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Authors: Mats Strandberg,Sara B. Elfgren

Tags: #Intriga, #Infantil y juvenil

El círculo (43 page)

—¿Estás bien? —pregunta soltándola con delicadeza.

No hay nada que esté bien, eso es lo que quiere decir Minoo. Querría decir montones de cosas.

—No —responde—. Me duele muchísimo la rodilla derecha. No sé si puedo seguir patinando.

—Pues vete a casa y descansa —dice Max.

Vuelve a tratarla de una forma totalmente impersonal. Le duele estar tan cerca y no poder tocarlo. Siente como si le estuviera arrancando el corazón, lo arrojara al hielo, le prendiera fuego, le escupiera, lo pisoteara, se lo volviera a meter en el pecho y la cosiera, para volver a empezar otra vez.

—Me he despedido. Solo me quedaré aquí hasta el final del semestre.

Se lo dice sin pestañear, con la mirada fija en Julia y Felicia, que fracasan en su intento de hacer piruetas a unos metros de allí.

—Eso no significa que no me gustes —prosigue con un hilo de voz—. Al contrario.

Por fin la mira directamente a los ojos.

—Me gustas demasiado.

Y luego se va. Se aleja patinando rápidamente hasta que desaparece. Minoo se queda allí, mirándolo y tratando de comprender lo que acaba de oír. El dolor se ha atenuado. Y ha ocupado su lugar un sentimiento nuevo y peligrosísimo:

Esperanza.

Anna-Karin cierra los ojos y se desliza cuesta abajo. Ha esquiado por allí mil veces y se conoce cada curva. El viento le da en la cara. La nieve susurra bajo los esquíes. Se siente libre y ligera. Abre los ojos y los guiña al sol y al ancho cielo que se extiende frente a ella, al tiempo que entra deslizándose en la siguiente curva.

Hace años, en invierno, el abuelo y ella solían hacer esquí de fondo por aquella pista y, por eso, es lo que siempre elige en los días de deporte del instituto. Es la única actividad física que se le da bien y además le encanta la sensación de ir surcando el bosque, sola entre los abetos. Nunca ha tenido que sentir miedo de cruzarse por la pista con ninguno de los acosadores. El esquí de fondo no es, precisamente, el deporte de la gente más popular.

Anna-Karin disfruta de la soledad. La necesita. Tiene que ordenar sus pensamientos ante el semestre que comienza y la empresa tan difícil que se ha prometido abordar.

Si lograra olvidar la imagen de la piel carbonizada de la directora…

Eso no es nada comparado con lo que le hicieron a él.

¿Qué le hará el Consejo a ella?

Hay un área de descanso unos metros más allá. Anna-Karin ve el tejado de madera oscura, la mesa robusta con sus dos bancos alargados y aumenta la velocidad.

Una vez allí, clava los bastones en un montículo de nieve, se quita los esquíes y los pone al lado. Se abre el anorak para dejar entrar algo de fresco y suelta la mochila encima de la mesa. Acaba de empezar a sacar la comida cuando oye el silbido de unos esquíes que se acercan.

La persona que va esquiando divisa a Anna-Karin. Se detiene, se fija bien y reanuda la marcha. Anna-Karin ve la melena rubia y deja en la mesa la botella de refresco.

Es Ida.

—¿Qué quieres? —pregunta Anna-Karin cuando la tiene delante.

—Solo venía a decir hola.

Automáticamente, Anna-Karin echa un vistazo a su alrededor. ¿Se habrán escondido en el bosque Robin, Kevin y Erik? ¿O quizá cualquiera de los demás a los que Ida ha azuzado contra ella a lo largo de los años? ¿Será posible que ya estén otra vez tras ella?

—Pues ya lo has dicho —dice Anna-Karin—. Lárgate.

—Este es un país libre.

—¿Qué pasa, que estás en secundaria o qué?

—Solo quiero que sepas una cosa —dice Ida quitándose los esquíes.

