Ariosto recordó la primera vez que se enfrentó a la Cruz Vaticana, casi treinta años atrás. Sucedió durante un viaje de investigación mientras realizaba los estudios postdoctorales de la Universidad de Bolonia, ciudad en la que vivió un par de años. Expuesta en el tesoro de San Pedro, en Roma, la había contemplado en una escapada de fin de semana, y en aquel tiempo parecía menos brillante. Le vino a la mente el estúpido comentario de uno de sus compañeros, Carlo Maroni, de que luciría muy bien encima de la chimenea de su casa. Las pullas del grupo de alumnos a Maroni sobre aquella frase le persiguieron durante semanas. Siempre fue un tipo enigmático, reservado, del que nunca se sabía cuando hablaba en broma o en serio. Desgraciadamente, murió en un accidente de tráfico años después. Tuvo mala suerte.
Ariosto apartó a Maroni de sus pensamientos al notar cierto bullicio en la entrada de la sala. La visita que esperaba había llegado.
El obispo de Tenerife, Roberto Marquina, entró acompañado de Manfred Hesse, el nuncio de la Santa Sede en España. Frente a la barriga prominente del prelado, el representante papal, de unos sesenta años, mantenía una silueta delgada que le hacía caminar ligero. El alemán se quedó durante unos minutos extasiado frente a una de las primeras cruces del recorrido. Ariosto se aproximó a la pareja y Marquina hizo las presentaciones.
—Mucho gusto en conocerle, Padre —dijo Ariosto en alemán.
—El gusto es mío, señor Ariosto —respondió el nuncio en castellano con un suave acento sudamericano adquirido durante sus años de destino en Colombia y Venezuela—. Por lo que veo, ha logrado reunir aquí un tesoro de valor incalculable. Le felicito.
Después de muchos tiras y aflojas con el Vaticano, Ariosto había hecho prevalecer su idea de que la personalidad eclesiástica que debía inaugurar la catedral y la exposición no podía ser otra que el nuncio, personaje discreto, sin gran relevancia mediática, e independiente de la curia cardenalicia que rodeaba al papa y que se habían postulado para el acontecimiento. Además, el embajador vaticano era un gran enamorado del arte, lo que hacía especialmente acertada su elección. Hesse aprovechaba el viaje a Canarias para continuar su camino en dirección a Malí, uno de los países más pobres del mundo, donde se inauguraba una oficina del Banco Mundial destinada a la lucha contra el hambre en África.
Ariosto hizo el recorrido de la exposición explicando a sus visitantes las características principales de las diferentes piezas expuestas. Deteniéndose un poco aquí y un poco más allá, en función de las preguntas de cada uno de ellos. La visita terminó en la obra estrella, la Cruz Vaticana.
—Una obra soberbia —comentó Hesse—, no sólo por su valor artístico, sino también por el simbólico. Todo un detalle por parte del emperador Justiniano regalarla al obispo de Roma.
Ariosto se sintió perplejo, el dato no era correcto.
—En realidad, fue el emperador…
—Justino II y su esposa Sofía, a mediados del siglo sexto —añadió el nuncio, sonriendo con malicia—, perdone mi error.
Ariosto estaba seguro de que se trataba de una inexactitud premeditada.
—No hay de qué —continuó el comisario, sonriendo a su vez—. Las reliquias del
Lignum Crucis
, astillas de la madera de la cruz de Cristo, son las más antiguas que se conocen, y por ello, las que más posibilidades tienen de que sean auténticas. Desgraciadamente, su tamaño es tan pequeño que son inservibles para hacerles la prueba de carbono 14.
—No hacen falta esas pruebas, señor Ariosto —intervino el obispo—. ¿Quién duda que no sean las verdaderas?
—Dentro de estas paredes, nadie, que yo sepa —Ariosto escurrió el bulto y evitó entrar en polémicas con Marquina. Se volvió al nuncio—. Con independencia de eso, convendrá conmigo en que se trata de una obra de arte de valor incalculable.
El obispo asintió, un tanto defraudado de la falta de combatividad del comisario sobre aquella controversia.
—Es muy interesante este antiguo convento, señor Ariosto —volvió a intervenir Hesse, apreciando el artesonado del techo—. Y con un claustro precioso. Me imagino que se habrán adoptado fuertes medidas de seguridad.
—Desde luego, todas las que se nos han ocurrido —repuso el comisario de la exposición, señalando la batería de sensores electrónicos que rodeaban cada pieza—. Además de la colaboración policial, hay contratadas dos empresas de seguridad y contamos con toda una cohorte de voluntarios que van a trabajar para que la exposición sea un éxito, sin ningún sobresalto.
—Estoy seguro de así será —dijo a su vez el obispo, que miró de reojo su reloj—. Es la hora de comer, ¿viene usted, Ariosto?
—Sí, por supuesto —contestó, acompañándoles a la entrada.
