su sonrisa se hizo más profunda cuando mojó la pluma en el tintero y volvió a escribir sobre el papel—. De todas maneras no deberíais dar ocasión a ningún escribano en el futuro de que os examine con más atención.

8

Por fin, a comienzos de septiembre, se abrieron las nubes bajas de color gris plomizo y paró el torrente de lluvia; solo lloviznaba de vez en cuando y, finalmente, dejó de llover del todo. La pared de nubes dio paso a un cielo gris blanquecino al que sucedió rápidamente un azul luminoso, mientras las nubes seguían su curso anual hacia el noroeste atravesando en diagonal el desierto de Thar hasta alcanzar el macizo montañoso del Hindukush. Fue Anwar, el escribano, quien les procuró secretamente tres robustos caballos de buena planta, provisiones y ropa para cambiarse. Fue capaz de ahogar con habilidad en su mismo inicio las incómodas preguntas y las miradas recelosas, aprovechándose tanto de su buena fama en el barrio como de su exuberante imaginación. Fue él también quien una mañana, de madrugada, condujo a los tres viajeros medio embozados bajo sus turbantes y disfrazados de habitantes del desierto por las callejuelas del bazar, donde de un momento a otro se congregaría un hervidero de gente. Caminaron entre vacas que los miraban indiferentes, camellos apáticos y monos que saltaban por todas partes; pasaron al lado de la imponente fachada del Hawa Mahal, el Palacio de los Vientos, que debe su nombre a las miles de ventanas por las que las mujeres del palacio contemplan el trajín de la calle sin ser vistas y por las que penetra continuamente una agradable corriente de aire que recorre los aposentos de las plantas inferiores. En el Chand Pol, Anwar les hizo entrega de los caballos ya aprestados, mientras el sol de la mañana resplandecía amable por encima de las almenas de la ciudad amurallada. Una despedida precipitada y los caballos se pusieron a trotar con vivacidad, cruzaron la puerta de entrada a la ciudad, con la tierra todavía mojada bajo las pezuñas olfatearon curiosos, con los ollares dilatados, el aire que olía a tierra húmeda, a vegetación, a hierba y plantas aromáticas.

Era un paisaje completamente distinto el que acogió a los tres jinetes acompañándolos en su viaje. La tierra, que se iba secando lentamente, todavía retenía la arena y las piedras. Estaba lisa y resistía las pisadas; un sol suave calentaba el aire agradablemente húmedo y claro. Las cimas cristalinas de los montes Aravalli sobresalían por encima de los mares de un verde resplandeciente de sus laderas. Colinas de suave ondulación, algunas coronadas por antiguas murallas de fortificaciones, alternaban con valles profundos. Dejaron pasar a su izquierda diminutos pueblos y pequeñas o grandes ciudades con sus fuertes, así como
havelis
pintadas de todos los colores, espaciosas casas de campo de ricas familias de comerciantes, manteniéndose alejados de las caravanas de camellos que cruzaban el país. Ríos caudalosos y arroyos vivaces atravesaban el manto verde de vegetación exuberante. Matorrales, arbustos y arboledas formaban en algunos lugares un oasis de color verde intenso alrededor de un estanque o de un lago que destellaba al sol.

Como un rayo de colores vivos se precipitaba el martín pescador en las aguas, y centenares de grullas alzaban el vuelo agitando las alas desde la superficie del agua. De color gris piedra y corpulentas, se reunían en las orillas colmadas de juncos y hierbas sus parientes más toscas, las avutardas. En las primeras horas de la mañana se reunían en las aguadas, con un alboroto ensordecedor, miles de palomas gangas moteadas para calmar la sed y desaparecían luego súbitamente, dejando tras de sí solamente el silencio. Como plumas de flamenco se balanceaban las flores de las alcaparras de sus ramas y en umbelas colgaban cantidades inmensas de diminutas hojas de las ramas espinosas del árbol
khjeri
. Rebaños de gráciles gacelas y cervicabras de cornamenta enroscada pasaban a cierta distancia de ellos y, de noche, oían el aullido de los lobos y a los zorros ladrar desde su sencillo campamento. Una vez incluso divisaron un león que deambulaba en solitario por aquellos parajes. Atravesaban a caballo con alborozo, como si volaran, un paisaje pacífico y limpio por el monzón, y la presencia de animales salvajes, la soledad que los rodeaba los llenaban de júbilo. Se encontraban de un humor alegre, en algunos momentos su alegría era incluso desbordante, y de no haber sido por los vigilantes ojos de Mohan Tajid, que siempre andaban a la caza de posibles perseguidores, en aquel entorno habrían podido olvidarse de que eran fugitivos.

