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Authors: Mats Strandberg,Sara B. Elfgren

Tags: #Intriga, #Infantil y juvenil

El círculo (16 page)

Ha sido una idea pésima, Vanessa, se dice a sí misma. Una idea de pena, vamos.

—Veo que eres una joven independiente, que quieres seguir tu propio camino —comienza Mona.

—Ya, qué difícil de adivinar —dice Vanessa, notando cómo el pulso recupera el ritmo normal.

—¡Aquí no nos dedicamos a adivinaciones! —Mona la mira irritada, antes de continuar—. Quieres viajar y ver mundo.

—Dios mío, pues sí que soy especial.

No hay peligro, porque todo lo que Mona está diciendo podría aplicarse a cualquier chica de su edad. Mona es una farsante, exactamente igual que todos los gurús de su madre. Y esa farsante está moviendo la boca de tal modo que se le marcan todas las arrugas del bigote. Después parece decidirse por algo.


Alright.
Ahora vamos a hacerlo bien.

Le aprieta las manos más fuerte.

Vanessa nota una sensación nueva. Se siente igual que cuando Ida empezó a levitar en el teatro, como si el aire estuviera cargado de electricidad. Se le eriza el vello de los brazos. Contiene la respiración.

—Veo a un hombre —dice Mona—. Tenéis una relación complicada.

—¿Ah, sí? —dice Vanessa, tratando de parecer indiferente.

—La cosa no saldrá bien.

—Pero bueno, ¿cómo puedes decirme algo así?

Mona sonríe condescendiente.

—¿Quieres que lo dejemos? ¿No soportas la verdad?

Vanessa se aguanta. Mona sigue investigando la palma de su mano derecha. Sigue una línea con el dedo índice y le hace cosquillas.

—¿Ves esto? Estas líneas van unidas hasta el final. El amor de tu vida no es quien tú crees, pero sí es alguien a quien ya conoces. Bueno, bueno, bueno… No será coser y cantar, desde luego. Pero estáis unidos irremediablemente.

Mona suelta una risita. No, eso no es correcto: Mona
cacarea.

—Dime, ¿qué es eso que tanto te divierte? —pregunta Vanessa.

—Ya lo comprenderás.

Mona suelta la mano derecha de Vanessa y coge la izquierda.

—Te sientes muy decepcionada por alguien. Veo que uno de tus progenitores… —comienza la mujer, pero de repente se inclina tanto que la punta de la nariz casi le roza la palma de la mano—. ¡Ajá! —exclama al fin.

A Vanessa se le seca la boca. La lengua se le pega al paladar y no puede articular palabra. Mona la mira triunfante.

—¡Lo sabía! —dice—. Espera un poco.

Se levanta y se dirige a un mueble pintado de negro. El primer cajón chirría tanto cuando lo abre que Vanessa se estremece. Mona rebusca ruidosamente hasta que encuentra lo que quiere.

Vanessa apenas tiene tiempo de advertir una bolsa de plástico con piedras de un color entre blanco y amarillo, cuando Mona sale de la habitación. Al cabo de unos segundos, vuelve con un cigarrillo humeante entre los labios y un cenicero de mármol rojo en una mano. La bolsa se balancea en la otra.

—Necesito algo más contundente —dice Mona.

Con mucho cuidado, abre la bolsa y extiende el contenido sobre la mesa. Vanessa se queda helada al ver que no son piedras.

Son dientes. Dientes humanos.

—¿Ves esas muescas? —pregunta Mona sujetando dos incisivos.

Vanessa se aparta.

—No seas tiquismiquis —le dice Mona—. Puedes estar contenta de que no utilice excrementos de animales, o vísceras.

La mirada de Vanessa se desliza hasta el tapete morado. Los dientes brillan y se aprecian en ellos unas líneas extrañas que se cruzan en diversos sentidos. En cada diente hay grabado un dibujo.

