El Círculo Platónico

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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

 

Una crisis internacional se desata en La Laguna con el secuestro del embajador vaticano. Las negociaciones han llegado a un punto muerto y el plazo se acaba. Sólo una persona tiene la clave para liberarlo. Luis Ariosto se enfrenta a un intrincado enigma que únicamente podrá resolver contrarreloj con la ayuda de sus colaboradores cercanos. La arqueóloga Marta Herrero, el inspector Antonio Galán y la periodista Sandra Clavijo aunarán esfuerzos para descifrar un problema insoluble, indagando en los misterios ocultos de la vieja ciudad.

Mariano Gambín

El Círculo Platónico

ePUB v1.0

morlock
30.03.12

Primera edición: octubre, 2011.

Diseño de portada y maquetación: Mª Victoria Martínez Lojendio

www.creaconvictoria.com

Los personajes y situaciones de esta novela son ficticios, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

1

Florencia, Italia. Hace un año.

La puerta desapareció cuando estalló el explosivo plástico.

El teniente Falletti no necesitó dar ninguna orden a sus hombres. Un segundo después, todos pasaron el umbral en posición de combate en una sincronía de movimientos memorizados.

Buonasegna, el primer agente de los
SIG Carabinieri
, las fuerzas especiales de la policía florentina, dirigió el láser del visor del subfusil
Steyr AUG
hacia el final de aquella escalera que descendía en la oscuridad. Ningún obstáculo a la vista. Bajó de perfil los escalones con rapidez, sabía que era blanco fácil para un tirador que pudiera estar apostado en la base. Llegó al final y se apartó a la derecha barriendo con la mira de su arma el perímetro del vacío habitáculo en que había desembocado. Sus tres compañeros se deslizaron tras él, ocupando los rincones. Otra puerta cerrada, esta vez metálica.

Falletti sacó de un bolsillo del pantalón otro pedazo de explosivo C-4 y lo adhirió a la altura de la cerradura, insertó el detonador y los cuatro hombres retrocedieron ocho escalones, los justos para no absorber la onda expansiva.

El teniente miró su reloj antes de pulsar el botón del control remoto. Iban con retraso. Los años de entrenamiento para controlar las emociones en momentos como aquél apenas podían mitigar la aprensión que sentía. Una gota de sudor resbaló por su sien izquierda. Estaban llegando demasiado tarde.

En una décima de segundo pasaron por su mente los acontecimientos de la última hora. Recordó la urgente llamada del
capo capitano
en mitad de la noche y de la sorprendente noticia que le transmitió. Un grupo terrorista había secuestrado al obispo de Florencia y los negociadores acababan de comunicar el lugar donde estaba detenido.

Había que enviar un destacamento del grupo operativo que él comandaba al punto de reunión, en la comisaría de la piazza Della Stazione, enfrente de la estación ferroviaria de Santa María de Novella. De allí en furgoneta —apenas dos minutos— a la Basílica de San Lorenzo, la iglesia más antigua de Florencia, situada, cómo no, en pleno centro. Y todo ello en menos de treinta minutos. No sabía exactamente por qué, pero debía hacerse en ese tiempo. Poner en marcha a su grupo de élite en media hora no debía ser un problema durante el día, pero lo era a las tres de la madrugada. Pese a todo, allí estaba, con tres de sus mejores hombres, a los treinta y tres minutos y veinte segundos. Por lo que le habían comentado, los secuestradores habían recibido el rescate y a cambio facilitaron el lugar donde estaba retenido el obispo. Nada menos que en la iglesia que contenía las famosas Capillas Mediceas.

La
piazza
de San Lorenzo era inaccesible al tráfico rodado debido al ingente número de casetas de venta de ropa y productos turísticos que ocultaba la iglesia y proporcionaba al recinto un aspecto de mercadillo tercermundista.
Los mercaderes en el templo
, pensó, al pasar corriendo entre los pasillos de las cerradas casetas. Esta vez no había que entrar por la puerta principal del enorme edificio de ladrillo oscuro, debajo de su fachada inacabada. En otra puerta lateral, la dedicada a los fieles que pretendían rezar al margen de las hordas turísticas, se encontraban el cura con las llaves y varios
carabinieri
. Falletti y sus hombres siguieron al sacerdote, que asombró a los policías corriendo a paso ligero por el interior del templo. Cruzaron como una exhalación por la nave principal diseñada por Brunelleschi, dejando a su derecha los enormes pulpitos de madera tallada de Donatello y entraron en la Sacristía Vieja, uno de los lugares más visitados de la basílica. A la derecha, entrando, se encontraron con una pared forrada con casetones de madera. En el centro, disimulada por los dibujos geométricos, existía una puerta que sólo se descubría por una pequeña cerradura y un tirador. Pasaron a través de ella y llegaron a un pasillo. Al final de la galería, otra puerta cerrada daba acceso a la escalera, en cuya base se encontraba el lugar donde se suponía estaba retenido el obispo.

Esa puerta era la que habían volado segundos antes y la de abajo era la que se disponía a correr la misma suerte.

