Marta y Sandra charlaban por su lado dándole vueltas a los datos de que disponían y proponiendo iniciativas de todo tipo cuando hizo acto de presencia por el pasillo de la planta superior la oronda humanidad del comisario jefe Blázquez.
—¡Galán! Llama a todos tus hombres. Los quiero aquí en diez minutos —el tono del jefe no admitía réplica—. Que alguien busque los teléfonos del alcalde, del presidente del Gobierno de Canarias y del ministro del Interior. Primero los del ministro y del presidente. El alcalde puede esperar.
Blázquez mantenía una tensa relación de pseudocordialidad con el alcalde Perdomo a raíz de la crisis del asesino en serie, y ni siquiera el haber compartido diversos actos políticos en la tribuna había suavizado las aristas que aquel asunto había hecho surgir entre ambos.
Galán y Valido siguieron al jefe a su despacho. Los miembros de la brigada ya estaban avisados con anterioridad a la llegada del Jefe. Ambos entraron tras él y todos tomaron asiento al mismo tiempo.
—¿Tenemos algo? —preguntó Blázquez, con respiración entrecortada. Desde hacía tiempo le faltaba el aire cuando subía los escalones del primer piso. Los años y el sobrepeso pasaban una factura inmisericorde.
—Sólo indicios —respondió Galán—. Apuntan a un grupo organizado de origen italiano. Son profesionales, no han dejado huella alguna, y el secuestrado puede estar en cualquier lugar de la isla.
—Bien, dame las malas noticias ahora… —ninguno rió el chiste—. Esto tiene toda la pinta de ser un duplicado del asunto del obispo de Florencia. ¿Saben a qué me refiero?
—Salió en la prensa hace cosa de un año —intervino Valido, un policía alto y delgado que siempre iba de paisano con pinta de hippie trasnochado. No se sabía si vestía siempre de incógnito o es que nunca había vestido de otra manera—. Unos misteriosos secuestradores a los que no se ha podido echar el guante lograron un cuantioso rescate del Vaticano por liberar al obispo. Desaparecieron de la faz de la tierra. Cuando dieron el paradero del secuestrado la Policía llegó demasiado tarde. Estaba en un cuarto estanco y la víctima se quedó sin aire. Hubo un gran revuelo en Italia y una parte de los medios achacó la muerte del obispo a la tardanza en llegar de los policías.
—Ahí está el meollo de este asunto —interrumpió Blázquez—. Tenemos que evitar a toda costa que ocurra lo mismo aquí. Si llega el momento en que facilitan la localización del nuncio, debemos llegar en cuestión de minutos. Quiero a todos los efectivos desplegados por la ciudad y por el término municipal antes de una hora. Y sin hacer ruido, no vaya a ser que los vecinos se quejen al alcalde y se monte otra como la de hace unos meses. Yo me ocupo de avisar a la Policía Local y a la Guardia Civil para que apoyen la vigilancia. Si el asunto acaba fuera de nuestro ámbito competencial tendrá que ser otro el que cargue con el muerto. Perdón —Blázquez carraspeó al darse cuenta del error—, espero que se le encuentre vivo. Ya me entienden.
—Pondremos a todos los hombres en la calle vigilando discretamente —dijo Galán—, atentos a los movimientos de personas y automóviles y a las luces de las viviendas que estén encendidas. En principio, poco más podemos hacer.
—Hay que estar preparados para cualquier contingencia —respondió el jefe—. Mañana el mundo entero va a mirarnos con lupa y no podemos cagarla. Si fallamos como los florentinos nos meterán un paquete de los gordos. Y no queremos que eso ocurra, ¿verdad?
Blázquez mantuvo unos instantes la mirada a los dos policías con aire inquisitivo, señal de que debían marcharse ya. Ambos hombres se levantaron y salieron. Cuando caminaban por el pasillo, escucharon a lo lejos la voz de Blázquez, que ya utilizaba su teléfono.