Tiene un aspecto de salud irreal, como si se hubiera alimentado toda su vida a base de vitaminas, verduras ecológicas y actividades físicas al aire libre y puro de la montaña.

—Este semestre será diferente. Me has robado todo lo que era mío, pero ahora pienso recuperarlo. Y no podrás impedírmelo. Te arrepentirás de haberme arruinado la vida.

Eso le dice Ida. Ella, que se ha pasado nueve años interminables torturándola.

Algo se quiebra en su interior, algo de lo que no había sido consciente hasta el momento. Es como la finísima membrana que hay dentro de la cáscara del huevo. Una capa protectora que, más o menos, ha mantenido a raya la masa pegajosa de la angustia, del miedo y de la ira. Ahora acaba de romperse. Y toda esa fealdad sale, se esparce por todo el cuerpo: un mar hirviente y oscuro de odio destilado.

—Todo el mundo te odia, Ida —dice Anna-Karin—. ¿No lo sabías?

—Sí, claro, gracias a ti. Pero no te creas…

—No —continúa Anna-Karin impertérrita—. Todo el mundo te ha odiado desde siempre. Es solo que antes fingían que les caías bien. Te tenían miedo. Tenían miedo de convertirse en tu próxima víctima. No importa lo que me hagas a mí. Eso no cambiará lo que todos piensan de
ti.

Por un instante, da la impresión de que Ida va a echarse a llorar, el llanto está ahí, bajo la piel de la cara.

—Pues tampoco hay nadie que sea amigo tuyo voluntariamente —responde.

Anna-Karin da un paso al frente e Ida retrocede.

—Puede ser, pero yo no le he hecho daño a nadie. En cambio tú sí, continuamente. Lo que yo he hecho no es nada comparado con lo que tú has venido haciendo todo este tiempo.

—¡Eres una friki de mierda!

—¿Y te extraña? Has destrozado
toda mi vida
—dice Anna-Karin.

Da unos pasos más. Ida da con los talones en un montículo de nieve.

—No he sido yo la única —responde Ida con rebeldía.

—Ya, pero tú fuiste una de las que empezaron. Nunca llegué a entender por qué me elegisteis a mí precisamente. Me pasaba las noches en vela tratando de averiguar qué tenía de malo, para poder cambiarlo. Se me ocurrieron montones de cosas que odiar de mí misma. Lo probé todo. Pero nunca era suficiente. Ni siquiera cuando me rendí, cuando hice todo lo posible para que no me vierais ni me oyerais.

Ida la mira. Anna-Karin atisba un ápice de duda que desaparece enseguida.

—No, no era suficiente —dice Ida con calma, como si quisiera que Anna-Karin percibiera bien cada palabra—. Deberías haberte suicidado.

Y la oleada tenebrosa que ha ido forjándose dentro de Anna-Karin la inunda. La inunda y ella se deja arrastrar.

Se abalanza sobre Ida. Ella pesa más, y la adrenalina la hace fuerte. Ida se estrella contra el suelo y queda debajo de Anna-Karin, que le sujeta los hombros contra la nieve y se sienta a horcajadas sobre su cintura. Ida lucha, se retuerce e intenta mover brazos y piernas, pero no sirve de nada.

—¡Suéltame! ¡No puedo respirar!

Es como si el poder fuera un ser vivo dentro de Anna-Karin. Un ser que siempre ha esperado este momento.

VETE DE AQUÍ, DEJA ESTA CIUDAD Y NO VUELVAS NUNCA MÁS.

A Ida se le dilatan las pupilas. Anna-Karin ve que trata de oponer resistencia, que se pone cada vez más roja.

VETE DE AQUÍ…

Hay un muro invisible entre Ida y ella.

Anna-Karin reconoce la sensación de las prácticas que ha hecho con las demás. Ida se resiste. Anna-Karin se emplea con más fuerza, añade toda su voluntad y toda su concentración, además de su poder, para derribar la pared que las separa. Se curva, pero no se rompe y, al final, Anna-Karin descubre que no tiene nada más a lo que recurrir.