Falletti pulsó el botón del mando a distancia y la ciclonita hizo su trabajo. En este caso la puerta de seguridad contra incendios, mucho más robusta, resistió el embate de la explosión aunque la cerradura quedó destrozada. Buonasegna la empujó mientras se aclaraba la nube de humo que inundó el ambiente. El teniente pasó a la estancia. Se trataba de un cuarto de contadores de apenas un par de metros cuadrados. Olía a cerrado y a humanidad. En el centro, atado a una silla y amordazado, se encontraba el obispo Sanchetti. Su inmovilidad y la mirada perdida de ojos de pescado fueron suficientes para que Falletti cayera en la cuenta que aquel hombre estaba muerto, asfixiado por falta de aire. El teniente masculló un juramento mientras volvía a mirar su reloj. Treinta y cuatro minutos y cuarenta segundos.

Demasiado tarde.

2

La Laguna, en la actualidad, viernes. 13.00 horas.

Luis Ariosto hojeaba una vez más el catálogo de la exposición. A pesar de sus dudas, esta vez la publicación había llegado a tiempo. Un punto para la imprenta. El ejemplar era pesado, casi un kilo, debido al grueso papel satinado de 150 gramos ilustrado a todo color en el que se recogían las fotografías de todas las piezas que se iban a exhibir a partir del día siguiente. Le encantaba su olor a publicación nueva.

Cruces paleocristianas y bizantinas
, rezaba el título en portada. Una exposición única hasta el momento. La muestra exhibía una treintena de cruces conservadas en varios museos e iglesias de la vieja Europa, cuyos celosos conservadores habían permitido, por primera vez en siglos, que estos tesoros escaparan a su vigilancia durante unos días para celebrar un acontecimiento muy especial para la ciudad de La Laguna. La Catedral, acabadas por fin las obras de rehabilitación, iba a ser reinaugurada en menos de veinticuatro horas.

Ariosto no se atrevía a sopesar qué acontecimiento le producía mayor interés, si el comienzo de la exposición o la apertura de la Seo lagunera. Esperaba que nadie se lo preguntara.

Y podrían hacerlo, porque la exposición era obra suya. La idea, la propuesta, la ejecución y hasta el éxito de involucrar a varias entidades bancarias en su financiación, fueron logros conseguidos gracias al empuje de Ariosto. Inspector de Hacienda en excedencia y poseedor de una considerable fortuna familiar, Luis Ariosto había destacado en la última década por ser uno de los mayores impulsores culturales del Archipiélago canario, con iniciativas de divulgación artística que abarcaban desde la música clásica al cine, hasta —como en el caso de esta exposición— por la Historia del Arte.

Esta era la causa de que fuera el comisario de la misma, el máximo responsable. Por eso estaba repasando hasta el último detalle y comprobando que se habían corregido las erratas de imprenta.

Siempre había sentido una especial atracción por los crucifijos antiguos. Le llamaba la atención que no existiera una sola cruz exenta anterior al siglo sexto —por lo menos que se hubieran conservado—. Las representaciones de los apóstoles con crucifijos en la mano eran pura imaginación de sus autores. Las cruces eran un invento de comienzos de la Edad Media, de casi mil quinientos años de antigüedad, y a nadie se le había ocurrido hasta ahora exhibir juntas las muestras más representativas de la iglesia de comienzos del medievo. Treinta días en La Laguna, y otros tantos en el Louvre y en el Vaticano. Ya que se hacía el esfuerzo, Ariosto era partidario de que se pudiera visitar en varios lugares durante los tres meses que los objetos estarían fuera de su lugar de origen.

Ariosto cerró el catálogo y comenzó el noveno recorrido que hacía por la exposición desde que había llegado al convento de Santo Domingo —una hora y media antes—, recinto donde se iba a celebrar la muestra. Dentro de urnas de cristal blindado apoyadas en monolitos de un metro de altura con sensores de movimiento refulgían la Cruz de los Ángeles y la Cruz de la Victoria, ambas provenientes de la Catedral de Oviedo, fechadas en los siglos noveno y décimo. Eran las primeras y constituían la antesala de la exposición. Dos
prime donne
para abrir boca. A continuación la Cruz visigótica del tesoro de Torredonjimeno, del Museo Arqueológico de Barcelona; la Cruz de Agilulfo, de la catedral de Monza, fechada en el siglo sexto; el crucifijo de don Fernando y doña Sancha, del Museo Arqueológico Nacional y así otras menos conocidas hasta completar la colección. En fin, una muestra única de joyas artísticas en la que destacaba la última, la más preciada para Ariosto, colocada en una tarima al fondo de la sala, la Cruz Vaticana.

Se detuvo frente a ella una vez más. De apenas cuarenta centímetros de altura, era uno de los objetos más preciados de la cristiandad. Ariosto no necesitaba echar otro vistazo al catálogo para recordar que aquella cruz había sido fabricada con láminas de plata con doraduras que le daban un aspecto aurífero. En realidad, se trata de un relicario que contenía astillas de la cruz en que murió Jesucristo, según la tradición romana. En 2009 fue objeto de una restauración que le devolvió el esplendor bizantino que los siglos le habían restado. Perlas, zafiros y esmeraldas rodeaban una inscripción latina
LIGNO QUO CHRISTVS HVMANVM SVBDIDIT HOSTEM DAT ROMAE JVSTINVS OPEM ET SOCIA DECOREM
, que significaba algo así como
«con el madero con el que Cristo sometió al enemigo del hombre, Justino da a Roma su ayuda y su compañera el ornato»
. Era un regalo de los emperadores bizantinos al obispo de Roma. La «socia» era la emperatriz, que se apuntaba a todo.

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