—Sí, ya sé la hora que es, pero haga el favor de despertar al ministro, que es algo muy grave. Le aseguro que le estoy hablando en serio. Nunca había hablado tan en serio en toda mi vida.
Roma, Italia, sábado 04:10 horas.
03:10 hora canaria.
—Despierte, su Santidad —la voz era suave, pero firme. Un leve zarandeo bastó para que el pontífice se diera la vuelta en la cama y mirara con extrañeza a su secretario personal—. El secretario de Estado insiste en verle personalmente de inmediato —Giovanni Rossi, la mano derecha del obispo de Roma, estaba más serio que los guardias suizos que custodiaban las entradas del Vaticano—. Parece que algo grave ha ocurrido.
El hombre que llevaba sobre sus hombros el peso de la Iglesia se sentó en la cama con dificultad, buscando las zapatillas con los pies.
—Dios quiera que este súbito despertar no nos traiga malas noticias —dijo el papa con serenidad—. Ayúdame Giovanni, ya sabes que mis articulaciones chirrían y no me obedecen bien hasta que llevo unos cuantos minutos levantado.
El secretario personal acercó una bata larga y ayudó a su jefe a colocársela. A continuación salieron del dormitorio en dirección al despacho privado del apartamento papal, en el ala sur del palacio apostólico del Vaticano. Rossi se adelantó unos pasos y abrió una puerta lacada en blanco con relieves dorados. Al otro lado, en el centro de un despacho con austera decoración, de pie tras una de las sillas que enfrentaban la mesa de trabajo del papa, esperaba impaciente Darius Kosciewski, el secretario de Estado del Vaticano.
—Buenas noches, hijo mío —dijo el papa con suavidad—. Me imagino que no vendrás porque no encuentras otro suplente para el sacerdote que oficia la misa del amanecer.
Kosciewski no captó el humor latino del pontífice y fue directamente al grano, como era habitual en él.
—Santidad, hemos recibido una llamada del obispo de la diócesis de Tenerife, en las Islas Canarias. Según parece, un grupo terrorista ha secuestrado al nuncio de España, el cardenal Hesse, y piden rescate por él.
Las palabras del secretario de Estado hicieron mella en el papa. Cerró los ojos lentamente y meditó unos instantes.
—Sentémonos, hijos míos.
Los dos hombres obedecieron y tomaron asiento al unísono frente a la mesa de trabajo. El papa hizo lo mismo en su sillón giratorio.
—¿Qué piden? —musitó.
—Veinte millones de euros… —Kosciewski se detuvo un momento, era consciente de aquellas noticias podían afectar a la delicada salud del papa—, dentro de tres horas.
—Tres horas… —repitió el alto mandatario—. No quieren que lo pensemos mucho. ¿Podemos pagarlo?
—Santidad, habría que abrir la sucursal de la Banca Vaticana, poner los ordenadores en marcha y echar mano del fondo estratégico. No sé si tendremos esa cantidad disponible de inmediato. Como sabe, el dinero del Vaticano está casi siempre invertido en productos financieros. Tal vez habría que esperar a que abrieran los bancos europeos, los americanos cerraron hace un par de horas.
—¿Podemos pagarlo? —el papa miraba fijamente al secretario.
—Tenemos el fondo para los países del Sahel que íbamos a transferir esta semana.
—¿Es posible que los secuestradores supieran que íbamos a disponer de ese dinero?
—Es probable —repuso el polaco—, de hecho, no era ningún secreto.
El papa se levantó lentamente y se encaminó a la ventana que dominaba la plaza de San Pedro. Era la segunda ventana del último piso de la residencia papal, donde rezaba el
angelus
todos los domingos, la más famosa del mundo. Las luces de Roma, ignorantes del drama que se vivía en aquella habitación, titilaban indiferentes en la lejanía. El pontífice pareció distraerse con el bello panorama, pero en realidad estaba pensando muy deprisa.