La invade un cansancio inmenso. Se deja caer a un lado en el montículo de nieve. Ida se levanta y se tambalea, pero le brillan los ojos de triunfo. Y Anna-Karin comprende que ha caído de lleno en la trampa de Ida. Se ha dejado provocar. Eso era precisamente lo que Ida quería.

—Ya no te tengo miedo —dice Ida—. El
Libro
me ha enseñado lo que tengo que hacer. Está de mi parte.

Ida se dirige a sus esquíes y se los pone. Anna-Karin no puede articular palabra.

—Deberías seguir tu propio consejo —continúa Ida—. Deberías largarte. Mañana empiezan las clases de verdad. Y entonces todo será
como debe ser.

Se aleja deslizándose por la pista. Anna-Karin cierra los ojos. Si se tumba y se queda el tiempo suficiente morirá congelada. Y quizá no fuera tan grave.

—Ya no puedo más —susurra—. Ya no puedo más.

45

Número 17. Número 19.

¿Qué estoy haciendo?, se pregunta Minoo mientras camina por Uggelbovägen.

Número 21. 23.

Las bombillas de sodio arrojan su resplandor sobre la calle, de la que acaban de retirar la nieve. Los montículos están marcados con puntos de meadas de perro. Pasa por delante del número 25. 27. 29.

Esto es algo que haría Vanessa. O Linnéa.

31, 33.

Pero desde luego no Minoo Falk Karimi.

Se para en el número 35 y espía la casa número 37. Hay luz en la ventana de Max. Todavía puede darse media vuelta y volver directamente a su casa. Todavía es posible. Todavía puede retirarse.

Pero si se va ahora, no lo sabrá nunca.

Recorre el último tramo hasta la puerta de Max y alarga el brazo para llamar al timbre. Se detiene al oír voces dentro. ¿Será el televisor o la radio? ¿O tendrá visita?
¿Una mujer?

No se le ha pasado por la cabeza pensar que Max tenga vida privada. En su cabeza se lo ha imaginado siempre en una especie de vacío cuando no estaba en el instituto.

Y si ha invitado a cenar a unos amigos, ¿qué van a pensar? ¿Que Max es algo así como un tío medio pederasta que abusa de sus alumnas? ¿Y que ella es una chiflada, obsesionada con hombres mayores?

Los amigos de Max pensarían seguramente que era de lo más normal que saliera con una chica que acaba de empezar el bachillerato y, seguramente, él no se avergonzaría ante ellos. «¿Cómo os conocisteis?» «Pues, Minoo era un genio en las ecuaciones de segundo grado y así surgió el amor.» De repente, se imagina lo asqueroso que resultaría a ojos de los demás.

¿Tendrá Max hermanos, padres? ¿Qué dirían? Divertidas, las reuniones familiares. A ella la sentarían en la mesa de los niños mientras los mayores hablaban. Por no mencionar lo que dirían sus padres. Su padre se preguntaría si le había provocado algún tipo de complejo por haber trabajado tanto cuando ella era pequeña. Su madre haría un diagnóstico nada favorable y obligaría a Minoo a vivir en la consulta de la sección de psiquiatría infantil.

Aunque trataran de ocultar su relación, terminaría por salir a la luz. Las historias de amor secretas no permanecían secretas mucho tiempo en Engelsfors. Entonces, el instituto denunciaría a Max. Y nunca podría volver a ejercer su profesión.

Minoo retira la mano.

De repente, un nuevo componente ha irrumpido en su relación con Max. Se llama realidad. Antes se negaba a verla. Pero Max la ha tenido presente todo el tiempo.

Cuando seas mayor, comprenderás lo joven que eras en realidad
.

Allí estaba ella, en su sofá, tratando de convencerlo de lo madura que era, cuando lo que le estaba demostrando era precisamente lo contrario.