Cuanto más avanzaban hacia el norte, más llano se iba volviendo el paisaje, más boscoso y también más rocoso. Apareció ante ellos Delhi, extendiéndose ampliamente por la llanura, casi como un sueño, iluminada por el resplandor de la luz del sol, que incidía en los tejados y torres. Pero esa apariencia era engañosa. Tras la puerta de entrada a la ciudad, situada en la muralla de piedra arenisca roja, los esperaba un mundo vivaz y ruidoso, marcado por el transcurso de los siglos, de las masas humanas que lo poblaban desde tiempos inmemoriales.

Delhi cambiaba de nombre casi con tanta frecuencia como de aspecto. Desde hacía casi tres mil años, el poder se concentraba a orillas del río Yamuna, y ese era exactamente el tiempo que llevaba la ciudad siendo un símbolo de su carácter transitorio. Llamada «cementerio de las dinastías», se decía que una maldición pendía sobre ella, un mal presagio que dictaba que ningún poder basado en ella tendría una existencia duradera. La ciudad había sido destruida siete veces y reconstruida otras tantas. Cada vez resurgía como el ave Fénix de sus cenizas y se extendía más por la llanura, por encima y más allá de las ruinas.

Dhilika era el nombre de la población construida a orillas del cauce ramificado, entre los siglos
VIII
y
IX
de la dinastía rajput de los Tomar, protegida por la fortaleza de piedra llamada Lal Kot, con ostentosos templos, depósitos de agua y otras grandes construcciones, testigos de piedra del poder y la riqueza. Los Chauhan, una dinastía rajput rival, reemplazaron a los Tomar y ampliaron tanto la fortificación como la ciudad. Los turcos de Asia Central, los afganos y los mogoles se habían sucedido rápidamente. A principios del siglo
XIII
, los hijos afganos del islam erigieron una columna de piedra estriada de casi ochenta metros de altura sobre las ruinas de Lal Kot, para simbolizar el triunfo del islam sobre el corazón de la India, y los caracteres cúficos grabados en la piedra anunciaban que esa columna arrojaría la sombra de Alá al este y al oeste.

Finalmente, el soberano mogol Shah Jahan, a quien la ciudad de Agra debe el Taj Mahal, construyó la séptima ciudad a orillas del río Yamuna, Shahjahanabad. Infundiendo respeto en el extremo oriental de la muralla de la ciudad y la orilla occidental del río, dominaba la ciudad la amplísima residencia fortificada del Lal Qila, el Fuerte Rojo, de casi tres kilómetros de longitud por uno de anchura, construida enteramente en piedra roja. La puerta de Lahore, flanqueada por torres octogonales, da entrada a pabellones bien aireados y a innumerables torrecitas laterales con apariencia de minaretes. En el interior, los hábiles artesanos se habían superado en la decoración de la Diwan-i-Khas, la Sala de las Audiencias privadas, de mármol guarnecido con piedras preciosas, donde se hallaba el legendario trono dorado en forma de pavo real de los mogoles hasta que en 1739, durante el saqueo de Delhi, fue destruido. Aquí residió desde 1837 Bahadur Shah II, nieto de Shah Alam, el último emperador mogol, mitad hinduista, mitad musulmán, un hombre mayor, frágil, de barba cana y nariz aguileña, apegado a la poesía tanto como al opio. Tenía el cargo nominal de rey de Delhi y su retrato adornaba las monedas que circulaban por la ciudad, aunque las acuñaban los británicos, al igual que era la Corona la que financiaba el estilo de vida de Bahadur Shah, quien a cambio de una considerable renta anual había renunciado al poder.