Antes de salir, echó un último vistazo a la exposición. Todo estaba controlado, los empleados de seguridad en sus puestos, tranquilidad total. Por un momento, se relajó mentalmente. El trabajo estaba hecho, a partir de ahora todo iría como una seda.
Ariosto salió de la sala sin sospechar lo equivocado que estaba.
La Laguna, viernes, 14:00 horas.
Olegario simulaba sacar brillo al retrovisor izquierdo del
Mercedes 300D
del 60 de color negro brillante, propiedad de Ariosto. Cualquiera que hubiera estado observándole durante varios minutos habría sentenciado que el chófer sufría una obsesión enfermiza por los espejos. Pero no, lo que le afectaba era la paranoica sensación de que le estaban siguiendo desde muy temprano.
A las ocho en punto, después de desayunar, Olegario había llevado a Ariosto de su caserón de Santa Cruz, cerca de la plaza de los Patos, al edificio del Obispado, en plena calle de San Agustín, en La Laguna.
El primer detalle inusual que había observado —Olegario estaba atento a los detalles inusuales desde la oscura época en que trabajaba en los muelles de uno de los principales puertos mediterráneos— ocurrió en el semáforo de la Rambla con la plaza de la Paz. Al ponerse el disco en verde, una moto de alta cilindrada —una Yamaha 500, le pareció—, conducida por un tipo vestido de cuero negro y con un casco integral con el visor oscurecido, pasó como una exhalación a su izquierda. Aquello no debía tener mayor trascendencia, los motoristas maleducados estaban a la orden del día, sino fuera porque aquel hombre volvió la cabeza durante más tiempo del normal, como escrutando en el interior del automóvil, antes de volver a acelerar y perderse zigzagueando entre los coches que circulaban delante. Ariosto, absorto en la lectura de la columna de Sandra Clavijo en el
Diario de Tenerife
, no se percató del incidente, pero al conductor no le había gustado aquella impertinente inspección.
Olegario salió a la autopista al final de la Rambla y continuó por el tercer carril a noventa, a aquella hora de la mañana no había demasiado tráfico y se podía subir tranquilo. Para animar a su jefe, a quien notaba algo cansado, había insertado el CD de
Un Giorno di Regno
, una de las primeras óperas de Verdi, una joya cómica prácticamente desconocida y cuyas variadas y alegres melodías ponían de buen humor a Ariosto.
A la altura del Hospital Universitario, Olegario detectó otro movimiento inusual en el retrovisor central. Una moto —
¿la misma moto?
— adelantaba por la derecha a los automóviles que le seguían. Esta incorrecta maniobra había provocado más de un volantazo por parte de algún inexperto conductor. Olegario tenía un ojo delante y otro en el retrovisor, por lo que advirtió que la moto desaceleraba súbitamente y se colocaba en el mismo carril que el
Mercedes
, dejando una separación de tres automóviles entre ellos.
El típico movimiento de aproximación, contacto visual y espera a distancia
—pensó el chófer.
Tomó por la Vía de Ronda, una de las entradas rápidas al centro de La Laguna. La moto también giró en la misma dirección, permitiendo que otros coches se interpusieran entre ellos, pero sin perderse de vista.
El chófer decidió no comentarle nada a Ariosto. Bastantes preocupaciones tenía en la cabeza para añadirle además su manía persecutoria. Hoy era un día importante para su jefe, la víspera de la inauguración de la exposición en la que llevaba más de dos meses trabajando duro.
Entró en La Laguna por la plaza del Adelantado y siguió por la calle del Agua. Miró una vez más al retrovisor. La moto negra había desaparecido. La longitud de la calle, antes de girar por Anchieta, permitió al conductor comprobar que ya no les seguía. Torció a la izquierda de nuevo por Tabares de Cala y se detuvo en la esquina de la peatonal calle de San Agustín. Hacía fresco y apenas había gente en la calle a aquella hora. Ariosto dio la gracias a su chófer y le pidió que le esperara bien aparcado. Las cuestiones que iba a despachar con el obispo no le demorarían más de media hora.
A pesar de sus cincuenta y pico años, Ariosto se mantenía en una forma física envidiable, y sólo las canas de sus sienes revelaban su edad. A todo ello se unía una fortuna nada desdeñable heredada de su familia —terrenos en el sur de la isla que no valían nada hasta que alguien decidió que los turistas de medio mundo debían tomar el sol en ellos—, que él había administrado con acierto. Su esmerada educación en el trato era comentario de todos los que le conocían, sobre todo de las damas. Todo un
gentleman
a quien el chófer estaba orgulloso de servir.
Olegario siguió con la mirada la ágil figura de su jefe hasta que se perdió en la seguridad del portalón del Obispado. Cuando enfocó la vista al final de la calle, no pudo evitar comprobar que una moto negra —
la misma moto negra, sin duda
—, se encontraba detenida en la confluencia de San Agustín con Juan de Vera, y su conductor no había perdido detalle de la escena. Olegario bajó del auto y la moto se perdió tras la esquina dejando un rugido seco como recuerdo.