Las voces callan de pronto allí dentro y Minoo comprende que debía de ser el televisor. Oye pasos. Max va de un lado a otro por la casa. Del salón a la cocina. Abre el grifo. Trajina con los cacharros.

Ha venido para convencer a Max de que tienen que estar juntos, de que no deben hacer caso de lo que piensen los demás. Pero ahora que, de repente, lo ha visto todo claro, no puede seguir cerrando los ojos.

Solo hay una cosa que pueda hacer. Y una cosa que tiene que saber.

Le sorprende lo suave y melódico que suena el timbre.

Cesa el ruido dentro de la casa. Oye pasos que se acercan. Minoo sigue allí, trata de respirar acompasadamente, aunque el corazón le late alocado al ritmo de música tecno.

Gira la llave. Se abre la puerta.

La luz ilumina a Max por detrás. Lleva una camiseta blanca y unos vaqueros negros. Tiene el pelo revuelto y parece cansado. Pálido y con ojeras. No sabe cómo, pero ese aspecto lo hace parecer más guapo todavía. Parece un poeta trágico: Keats o Lord Byron. Se seca las manos en un paño de cocina.

—Hola —dice—. Perdona que venga así, sin avisar.

—Minoo… —comienza, pero ella lo interrumpe.

—Por favor, escúchame un momento. He estado pensando en lo que dijiste. Y sé que tienes razón. No podemos estar juntos.

Le duele pronunciar esas palabras. No importa que la parte lógica del cerebro lo vea todo claro. Eso no cambia el hecho de que lo quiera. Puede que más que nunca.

—No volveré a presentarme así otra vez. No le hablaré a nadie de nosotros, no tienes de qué preocuparte. Solo quiero saber una cosa…

Minoo calla. La pregunta se le antojaba tan sencilla y tan obvia en la cabeza… Ahora le parece demasiado terrible. Le mira las manos, que se aferran al paño de cocina.

—¿Qué quieres saber? —pregunta Max en voz baja—. ¿Si hablaba en serio? Pues sí, hablaba en serio. Te quiero, Minoo. Te quiero desde el día que te vi.

—Yo también te quiero —dice Minoo, y le parece de lo más natural—. Pero por fin lo entiendo. No puede ser. Lo que quería saber es… ¿Podrás esperarme?

No es capaz de mirarlo a los ojos.

—Solo me falta poco más de un año para cumplir dieciocho. Y entonces, ya no serás mi profesor.

Minoo levanta la vista y ve que Max está dudando. Lo comprende. Un año es demasiado pedir. Son eones.

—Comprendo que no puedas prometérmelo —susurra.

Max guarda silencio un buen rato.

—Un año no es nada —dice—. Te esperaré tanto como sea necesario.

Extiende el brazo y le toca la mejilla. Un roce levísimo que casi echa por tierra toda la lógica de Minoo.

Solo una noche, siente deseos de decirle. Solo una noche juntos no puede ser tan grave, ¿no? Y ve en sus ojos que él también lo desea tanto como ella.

Minoo se retira fuera del alcance de su mano.

—Tengo que irme —dice.

—Sí, será lo mejor —responde Max.

Minoo se da la vuelta y empieza a caminar. 35. 33. 31. 29. Max no cierra la puerta hasta ese momento. Ella apremia el paso. 27. 25. 23. 21. 19. 17. Se detiene. Se vuelve a mirar.

La calle está exactamente igual que antes. Pero todo ha cambiado.

Anna-Karin no puede dormir. Está tumbada de costado mirando al vacío. La persiana no está echada y por los cristales puede ver las estrellas. Esta noche le parecen más lejanas que nunca.

Mañana empieza, se dice. Mañana tengo que ir al instituto y ser Anna-Karin Nieminen, sin magia. Ella, a la que todos odian o, en el mejor de los casos, a la que nadie ve.

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