No menos magnífica, no menos grandiosa, sobre un pequeño promontorio cercano se levantaba para gloria de Alá la mezquita de Jama Masjid, con sus cúpulas resplandecientes, sus minaretes estriados apuntando vertiginosamente al cielo y un patio interior adoquinado con el suficiente espacio para albergar a veinte mil creyentes en oración. Era una de las mezquitas más grandes del mundo islámico.

Sin embargo, también el Imperio mogol se había debilitado, víctima de la maldición de la ciudad a orillas del río Yamuna y de la superioridad militar de los ingleses. Delhi seguía siendo, incluso en el siglo
XIX
, la capital de los mogoles, pero al soberano de turno no le quedaba otra cosa de su antiguo poder sobre las llanuras de Delhi que el título y una generosa renta anual. El cuartel militar, centro del poder británico, era claramente visible apenas a cinco kilómetros del centro de la ciudad, al norte de la puerta de Cachemira.

No había otra ciudad que mostrara con tanta claridad el rostro hindú del islam, y el idioma de Delhi era el urdu, el lenguaje de los antiguos poetas que cantaban a los ruiseñores y a las rosaledas y relataban las leyendas de los orgullosos soberanos mogoles. Sin embargo, la variedad de pueblos de la India y el dominio inglés habían estampado su huella también en Delhi. Además de mezquitas y mausoleos islámicos había en la ciudad templos hinduistas dedicados a Shiva, Jánuman y Ganesha, y una iglesia, la de San Jaime, decorada con artísticas esculturas, mientras que en el Raj Ghat, a orillas del Yamuna, los hinduistas entregaban a sus muertos a las llamas sagradas. En las calles había edificios coloniales que albergaban la sede del gobernador británico, la oficina de Telégrafos, la comisaría de Policía o el instituto; casas particulares de funcionarios y militares; jardines y parques primorosamente cuidados.

Los canales de suministro de agua rodeaban la muralla de arenisca roja, recorrían las calles, desembocaban en cisternas públicas situadas en las esquinas y las plazas y en los patios interiores de las viviendas señoriales, que, con sus innumerables patios e instalaciones adyacentes, a menudo formaban un barrio. Desde el Fuerte Rojo, la avenida Chandni Chowk, el Paraje de la Luz de la Luna, con sus cuarenta metros de anchura, dividía la ciudad en dos partes a lo largo de un canal. Flanqueada de cafés y tiendas, hoteles y bancos bajo sus arcadas, era más el símbolo de un modo de vida que una mera arteria principal del tráfico de la ciudad. Los visitantes europeos se deleitaban comparándola con París, Londres, Moscú o Versalles cuando veían los jardines, los
baghs
, opulentos en su amplitud, desbordantes y efectistas por igual, en paralelo a lo largo de casi toda la Chandni Chowk.

Calles anchas por las que transitaban elefantes, peatones, carruajes elegantes tirados por caballos nobles, carros destartalados arrastrados por una pareja de bueyes fornidos, porteadores descalzos que se abrían paso a toda prisa, soldados de la Compañía Británica de las Indias Orientales con sus suntuosos uniformes, elegantes damas con sombrilla en calesa, aventureros y turistas presuntuosos, misioneros que caminaban apresuradamente como ratones grises en compañía de sus esposas, e incluso, de vez en cuando, alguna monja. Ricos comerciantes musulmanes, mulás, artesanos, los vigorosos
sadhus
polvorientos con taparrabos y una larga barba enredada, de pie o sentados en la misma postura desde hacía varios años y en la misma esquina, para redimirse del ciclo de la reencarnación.

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