El chófer subió de nuevo al coche, dio la vuelta a la manzana y estacionó en el
parking
privado situado en la trasera del Obispado. Después se dispuso a dar cuenta de un bocadillo de queso blanco en la cafetería del edificio del Orfeón La Paz, donde los hacían como a él le gustaban.
La mañana transcurrió tranquila. Ariosto se entretuvo un poco más de lo esperado y Olegario lo llevó al cabo de una hora al convento de Santo Domingo, donde permaneció hasta el mediodía. No hubo motos a la vista durante el corto trayecto.
A la una y media le tocó llevar a Ariosto, al obispo y a otro cura que no conocía, a uno de los restaurantes de Guamasa, donde les tenían preparado un reservado. Durante el recorrido, en la salida a la autopista, le pareció ver otra vez la moto, perdida en el tráfico posterior, unos diez o quince coches más atrás.
«Las motos negras se contaban a miles en la isla»
, se dijo, intentado restarle importancia al descubrimiento.
Pero ese pensamiento se esfumó cuando el motorista tomó la misma salida y entró en la carretera general del Norte, pasando de largo cuando el
Mercedes
enfiló el aparcamiento descubierto del restaurante. Una vez que se bajaron sus ocupantes y desaparecieron en su interior, Olegario se dispuso a vigilar a su perseguidor haciendo como que limpiaba los retrovisores.
Tras unos largos minutos en los que los espejos quedaron impecables, el chófer decidió tomar la iniciativa.
Olegario arrancó el
Mercedes
de nuevo y volvió a la carretera siguiendo la misma dirección que la moto. El chófer esperaba que en algún tramo estuvieran vigilando sus movimientos. Efectivamente, doscientos metros más allá, invisible detrás de un camión, la motocicleta reanudó la marcha una vez que el elegante coche negro hubo pasado de largo. Olegario se percató de que estaba siendo seguido otra vez y se desvió a la derecha, por el ramal de La Caridad. Desaceleró para pasar los incómodos pasos de peatones a nivel que se sucedían interminablemente hasta que llegó al cruce con la pequeña carretera rural que llevaba a Lomo Colorado, un caserío rodeado de tierras de labranza. La moto continuaba la persecución a la misma distancia. Olegario frenó bruscamente tras pasar una curva sin visibilidad, justo detrás de unos cañaverales. Cruzó el coche en la carretera, y bajó rápidamente del automóvil.
El motorista no esperaba encontrárselo atravesado en su camino. Había aumentado la velocidad al perder de vista al
Mercedes
y se encontró tras la curva con un obstáculo insuperable. Entre chocar con la carrocería de un pesado automóvil de los años sesenta o salirse de la vía y caer en los sembrados, optó por la segunda posibilidad. La moto cayó a la izquierda por un desnivel de un metro y las ruedas quedaron enterradas en los surcos de tierra blanda, mientras su ocupante daba una vuelta de campana antes de provocar, al caer, una espesa nube de polvo rojo.
Olegario maldijo por lo bajo al notar que sus lustrosos zapatos de charol se llenaban de tierra cuando saltó tras el motorista, que permanecía tumbado boca arriba tras el golpe. Antes de que se incorporara, Olegario plantó la palma de su mano sobre su pecho.
—Ahora vamos a tener unas palabras, amiguito… —dijo, poniendo una rodilla en tierra.
Con un movimiento inesperado, el motorista hizo muestra de unos abdominales de hierro y levantó ambas rodillas, golpeando con ellas la espalda de Olegario y desplazándole a un lado, haciéndole rodar por el polvo. El chófer se levantó rápidamente, con una mezcla de ira e indignación —el traje estaba hecho un asco— Su oponente también estaba de pie, frente a él, esperando su ataque. Aunque hacía años que no peleaba con nadie, no por ello el conductor había perdido habilidades. Amagó con la izquierda y soltó un directo con la derecha que su contrincante no pudo esquivar, aunque sí le dio tiempo de bajar instintivamente la cabeza. El puño impactó en el casco cerrado y el dolor en los nudillos avisó al chófer de que el próximo golpe debía ser dirigido a otro lugar del cuerpo. Su adversario le lanzó una patada lateral que le alcanzó en la cadera.
¡Vaya hombre!, sabe artes marciales
, se previno. Se había enfrentado a muchos aprendices de
shaolins
a lo largo de su carrera, y sabía que era imprescindible resolver el asunto rápidamente y a corta distancia,
sin entrar en el juego de media distancia que tanto les gusta a los chinos éstos
. Se abalanzó con su corpachón de boxeador y abrazó el torso y brazos del motorista. Éste intentó desasirse propinándole un cabezazo con el casco antes de caer de nuevo juntos al suelo terroso. Olegario soltó la presa para lanzar dos impresionantes puñetazos contra el estómago y el pecho de su enemigo, que bastaron para dejarlo fuera de combate, encogido en el suelo.