—No pagaremos —dijo a los cristales. A su espalda, los dos hombres se sobresaltaron.
—Perdón, Santidad, ¿cómo ha dicho? —preguntó con temor el Secretario de Estado.
—No pagaremos. Esa gente sabe que el dinero es para quienes se mueren de hambre en África. —A pesar de la seguridad en su voz, se notaba que el papa era presa de un profundo pesar y desasosiego—. Si lo hacemos, podrían ufanarse de que el Vaticano es capaz de dejar sin comer a miles de necesitados para salvar a uno de sus jerifaltes. Con estos condicionantes, no pagaremos. Hesse hubiera estado de acuerdo.
Kosciewski no pudo evitar que su mente recordara al nuncio Hesse, un hombre entregado por entero a la lucha contra la desigualdad en los países pobres y contra el indignante hambre del Tercer Mundo. Era un golpe bajo al Vaticano que se pidiera ese dinero concretamente como rescate. Realmente, el pequeño país podría disponer en menos de veinticuatro horas de liquidez suficiente para hacer frente a esta contingencia y a otras similares, pero en tres horas no. Sin embargo, todo se reducía a una cuestión de principios. Pero por esos principios iba a morir un hombre muy querido por todos. Negarse a pagar era firmar su sentencia de muerte.
—¿Está seguro, Santidad? —preguntó esta vez Rossi, el secretario personal. También conocía personalmente a Hesse.
—Sí, estoy seguro, hijo mío. Además, en el asunto de Florencia pagamos y a nuestro querido obispo Sanchetti no le sirvió de nada. —Respondió el papa, compungido—. El precedente nos obliga ser firmes, aunque nos cause este profundo dolor.
Kosciewski intentó que el asunto no se le fuera de las manos.
—De acuerdo, pero todavía no lo haremos público —su mirada imploraba al santo padre que le permitiera imponer su opinión—. Esperaremos al último minuto.
—¿Esperas un milagro, hijo? —El pontífice admiró la resolución del secretario de Estado.
—Sí, Santidad, espero un milagro.
—Entonces, recemos de corazón —concluyó.
La Laguna, sábado. 03:15 horas.
El timbre del pulsador del portero eléctrico sonó ininterrumpidamente presionado por el índice de Ariosto. En el silencio del portal de un edificio residencial relativamente nuevo de la zona de San Benito, en el extremo oeste de La Laguna, el sonido ululante del artilugio atronaba escandalosamente. Si Ariosto se preguntó cómo se escucharía dentro de la vivienda, obtuvo la respuesta de inmediato, en el interfono.
—¡¡¿Quién diablos es a esta hora?!!
—Estimado Pedro —respondió imperturbable—, soy Luis Ariosto. Disculpe la impertinencia de la hora, pero se trata de un asunto importante.
—¿Ariosto? —La irritada voz cambió súbitamente a un tono de incredulidad y estupor— pero que…
De la cerradura del portón surgió el metálico chasquido que indicaba que acababa de abrirse. Ariosto entró en el edificio. La temperatura dentro del zaguán era varios grados superior a la del exterior. Un frío húmedo se había apoderado de la ciudad aquella noche y se agradecía no estar al raso.
Ariosto conocía el camino. Encendió la luz del pasillo, accedió a la escalera y subió los dos pisos que llevaban a la vivienda de Pedro Hernández, el archivero.
Hernández no esperó a que su visitante tocara el timbre. Lo esperaba en el umbral de su casa con un albornoz blanco que cubría un pijama azul marino. Su delgado rostro afectaba un asombro indisimulado.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó, alarmado.
—Sí, querido amigo, y creo que voy a necesitar su ayuda.
Ariosto pasó al interior de la vivienda. Hernández lo llevó al salón de la casa y encendió varias luces. Apartó unas revistas desordenadas de encima de la mesa baja de centro y se sentó en un sillón individual de cuero mientras que su huésped lo hacía en un sofá de tela oscura de color indeterminado.