—Son signos del
ogam,
el alfabeto que los druidas utilizaban hace miles de años —explica Mona—. Aunque hay quien cree que eran más antiguos y que tienen su origen en los cultos a la diosa de la luna practicados en Oriente Medio.

Reúne todos los dientes en las manos ahuecadas y los agita varias veces. Se los oye entrechocar y tintinear. Hasta que abre las manos y los deja caer sobre la mesa. Vanessa vuelve a notar la sensación de electricidad. Es como si alguien le pasara un rallador por todo el cuerpo.

Mona le da la vuelta a varios dientes, para que todos los signos queden visibles. Luego, examina el resultado mientras da un par de caladas al cigarrillo, que aún tiene en la comisura de los labios.

—Este signo, el
uath,
significa terror o miedo —explica señalando una muela—. Y este… No. No creo que quieras saberlo.

Mona la mira retadora.

—Por supuesto que quiero.


nGetal
significa muerte. La muerte te ronda.

Mona da otra calada y la columna de ceniza que va formando el cigarrillo crece un poco más, tanto que amenaza con caer en cualquier momento. Mona se quita las gafas.

A Vanessa le cuesta respirar. Es como si la habitación fuera encogiendo poco a poco, como si las paredes fuesen a sitiarla y a aplastarla de pronto.

—Bueno, tampoco hay que interpretarlo todo al pie de la letra —dice Mona como si acabase de contar algo normal.

Vanessa se levanta de golpe, tironea del vuelo de la cortina que cubre la entrada hasta que consigue pasar al otro lado, al mundo normal, donde el aire es respirable.

—Hola —oye decir a alguien. Vanessa mira a su alrededor.

Es Linnéa, que está entre las estanterías. Tiene en la mano una figura de porcelana, brillante como el nácar, que representa un ángel.

—¿No es tan feo que resulta maravilloso? —pregunta.

Vanessa observa el ángel regordete, que está tocando el arpa. Nadie, salvo Linnéa, podría adornar su casa con una cosa tan grotesca y hacer de ella algo chulo.

Mona aparece en la tienda y pasea la mirada por la chaqueta de Linnéa, de imitación de piel de leopardo, la camiseta que lleva debajo, recortada y vuelta a componer con imperdibles, la falda supercorta de tul rosa y las botas de caña alta.

—Vacíate los bolsillos —ordena Mona.

—¿Y eso por qué? —pregunta Linnéa.

—Reconozco a un ladrón nada más verlo.

—Si ni siquiera tengo bolsillos —responde Linnéa.

Se da una vuelta entera y sonríe triunfal. Mona le da un tirón de la chaqueta, la investiga a fondo y comprueba que Linnéa le ha dicho la verdad.

La mujer resopla y Vanessa piensa que Linnéa es precisamente lo que ella necesita en esos momentos, después de la pirada de la fumadora compulsiva y sus signos de la muerte.

Dejan a Mona Månstråle y su tienda asfixiante.

—¿Qué mierda hacías con la vieja esa? —pregunta Linnéa, y saca un paquete de tabaco de la bota en cuanto salen del centro comercial.

Enciende un cigarrillo y se lo da a Vanessa, que lo acepta aunque a ella solo le gusta cuando está borracha. Luego, Linnéa se enciende otro y echan a andar juntas.

—Mi madre, que quería que viniera a toda costa —responde Vanessa. No quiere hablarle de la predicción de Mona, prefiere olvidarla para siempre—. ¿Qué hacías

allí dentro? —se apresura a añadir antes de que Linnéa siga haciendo preguntas.

—Nada, he ido a recoger unas cosas —responde Linnéa con una sonrisa burlona y le muestra el paquete de incienso que lleva en la otra bota.

Vanessa está impresionada.

Una vez en Storvallsparken, se detienen junto a la fuente.

—¿Has vuelto por Kärrgruvan? —pregunta Linnéa al cabo de un rato.

Vanessa está pensando en Rebecka, que ha intentado convencerla varias veces de que vaya con ella, pero siempre le ha puesto como excusa que iba a ver a Wille, o a Michelle o a Evelina. No quiere pensar en lo que ocurrió aquella noche. No quiere que todo eso forme parte de su vida.

—No. ¿Y tú? —pregunta.

—No —responde Linnéa en un tono apenas audible—. Quiero saber por qué murió Elías, pero no sé qué hacer.

—Puede que tengamos que reunirnos con las demás otra vez —sugiere Vanessa tras unos instantes—. E intentar averiguar qué está pasando.

—Si hago algo, lo haré sola —responde Linnéa secamente.

Vanessa da una calada y trata de ocultar lo asqueroso que le resulta el tabaco.

A espaldas de Linnéa ve a uno de los borrachines que suelen merodear por el parque. Está bailando una danza curiosa sobre el césped color ocre. Totalmente de la olla. Pero es buena gente. Vanessa lo sabe, porque es uno de los que solía mandar al Systemet
[3]
a cambio de una propina, antes de conocer a Wille.

Linnéa tira la colilla al suelo y la aplasta a conciencia con la bota. De repente, parece contrariada. ¿Tendrá miedo de que Vanessa le pregunte si puede ir a su casa?

—Tengo que irme —dice Vanessa para dejar claro que no pretende que se conviertan en uña y carne de la noche a la mañana.

Linnéa no contesta. Detrás de ella, el borracho agita la cabeza. Empieza a acercárseles bailando con paso torpe y movimientos bruscos.

—¡Hola! —saluda.

—Hombre, hola —responde Vanessa, con la esperanza de que se dé por satisfecho con eso.

Pero él continúa aproximándose.

—Linnéa, ¡alegría y consuelo de mi pobre corazón! —grita el hombre con esa voz rasposa y rota que todos los borrachos terminan por adquirir tarde o temprano.

—Uno de tus amigos, ¿eh? —dice Vanessa con una risita, y mira a Linnéa.

Ella no responde. Simplemente, se aleja de allí sin mirarla siquiera.

—¡Linnéa! —vuelve a gritar el borracho.

Luego detiene su extraña danza, se queda balanceándose de un lado a otro sin moverse del sitio, observando a Linnéa con la mirada vacía y la boca abierta. Linnéa le contesta tan bajito que Vanessa apenas lo entiende:

—Adiós, papá.

15

Cuando Anna-Karin abre la puerta, el aroma a pan recién hecho le da en la cara, donde se dibuja una amplia sonrisa.

—Hola, cariño, ¿ya estás en casa? —se oye la voz de la madre desde la cocina.

—¡Sí! —grita Anna-Karin mientras se quita la chaqueta y la cuelga en el perchero de la entrada.

Apenas ha tenido tiempo de quitarse los zapatos cuando aparece su madre y le da un abrazo fuerte y cálido. Desde que dejó de fumar, no apesta a ceniza revenida. Y la casa huele a pan recién hecho, a jabón y a aire fresco.

—¿Cómo te ha ido hoy en el instituto? —pregunta su madre.

—Muy bien. Lo tenía todo bien en el examen de historia.

—¡Pero qué niña más lista! —exclama la madre orgullosa.

Anna-Karin no siente el menor remordimiento por haber escrito al tuntún antes de utilizar su fuerza con el profesor. Lo cierto es que tiene sus reglas. En la medida de lo posible, trata de no manipular a los profesores, y a los de ciencias naturales no los toca nunca, solo a los que imparten materias inútiles como historia, alemán y gimnasia. Después de todo, no le servirán de nada cuando sea veterinaria. Y, en el fondo, ¿a quién iba a hacer feliz que ella se aprendiera un montón de cosas absurdas, que olvidaría a la primera de cambio?

—Estaba haciendo panecillos, pero luego he caído en que, ya puesta, podría hacer también unos bollos de canela —dice su madre riendo mientras se limpia en el delantal la mano llena de harina.