—Esta noche han secuestrado al nuncio —Ariosto fue directamente al grano. Esperó unos instantes a que Pedro asimilara la noticia y cerrara la boca de pasmo que exhibía—. Se han puesto en contacto por correo electrónico a través de Sandra Clavijo, la periodista, y piden un rescate de veinte millones de euros. Hasta ahí todo normal…
—¿Le parece normal que ocurra esto en La Laguna? —Pedro se preguntaba si la falta de sueño no estaría jugando alguna mala pasada a su amigo.
—Rectifico. Hasta ahí es lo típico que ocurre en un caso normal de secuestro —Pedro afirmó con la cabeza aquiescente,
menos mal que le había dado la razón, La Laguna últimamente se está pareciendo a Nueva York
, pensó. Ariosto continuó—. Pero es que se da una circunstancia extraordinaria. Por razones de las que todavía no estoy seguro, alguien me envió una carta que contenía un mensaje cifrado cuya primera línea coincide con la última del correo electrónico con la que el secuestrador se puso en contacto con las autoridades a través de Sandra.
—Me parece alucinante —respondió Hernández, maravillado—, ¡Qué buen comienzo para una novela!
—El hecho que refuerza la conexión entre los dos mensajes es que estaban escritos en latín.
—¿En latín?
¡O tempora, o mores!
, que diría un distinguido latinista. —Pedro se inclinó hacia Ariosto, en inequívoca señal de que estaba intrigado por su relato—. Siga por favor, que se me ha quitado el sueño de golpe.
—He hecho una traducción rápida del texto y esto es lo que me he encontrado.
Ariosto entregó varios papeles a Hernández, el correo, la carta y su traducción. El propietario de la casa tardó un par de minutos en leer y releer los textos.
—¡Es un perfecto galimatías! —Hernández levantó la vista de los papeles en dirección a su invitado—. No entiendo nada del contenido de la carta. Lo siento, pero no veo cómo puedo ayudar en esto. Me parece que escapa a lo que yo pueda aportar. Las adivinanzas nunca han sido mi fuerte.
—Existe en ese texto un mensaje cifrado. Si lo leemos atentamente, parece un itinerario a seguir. Fíjese en la primera frase:
En el círculo platónico encontrarás al heraldo de Roma
. Evidentemente, el heraldo de Roma es el embajador vaticano, el nuncio. Y se le puede encontrar en el círculo platónico…, pero, ¿qué es el círculo platónico?
—Una buena pregunta —respondió el archivero—. Que yo conozca, esa denominación no se aplica a nada concreto. Platón habló en su teoría de las ideas de un círculo como expresión de la perfección, pero no creo que se refiera a eso. —Hernández reflexionó varios segundos—. Dado el lenguaje oculto que utiliza la carta, podría referirse a la teoría de la ciudad de Platón, ideada de forma circular como paradigma ideal.
—¿Y qué podría tener que ver con el secuestro del nuncio? —Preguntó Ariosto, confundido.
—Pues que se refiere a nuestra ciudad, La Laguna.
—¿Cómo es eso? —inquirió de nuevo.
—Es un poco largo de contar… —la mirada de Ariosto invitó a Pedro Hernández a que se explayara—. Hace unos cuantos años, una profesora de la Universidad lanzó la hipótesis de que la ciudad de La Laguna había sido diseñada siguiendo las enseñanzas de Platón en su última obra,
Las Leyes
. Según ella, y al contrario de lo que se había dicho antes por otros historiadores, que defendían un crecimiento evolutivo y gradualmente improvisado de la ciudad, el plano fue diseñado con una orientación a los puntos cardinales muy concreta, tomando como base la rosa de los vientos. Los edificios religiosos principales, sobre todo los monasterios, se conformaron en los distintos extremos de la urbe y si se enlazaran entre ellos sobre el plano con una línea surgiría un círculo imaginario que rodea al resto de la población.