La sonrisa de su madre no llega a reflejarse en los ojos, pero a Anna-Karin eso la trae sin cuidado. Su madre no tardará en darse cuenta de lo agradable que es
vivir.
Y entonces la sonrisa será auténtica. Está segura.

Peppar
se acerca sigiloso escaleras abajo y se detiene en el último peldaño.

—Hola, amiguito —dice Anna-Karin, se pone en cuclillas y extiende la mano.

A
Peppar
le brillan los ojos de un verde amarillento. Mueve la cola cauteloso de un lado a otro. Y no se acerca. Anna-Karin no se explica lo que le pasa últimamente.
Peppar,
el pequeñín, que hace nada ronroneaba en su bolsillo.

—Ven aquí,
Peppar
—trata de convencerlo—. Miso, miso, miso…

El animal no se mueve del sitio.

VEN AQUÍ,
piensa Anna-Karin sin dejar de mirarlo intensamente a los ojos.
VEN AQUÍ AHORA MISMO PARA QUE PUEDA ACARICIARTE. SOLO QUIERO JUGAR UN POCO.

Peppar
da un bufido y huye por la escalera hacia el piso de arriba.

—¡Bueno, pues no vengas! —bufa también Anna-Karin.

En ese mismo momento suena el móvil. Es el número de Rebecka. ¿Es que no piensa rendirse? Ni ella ni las demás comprenden hasta qué punto merece Anna-Karin la nueva vida que ahora disfruta. Y no piensa disculparse.

Todo se irá al cuerno, piensa Rebecka. No conseguiré reunirlas nunca.

Se guarda el móvil en el bolsillo y busca con la mirada a Gustaf en Citygallerian, ahora sin gente. Se le olvidó la bufanda en el quiosco de Leffe cuando estuvieron comprando caramelos.

—Espérame, voy corriendo a buscarla —le dijo.

Y ya hace un buen rato que se fue. Demasiado rato.

Rebecka da pataditas de impaciencia y piensa que le habría gustado tener algo que leer. Algo distinto del libro de biología. Pasea la mirada por los escaparates a oscuras, donde su propia figura se refleja como una sombra. Parece un fantasma en el interior de los locales vacíos. Solo hay luz en la nueva tienda, Kristallgrottan.

Rebecka se acerca. En el escaparate se agolpan pirámides de latón, cartas del tarot, incienso, estatuillas de ángeles y, naturalmente, cristales de todos los colores, formas y tamaños. En un estante aparte hay joyas en un batiburrillo deslumbrante de plata y piedras baratas.

Casi todo parecen baratijas, pero se le va la mirada hacia un collar de plata con piedrecitas rojas, como pequeñas, pequeñísimas gotas de sangre alrededor del cuello. Pega los dedos al cristal. Ese collar no es de su estilo y, aun así, lo quiere. Quiere comprarlo ahora mismo, ya, y llevarlo siempre puesto.

Si tuviera dinero, claro. Si tuviera dinero
por una vez.

Rebecka no sabe cuánto tiempo lleva allí mirando el collar cuando nota un cosquilleo en la nuca.

Alguien la está observando. Está segura.

Fija la vista en los reflejos del escaparate. Una figura desdibujada se alza detrás de ella, solo puede intuirla a la débil luz del sol que se filtra por la entrada del centro comercial. Pero la reconoce bien.

No se atreve a darse la vuelta. Transcurren varios segundos que se le hacen interminables. La figura sigue allí.

Ve que se mueve alguien en el interior de Kristallgrottan. Una mujer con un traje vaquero y una frondosa melena rubia. Va de un lado a otro hablando sola. Si levantara la vista y mirara a Rebecka… Pero la mujer se pierde detrás de una cortina y Rebecka comprende que, si la figura se abalanzara sobre ella, no habría ningún testigo. La penumbra de aquel centro comercial es perfecta para atacar a alguien, pese a que es mediodía y está en pleno centro. Solo de pensarlo se le encoge la columna vertebral de puro pánico.

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